Georgina Orellano: «Las putas también escribimos»

Georgina Orellano: «Las putas también escribimos»
14 junio, 2022 por Verónika Ferrucci

«Puta feminista: Historias de una trabajadora sexual» es el libro de Georgina Orellano, recientemente editado, donde narra en primera persona para correr los telones del imaginario social que se repite sobre las putas y ante el desconocimiento y los estigmas. En estas historias cotidianas, las putas ya no están en lugares secundarios, son protagonistas contra la imagen de víctimas, contra el aislamiento y renegando de las etiquetas puestas. 

Por Verónika Ferrucci para La tinta

“Somos ese insulto, esa palabra que da pudor y vergüenza.
Somos esas esquinas y esos barrios por los que te da miedo transitar,
somos las excluidas que solo tenemos permiso para habitar las noches
y los lugares donde no quede tan a la vista nuestra putez.

Somos trabajadorxs, laburantes de carne y hueso.
Somos putas, prostitutas, cabareteras”.

Puta feminista: Historias de una trabajadora sexual 

Georgina Orellano es trabajadora sexual y la actual Secretaria General de la Asociación de Mujeres Meretrices de Argentina (AMMAR). Dice que fue sindicalista antes que feminista: «Abracé mi identidad como trabajadora y mi pertenencia de clase». La semana pasada, pasó por Córdoba para presentar su libro Puta feminista: Historias de una trabajadora sexual, editado recientemente por Sudamericana. Empezó contando historias con sus clientes a través de sus redes sociales y, al ver que se compartían y viralizaban, entendió que había mucho desconocimiento sobre lo que vivían y era el ejercicio del trabajo sexual. «La gente me decía: ‘Escribís muy lindo’, y eso es parte del estigma, la puta no puede hacer nada que no sea ser puta, menos se espera que escriba. Bueno, hoy hay un libro con mis historias, que son las de muchas también. Lo hice con la idea de correr un poco los discursos punitivos y estigmatizantes que predominan en torno al trabajo sexual, y que muy pocas veces nos permiten a quienes defendemos este trabajo poder contar nuestras experiencias”.

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(Imagen: Fernando Bordón para La tinta)

Se ha dicho que el ejercicio de la prostitución es el oficio más antiguo y, para la Orellano, eso es un eufemismo: «Lo más antiguo de la humanidad es condenar a las mujeres, lesbianas, travestis y trans, y a las prostitutas». El libro empieza citando a Silvia Federici, quien, desde su lugar de mayor visibilidad, puso a circular una idea que nos ha ayudado socialmente para destrabar y desarmar prejuicios, pero, sobre todo, para tener conciencia de clase e histórica: «El trabajo sexual es una forma de explotación, pero no es la única y no necesariamente la peor«. 

—¿Cómo fue el proceso de decidir escribir un libro y en quiénes pensaste al hacerlo?

—Me animé y empecé a escribir hace un par de años, a través de mis redes sociales, anécdotas y experiencias con clientes, situaciones que me han pasado a mí y a muchas más en el ejercicio del trabajo sexual. Decidí hacerlo porque nunca tuvimos la posibilidad de contar sobre nuestro trabajo, sobre situaciones con clientes, con la policía, cómo, sin herramientas sindicales, hicimos asambleas y nos organizamos, generamos acuerdos de trabajo y redes de cuidado. Si una trabajadora sexual se enferma o no va a trabajar porque tiene un hijx enfermx o por algún problema familiar, estamos al tanto, hacemos colecta.

Hay mucho desconocimiento sobre nuestro trabajo, incluso, en los espacios feministas, la discusión está centrada en modelos jurídicos o en posiciones ideológicas de abolicionismo/punitivismo, o en indagar sobre si nuestra voluntad fue verdadera o si estuvo atravesada por una necesidad o vulnerabilidad. Frente a los imaginarios sociales que se repiten sobre nuestra vida, como si todas fuéramos iguales, como si a todas nos atravesaran las mismas desigualdades, nos ubican siempre en categorías victimizantes, incluso en espacios progresistas y del campo nacional y popular. Militamos mucho para deconstruir ese imaginario y también los prejuicios en relación al trabajo sexual. Yo tomé el impulso y escribí, desde mi deseo y lo que quería contar. 

—En las historias que contás, hacés pie en la experiencia, en lo cotidiano y que se corren de los discursos empaquetados y técnico-jurídicos, ¿cuál creés que es la potencia en la narración de la experiencia?

—Para mí, lo importante es darle un valor a la experiencia; entre redes y organización con las compañeras, con clientes, cómo me animé a pararme en una esquina, cuáles fueron mis temores, cómo le conté a mi hijo o particularidades de situaciones con clientes que me han interpelado. Algo que cuento en el libro es la historia con mi primer cliente con diversidad funcional, Martín, un chico con síndrome de Down, que me dijo que solo quería tocarme el cuerpo porque el único cuerpo de mujer que conocía era el de su mamá. El servicio fue media hora tocándome, explorando y a mí eso me interpeló un montón. Luego de hacerse pública la historia en redes, me escribieron desde la asociación de personas con síndrome de Down y madres agradeciendo, ya que, comúnmente, el deseo y la infantilización en la sexualidad quedan por fuera de esas existencias. 

La demonización de las trabajadoras sexuales también está vinculada a que los clientes nuestros son todos machirulos, feos, viejos y dinosaurios. Yo no desconozco eso y, de hecho, en el libro, cuento un montón de experiencias malas que me han pasado, pero también están las otras personas con las que pude construir una relación de amistad, afecto, y me parece importante que se sepa. En el trabajo sexual, hay políticas de cuidado, no todo es servicio sexual, como tenemos construida socialmente la sexualidad; el disfrute sexual no es siempre y la única manera posible la penetración. 

Aprendí, atendiendo clientes, que hay un montón de formas de disfrutar la sexualidad y que no necesariamente tiene que ser algo que me guste en mi vida personal. La sexualidad es un campo muy amplio y cada persona tiene una decisión y formas de disfrute que no son universales, y ahí está la raíz de todos los debates en torno al trabajo sexual; pensar que hay una única manera y camino de vivir la sexualidad, y quienes se salen de las normas establecidas reciben estigmatización y demonización. Hay una construcción de jerarquía en cuanto al disfrute sexual, la monogamia, el matrimonio, y las relaciones heterosexuales están en la parte superior y las putas, abajo de todo.

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(Imagen: Fernando Bordón para La tinta)

—En la pandemia, se puso de moda el OnlyFans y se digitalizaron mucho más los consumos sexuales. Pareciera que el OnlyFans está más legitimado y “tolerado” que el trabajo sexual callejero: ¿es así? ¿La doble moral tiene que ver con una cuestión de clase social?

—Las historias concretas develan y desarman la doble moral que tan instalada está y desde la cual se lee, se estructura la forma de vernos y de juzgarnos a las putas. El OnlyFans está un poco más ‘tolerado’. Cada tanto, nos encontramos en los medios hegemónicos con una nota de color donde muestran las hermosas experiencias que han tenido personas que se abrieron un OnlyFans y que hoy son millonarias. Hay una romantización de que, en la plataforma, mostrás tus pies y ya te volvés millonaria -claro que para ciertos cuerpos y colores de pieles-. Los grandes medios nunca van a entrevistar a una puta migrante que vive en un hotel de un barrio periférico; por el contrario, muestran cómo gana dinero a través de la plataforma una blanca, hegemónica, de clase media, con cierto estatus social. 

Nos hemos encontrado con discursos de personas que tienen OnlyFans que no se reconocen como trabajadoras sexuales porque dicen: «Yo vendo contenido erótico» -pack de fotos, videos, porno-. Y eso también es parte del mercado sexual -que es super amplio-, no solo ofrecer un servicio a un cliente a través de la penetración lo es. La discusión está centrada en las putas callejeras porque llevamos a lo público lo que nos dijeron que teníamos que guardar y salvaguardar en el ámbito privado. Además del castigo y criminalización a la pobreza, porque las más castigadas, perseguidas, las que van presas y atraviesan procesos judiciales, las que quedan condenadas, son las putas de los sectores populares. La sociedad que tolera la prostitución lo hace mientras sea de su misma clase social y tenga el color de piel aceptado y un cuerpo hegemónico. 

Hay un chiste permanente e insistente: «Ya fue todo, me abro un OnlyFans»y para nosotras, las putas, no fue así de fácil pararnos en una esquina. De las opciones que tuve, la mejor fue esta, aunque implique no decirle a mi familia de qué trabajo, a pesar de la clandestinidad, de vivir con el temor de que, si caigo presa, mi familia se va a enterar, por eso, mejor pago coimas a la policía para trabajar tranquila y no pasar nunca por el pianito. Ser puta no es fácil y menos en una sociedad que castiga con códigos contravencionales al trabajo sexual callejero, con un derecho penal que tiene un corte de clase y termina llevando a las cárceles a los sectores populares. Hay compañeras que rápidamente pasan el proceso de contarles a sus familias y también hay otro montón que hace casi 30 años que son trabajadoras sexuales y siguen teniendo el mismo temor desde el primer día para contarle a su familia. Frente a los discursos y la política pensada con lógicas meritocráticas, del salvate sola, de pensarse en la individualidad, necesitamos tener perspectiva de clase, empatizar con la que la está pasando mal. 

—¿Es una disputa volver la calle un escenario, salir y tornar público el trabajo sexual frente a quedarte en tu casa y, desde lo privado, entrar en el mercado sexual? 

—No nos quieren ver, estamos mostrando algo que la sociedad históricamente quiso ocultar. Yo no me oculto, ustedes, la política nos oculta, excluye e invisibiliza, porque les incomoda ver putas en la calle, incomoda al estatus y la moral. ¿Quién tiene derecho a usar el espacio público y de qué manera? ¿Quiénes están condicionados? Históricamente, los mismos sectores: trabajadores de la economía popular, migrantes, trabajadoras sexuales. La semana pasada, la policía estaba peleando con una señora que tiene un carrito de café y quería que se fuera. ¿A quién le puede molestar que alguien esté vendiendo café en la calle? A quienes les molesta ver a los sectores empobrecidos haciendo uso del espacio público, mejor que vayan a limpiar casas o cuidar niñxs. La autonomía que lograron quienes trabajan en el espacio público molesta. El trabajo está construido en torno a la relación de dependencia, en un espacio cerrado, con horarios y patrón. Si no hacés eso, tenés que «agarrar la pala», «esforzarte», entregarle a un otro tus fuerzas de trabajo y ahí te recibís como laburante. Las putas hemos hecho otras cosas, no nacimos y dijimos: «A los 18, me paro en una esquina». Ya hicimos muchos trabajos y todos fueron precarios, y atravesamos situaciones de humillación de las que nadie quiere hablar. 

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(Imagen: Fernando Bordón para La tinta)

—Las trabajadoras sexuales fueron conquistando espacios y debates dentro de los feminismos, ¿cómo ves hoy ese activismo y cuáles son los desafíos dentro de la pluralidad que somos? 

—En nuestras historias, no nos habíamos topado con el feminismo porque no fuimos a la universidad ni nacimos en una casa con bibliotecas, ni tuvimos acceso a ciertas lecturas, y la discusión nuestra era en desigualdad de condiciones. Hemos pasado por un proceso de amor/odio entre los espacios feministas. En algún momento, abandonamos los espacios feministas (como el -en su momento- Encuentro Nacional de Mujeres) porque no eran amigables y ya bastante odio y señalamiento recibíamos paradas en una esquina como para recibir el mismo señalamiento, cuestionamiento y virulencia en un encuentro feminista. En las primeras experiencias, nos topamos con un feminismo claramente abolicionista. Era muy incómodo y violento que nuestra palabra no tenga legitimidad y sea cuestionada, llevábamos con nosotras nuestra palabra, nuestra realidad y la experiencia de organizarnos en AMMAR, y pensamos que con eso bastaba. Hay un sector del feminismo que es muy elitista y discute en términos teóricos, cuando nos decían palabras como abolicionismo, patriarcado o machismo, nosotras nos mirábamos entre las compañeras y pensábamos «qué estarán diciendo», no eran palabras que usábamos en la vida ni con las que nos hemos encontrado en nuestras experiencias vitales. 

Organizadas sindicalmente, nos dimos la posibilidad de formarnos en derechos humanos para saber cuáles derechos teníamos, cómo poner límites a las prácticas de violencia institucional que llevaban adelante las fuerzas de seguridad, qué hacer cuando la policía nos detiene y cómo construir una red de solidaridad. Después decidimos formarnos en feminismo y nos topamos con dos antropólogas que estaban haciendo una investigación en la organización, y generamos un intercambio: nosotras les contamos de la calle, del día a día, y ellas, que eran académicas y feministas, nos compartieron lecturas. Y para sorpresa de todas, nos dieron escritos de trabajadoras sexuales, como Manifiesto puta de Beatriz Espejo, El prisma de la prostitución: debates de trabajadoras sexuales con feministas y aliadas de España, un libro de la italiana Carla Corso y otro de la brasilera Gabriela Leite, que creó la Red de Prostitutas de Brasil (DASPU). 

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(Imagen: Fernando Bordón para La tinta)

Ahí nos dimos cuenta de que no había un solo feminismo y que teníamos la oportunidad, desde nuestra militancia, de acceder a conocimientos y disputar espacios, contando nuestras experiencias cotidianas de las esquinas; cuando la policía me lleva presa, que pagué coimas, que sufrimos vejaciones, nos reprimieron y nos organizamos. Es importante que, más allá de las perspectivas que se tengan, cada una vuelve a su casa y las putas siempre al lugar que volvemos es a la comisaría. En medio de la crisis económica que atravesamos y más allá de que queramos discutir quién paga la deuda y quién la fugó, cuando la heladera y la panza están vacías, las distancias de los privilegios se hacen cada vez más grandes y las formas de la empatía se escapan. Discutamos la deuda, pero, si las compañeras no tienen para comer, discutamos políticas de cuidado y pensemos qué vamos hacer, y, sobre todo, cómo atravesar las discusiones con conciencia de clase. 

Mientras apago el grabador y Fer apaga la cámara, Georgina, con el sifón de soda en mano, que nos compartieron cuando llegamos, llenó uno a uno los vasos, nos dio primero a nosotres y, al último, se sirvió ella. Fer me dice cuando salimos: «¿Viste el gesto cuando nos sirvió la soda?». Al rato, me dijo: «Ese gesto fue una síntesis, una descripción de una forma de ser. Esos gestos simples y cotidianos, como compartir un plato de comida, un abrigo o una lucha, son la repetición, multiplicación y significación de los gestos que cambian el día a día. Llenar nuestras cotidianidades con esos gestos, como cuando llenamos un hogar con flores, es ponerle el espíritu a cada segundo en este planeta, es como dice la zamba: ‘Hacer que lo cotidiano se vuelva mágico'». 

*Por Verónika Ferrucci para La tinta / Imagen de portada: Fernando Bordón para La tinta.

Palabras claves: feminismo, Georgina Orellano, Trabajadoras sexuales

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