Stranger Things contra el lado oscuro de la fuerza
Con un estilo que se desentiende de la idea de originalidad y con las miserias del mundo adulto como tema de fondo, la serie récord de Netflix estrena el cierre de su cuarta temporada. Aquí, adelantamos algunas claves que permiten comprender por qué la obra de los hermanos Duffer es mucho más que una celebración de la cultura de los ochenta.
Por Gabriel Montali para La tinta
La vida puede dividirse en tres etapas. Hay un momento en el que tu familia son tus padres, tus hermanos y tus abuelos. Varios años más tarde, hay otro momento en el que tu familia pasa a ser aquella que construís, y que te construye, en ese andar a tientas en el que nos pone todo proceso de construcción cuando ya somos nosotros los que tenemos las manos en el volante. Y hay un tercer momento, a medio camino entre esas dos puntas, que es la etapa frenética del subibaja emocional, la etapa en la que tu familia son tus amigos.
Se puede discutir si su intensidad es mayor o menor en comparación con las demás etapas de la vida. Lo indudable, en todo caso, es que se trata de una experiencia fuerte y, en más de un sentido, crepuscular, porque es entonces cuando vivimos una aventura decisiva. De golpe, te encontrás con el cascarón roto y frente al desafío de decidir quién querés ser, que es todavía más pesado que el desafío de decidir el qué y el cómo. Y en pleno tránsito por ese descubrir que somos un pozo sin fondo abierto al fondo del mundo, es nuestra cofradía de amigos el andén desde el que nos asomamos, todos juntos, al lado oscuro de la fuerza.
Esa es la verdadera banda sonora de Stranger Things, la amistad en el tiempo en el que aún nos balanceamos entre la inocencia de la niñez y la brújula descarrilada del mundo adulto.
La serie de los hermanos Matt y Ross Duffer, el último tanque audiovisual de Netflix, que, con sus récords de audiencia –la cuarta temporada es el show más visto en la historia de la plataforma–, constituye un bálsamo frente a la pérdida de suscriptores que ha derrumbado el valor financiero de la compañía, está ambientada a principios de los años ochenta en Estados Unidos y cuenta la historia de un grupo de amigos nerds que viven en el pueblo de Hawkins, Indiana.
Hasta ahí, la normalidad de los chicos que se saben diferentes: el bullying por sus deseos de conocimiento, por sus obsesiones con la cultura pop (que, en el caso de los protagonistas, llega a un nivel fandom reload con los juegos de mesa, el cómic y el cine) y por una apariencia que decididamente los aparta de los ideales cosméticos de la popularidad que la cultura norteamericana traficó con éxito en el resto de occidente. Digamos, ser el pibe con pasta de campeón para el deporte o la Barbie girl con look de diva acartonada por los filtros de Instagram. Todo el repertorio de brillos sin bríos que encajan como mamushkas en el molde de mannequin de shopping.
La trama se complica cuando los chicos se encuentran con el personaje clave de la serie: Eleven, o Jane, la niña diferente entre los diferentes. Es entonces cuando el universo de fantasías en el que viven se hace realidad, porque Eleven tiene poderes sobrenaturales muy parecidos a los de su homónima Jane Grey, la mutante más poderosa de los X-Men, o a los de Carrie White, la protagonista de la primera novela de Stephen King. Como ellas, la chica posee habilidades telequinéticas que le permiten mover y destruir cualquier objeto. Habilidades que emplea, sobre todo en la primera temporada, para proteger a sus amigos del salvaje Dr. Brenner, su padre, el chiflado director de un servicio secreto que busca convertir en armas de guerra a los niños especiales como su hija.
La huida de Eleven del laboratorio de su padre marca el comienzo del nudo dramático de la serie. Lo que sigue es una parodia al cine de clase B sobre la guerra fría, con los macartistas norteamericanos de un lado y el totalitarismo ruso del otro, en combinación con los típicos argumentos de las historias de casa embrujada: seres sobrenaturales, posesiones al estilo de El exorcista, un portal a otro mundo abierto sin querer por Eleven y la irrupción de su alter ego maligno, Henry Creel –o Vecna–, que parece una síntesis entre el Lord Sidious de La guerra de las galaxias y el Freddy Krueger de Pesadilla en la calle Elm.
Precisamente, ahí comienzan las confusiones con la obra de los hermanos Duffer. Stranger Things es una alocada máquina de citas a la cultura de los ochenta. Si nos quedamos solo con los homenajes al cine, en ella encontramos elementos que abarcan desde las roads movies adolescentes al estilo de ET, de Steven Spielberg, o Stand by me, de Rob Reiner, hasta los paisajes tenebrosos y los monstruos que expelen secreciones pegajosas en una explícita conexión con Alien, de Ridley Scott, o The thing, de John Carpenter (para los curiosos, Daniel Krause publicó un artículo en la revista Letras libres, que revela buena parte del fondo de citas de la serie).
Pero no se trata de un mero revival vintage. Como sugiere Nicolas Bourriaud en Estética relacional, crear algo a partir de lo que ya existe es uno de los procedimientos característicos del arte del siglo XXI. Un mecanismo que implica tanto un ataque a la idea de originalidad –y el cine de Tarantino es un buen ejemplo de ello– como una manera de retratar la paradójica pérdida de referencias de nuestro presente.
Así, en la medida en que ya no contamos con un mito de origen que nos asegure la certeza de un destino manifiesto, la estética de pastiche y collage de los hermanos Duffer, más que una celebración de la nostalgia por la nostalgia misma, parece recordarnos que somos espectadores de una época que encaja mucho mejor en la idea de incertidumbre –tan familiar a la geografía brumosa del Upside down– que en la sensibilidad positivista de los grandes relatos políticos, religiosos, raciales o de género que conformaron la médula ósea del siglo pasado.
Lo mismo puede observarse si nos detenemos en su estructura temática. Stranger Things no es una oda a un tiempo pasado que supuestamente fue mejor, sino una apuesta por reactualizar un argumento clásico: los conflictos que transitamos cuando el paisaje gris de la madurez se nos viene encima, como la cresta espumosa de un tsunami, y entonces corremos el riesgo de convertirnos en otro cerebro chupado por la pantalla de la tele, como sucede con varios de los padres de los protagonistas.
En ese sentido, la serie contrapone los vínculos de hermandad que construimos con esos chicos y chicas que no dudan en colocar todos los jugadores en el campo contrario, desentendiéndose de cualquier especulación y de cualquier cálculo de costo-beneficio, con la imagen de una rutina despojada de aventuras o entregada, en el peor de los casos, al páramo de la obsesión por el éxito y la popularidad.
Esa es la verdadera oscuridad que amenaza a los personajes y que tiene, entre sus mejores metáforas, la imagen de las sombras que proyectan los chicos cuando andan en bicicleta por el pueblo, una reminiscencia a las bicicleteadas épicas de ET que, sin embargo, hace presente aquello que Marco Polo le dice al Gran Kan en Las ciudades invisibles, de Italo Calvino: “El infierno de los vivos no es algo por venir; hay uno, el que ya está aquí, el que habitamos todos los días, el que formamos estando juntos”.
Como sugiere Jordi Carrión en un artículo publicado este fin de semana en The Washington Post, en sus mejores momentos –por ejemplo, en la primera parte de la cuarta temporada–, la serie nos recuerda que, en el fondo de cada uno de nosotros, existen monstruos que esperan el momento oportuno para despertar y que, cuando lo hacen, nos consumen por dentro, como sucede con las frustraciones de las que surge el resentimiento de Vecna.
En sus puntos más flojos, en cambio –y es lo que ocurre con los últimos dos capítulos en formato de largometraje–, la historia cae en la trampa del imaginario de la Guerra Fría que tanto se esfuerza por evitar: el clásico maniqueísmo basado en la confrontación de figuras que representan el bien y el mal como dos entidades escindidas y contrapuestas.
Y entonces olvida que Vecna y Eleven, el resentimiento y la bondad, la solidaridad y el egoísmo, son dos posibilidades que coexisten en cada uno de nosotros. Dos posibilidades que a veces hasta se presentan juntas en un mismo acto o en una misma decisión.
Pero pese a esos puntos que resta el maniqueísmo, hay un acierto que es permanente en Stranger Things: la concepción del arte, sobre todo de la música, como el otro refugio que nos protege de los fantasmas que nos persiguen.
Si en la primera temporada Will sobrevive a su incursión en el otro mundo gracias a Should I stay or should I go, de los Clash, y a comienzos de la cuarta es Max la que logra resistir los ataques de Vecna gracias a Running up that hill, de Kate Bush, ahora la historia ha vuelto a repetirse con Eddie, el personaje que, con su guitarra BC Rich y su nombre de ascendencia metalera –Eddie the head es la mascota de Iron Maiden–, constituye el último guiño de los hermanos Duffer a la cultura de los ochenta.
Esa es la segunda gran banda sonora de Stranger Things, la representación de la música como un símbolo equivalente al sable de luz de los caballeros Jedi.
Después de todo, la etapa en la que tu familia son tus amigos también es aquella en la que te vas a dormir con los auriculares puestos, tarareando las canciones de tu banda favorita mientras vas y venís por los pasillos del sueño.
*Por Gabriel Montali para La tinta / Imagen de portada: Stranger Things.