Semblanza de Miguel de Molina, un flamenco marica en ultramar
Por Santiago Torrado para La tinta
La guerra en España había terminado tres años atrás y, desde entonces, en las noches de Madrid solo sonaba el murmullo grillete de los cadeneros de la Falange. Donde supo florecer la poesía de Lorca y Alberti ahora se extendía una sombra alargada que lo ocupaba todo, una tropa temible de boinas carlistas y camisas azules bordadas de yugos y flechas. Quien no tuvo la suerte o la rapidez de partir al exilio pagaba la derrota con la vida o la dignidad.
Una noche de otoño de 1942, sobre la calle Embajadores N. 9, el elenco de actores y músicos que interpreta la copla Ojos Verdes salió al frío de la noche. Fuera del Teatro Pavón, caía una lluvia tenue que se posaba sutilmente sobre los abrigos sin llegar a mojar. El protagonista de la velada era Miguel de Molina, cantaor flamenco, marica público, modisto y bailarín. Miguel fue interceptado por tres falangistas que, sin acusarlo formalmente de nada, se lo llevaron “de paseo”. Cincuenta años después, recordará aquella noche frente a una cámara de televisión:
-Pensé que me matarían, pero solo me golpearon por todos lados, me cortaron el pelo y me obligaron a beber aceite de ricino. Entonces comencé a decir adiós a mi querida España.
Entre sus verdugos de aquella noche, Miguel pudo reconocer a uno célebre: José Finat de la Blanca y Escrivá de Romaní, Conde de Mayalde. De familia noble y grande de España, era un reconocido filonazi de estrecha relación con la Gestapo, que llegará a ser alcalde de Madrid entre 1951 y 1962. Bajo su gobierno, encontró asilo en España el criminal de guerra nazi de origen belga, León Degrelle, que vivió plácidamente en Málaga hasta 1994. Ni el conde ni su protegido respondieron nunca por sus crímenes.
Aquel encuentro con el Conde y sus esbirros le dejaron varios dientes y costillas rotas. Se le impuso la prohibición tajante de actuar, cantar o bailar, so pena de peores represalias. Un 23 de octubre, decide cruzar clandestino a Portugal y, como dice la canción, se embarca “caminito de ultramar”, en el vapor transatlántico Monte Amboto. Inesperado, pero cierto, fue otro falangista de apodo “Polín” quien le habilitaría un pasaporte falso y un salvoconducto para salir del país. Una prueba, quizás, de la admiración que su cante y baile despertaba entre ambos bandos de la España de posguerra. Un reflejo de las pasiones que había en las dos orillas del Ebro por el arte flamenco de Molina.
Miguel llegó el 7 de noviembre a Buenos Aires y, tras un breve paso por el Teatro Avenida, su obra fue clausurada. Otra vez, un alto cargo de la Falange con contactos en el Ministerio de Relaciones Exteriores de España sugirió al gobierno de Farrel que expulsara al artista inmediatamente del país “por rojo y desviado”. A pesar de que Miguel de Molina no expresó nunca una filiación política definida -más allá de una simpatía general por el aire progresista que se respiró en la España de la República-, nunca estuvo afiliado a nada y no se puede afirmar que fuera “rojo”. Con todo, su homosexualidad sí era un problema para la moral de la época.
Entonces comenzó el largo derrotero del exiliado. Sin trabajo, y sin dinero, es un paria entre los parias: muy puto para los comunistas, muy rojo para el gobierno argentino. Miguel de Molina terminó en la cárcel.
-Me encerraron en Villa Devoto con un profesor acusado de marxista —lamentará años después.
“El Mal Pagao”
Al salir de la cárcel, vendió algunas pertenencias de valor y cruzó el Río de la Plata. Tras permanecer largos meses en Montevideo, Miguel decidió enviar una carta desesperada que le devolverá el prestigio y le abrirá las puertas de los teatros de Argentina y de toda Latinoamérica. Eva Perón recibió la correspondencia de manos de su modisto y confidente, Paco Jamandreu. “La Paquito” se confesó seguidor de Molina no solo por su música, sino por la enorme pericia con que este confeccionaba sus trajes y los de su elenco. Finalmente, Evita y Miguel de Molina se conocieron en la Casa Rosada una tarde de 1948.
Quizás fuera su pasado como actriz lo que la impulsó a acoger a Miguel, algo parecido a la solidaridad con la sinuosa vida de artista que Evita conocía tan bien. O tal vez fuera un mensaje desafiante para las autoridades franquistas y, a la vez, un refugio para quienes llegaban a Latinoamérica hambrientos y perseguidos, trayendo consigo los sueños rotos de la libertad, prosperidad y justicia que la Guerra dejó truncos. Quizás -por qué no-, en ese auxilio había algo de la presunta “tolerancia” de Eva para con “los putos”, que inspiró años después el cuento “Evita vive” de Néstor Perlongher.
Con su nuevo madrinazgo, la carrera de Miguel volvió a su máximo esplendor. Tras una gira por los mejores teatros de Buenos Aires, Córdoba y Rosario, rodó por México, Nueva York, Chile, Perú, Colombia y Uruguay. Entonces recibió un pedido de la Fundación Eva Perón -favor con favor se paga- para que asistiera a una velada de entrega de juguetes y mobiliario para familias pobres en el Teatro San Martín. Miguel no dudó un segundo y animó la noche cantando su célebre Ojos Verdes y La bien pagá. De fondo, el general Perón sonreía aprobatorio y, tras bambalinas, la oligarquía porteña se cocinaba a fuego lento viendo su teatro lleno de descamisados felices aplaudiendo a un maricón.
De Málaga a Chacarita
Tras consolidar una larga trayectoria de artista, Miguel de Molina se instaló en un caserón de Belgrano cerca de la calle Washington. Aunque se alejó de los escenarios, nunca abandonó el mundo del cante y el baile, más allá de las turbulencias históricas y de los vaivenes del mundo del espectáculo. Murió en 1993 con 82 años y descansa en el Mausoleo de la Asociación Argentina de Actores y Actrices, ubicado en el cementerio de Chacarita, cerca de Gilda y de Gardel. Un merecido lugar entre nuestros más ilustres íconos populares.
Miguel sembró muchas contradicciones, amores, odios, admiraciones, enconos y diez versiones distintas de sí mismo allí por donde pasó. Mantuvo una disputa comercial e ideológica con Cantinflas, fue íntimo de Margarita Xirgu, despidió con genuino dolor la muerte de Evita, vendió propiedades para aportar dinero y medicinas a los soldados argentinos durante la guerra de Malvinas. También amó a muchos maricas que nunca salieron de un clóset que para él nunca existió, se rodeó siempre de lo más granado del mundo de las artes escénicas, la cultura y la política. Supo perder todo su patrimonio varias veces y varias veces volvió a amasar fortunas a fuerza de cantar y taconear con sus atuendos floreados. Nunca dejó de extrañar su Málaga natal, como nunca dejó de recordar por qué se fue.
*Por Santiago Torrado para La tinta / Imagen de portada: A/D.