Últimos días de la víctima, la paranoia del poder
Por Manuel Allasino para La tinta
Últimos días de la víctima es una novela del escritor y filósofo José Pablo Feinmann, publicada en el año 1979. Ambientada en el barrio de Belgrano de la Ciudad de Buenos Aires, la historia es un disparo preciso a la última dictadura cívico-militar y eclesiástica en nuestro país.
Raúl Mendizábal, un asesino a sueldo con cierto prestigio ganado, es contratado para matar a un hombre llamado Rodolfo Külpe, de quien no sabe nada ni necesita saber: algo habrá hecho para que esté condenado. Luego de recibir un sobre de un alto mando de una organización, Mendizábal se prepara día y noche para cumplir su misión. Pero él ya no es el mismo, cerca de cumplir cincuenta años, algo comenzó a derrumbarse: lo que antes era un orgullo, ser el brazo anónimo e instrumento incontaminado, hoy le provoca desasosiego. Las muertes lo han ido vaciando poco a poco. En Últimos días de la víctima, José Pablo Feinmann, con una destreza literaria excepcional, nos introduce en un policial negro que retrata y denuncia a los militares genocidas.
“-Vea, Mendizábal, no me parece mal que le esté sobrando el tiempo. Qué cosa. Siempre coincidimos usted y yo. Porque, tiempo, justamente eso, es lo que necesita este trabajo. Por eso le pertenece, Mendizábal. Para nosotros, cómo decirle, se trata de una cuestión preventiva. No sabemos si el peligro es inminente, pero sabemos que existe. Mendizábal asintió con un blando movimiento de cabeza. Era agradable escucharlo hablar en plural al hombre importante, saberlo apenas un elemento más de una inextricable red de poderes y subpoderes, quizás más cercana al vértigo que a la organicidad. -Voy a demorar todo lo que sea necesario -contestó. -Está bien -dijo el otro. Pero que quede claro también esto: no más de lo necesario. -No más de lo necesario -repitió Mendizábal y sonrió. El hombre importante le alargó un sobre. -Para sus gastos -dijo. También para sus placeres. Es la misma suma que le entregamos para el último trabajo, triplicada. Pienso que estaremos de acuerdo. -De acuerdo -dijo Mendizábal -Solamente una cosa: al terminar el trabajo, quiero otro sobre como éste, con el mismo importe. El hombre importante apagó su cigarro. Vaciló antes de contestar: -Está bien. Nos gusta su modo de trabajar, Mendizábal, y veo que usted lo sabe. Nos gusta, digamos, su pulcritud. Y no nos importa pagarla por lo que vale. Señalando al hombre de la camisa increíblemente amarilla, agregó: -El amigo Peña va a ser su contacto. Puede confiar en él. Nada más Mendizábal. Mucha suerte. Hubo un apretón de manos. Después el hombre llamado Peña indicó a Mendizábal que lo siguiera. Atravesaron un largo pasillo y entraron en una habitación mal iluminada, estrecha, cubierta por ficheros metálicos. El hombre llamado Peña extrajo una ficha copiosamente escrita a máquina. Dijo: -Este es su hombre. Tiene que matarlo, nada más. A Mendizábal le sorprendió el matiz despectivo de la frase. No lo esperaba de alguien capaz de ponerse una camisa semejante. Confundido aún, sepultó en uno de sus bolsillos la ficha que acababa de recibir y salió a la calle. Afuera había árboles, pájaros y un sol implacable. Era verano. Mendizábal, bruscamente, recordó que estaba por cumplir cincuenta años”.
El mismo día que Mendizábal recibe la orden de matar a Külpe, a la noche, oculto entre las sombras, lo espera durante varias horas hasta que finalmente lo ve llegar. Analiza la situación y decide no matarlo. Surge de él la necesidad imperiosa de averiguar mayores datos sobre su víctima: ¿quién es? ¿Por qué hay que matarlo?
Con una prosa ágil, Feinmann nos ayuda a meternos en el cuerpo y en los pensamientos de un asesino. Y así, iremos siguiendo sus pasos y conociendo la vida de su víctima: su familia, las salidas y su rutina.
“Mendizábal tomó un café con una tostada en la pequeña sala donde la señora Garland ofrecía desayuno y merienda a sus pensionistas. Eran las nueve de la mañana. Regresó a su habitación, colocó una silla junto a la ventana y esperó los primeros movimientos de Külpe. Un temor lo inquietó: ¿y si ya hubiera salido? Porque era cierto que las persianas estaban en la exacta posición en que habían quedado la noche anterior. Pero esto no garantizaba nada. Igualmente Külpe podría haber abandonado el departamento sin el rito matinal de levantar las persianas, abrir las ventanas y salir al balconcito para recibir el sol del nuevo día. ¿Qué hacer en este caso? Siempre estaba, por supuesto, la posibilidad de ir directamente a las Barrancas, tal como lo había hecho el día anterior. ¿Pero era tan absolutamente inamovible esa cita? Bien podía ocurrir que, justamente hoy, Külpe y la mujer de los cabellos oscuros hubiesen decidido no reunirse en las Barrancas, sino en otro lugar o en ninguno. Y entonces sí, le habría perdido el rastro. Seguía sumergido en estas cavilaciones cuando vio aparecer a Külpe, pero no a través de la ventana del living o del pequeño balcón, sino saliendo por la puerta del edificio. Ya estaba en la calle. Lo vio caminar hacia Pampa, en dirección sin duda del colectivo 113. Abandonó su habitación, bajó velozmente las escaleras y buscó su coche. ¿Iría hacia las Barrancas? Era lo más probable, pues allí terminaba su recorrido el 113. Pero claro, tampoco era seguro. Subió al Renault, tiró al máximo el cebador e hizo girar la llave de contacto. Nada. –Carajo -dijo. Le pareció increíble, un chiste de verdadero mal gusto, pero era así: el motor no encendía. Cerró la puerta con furia y camino hasta la parada del 113. Külpe no estaba, seguramente había tomado ya el colectivo anterior. Su única posibilidad de encontrarlo consistía ahora en que se repitiera, también hoy, la cita de las Barrancas. De lo contrario, habría perdido el día. El siguiente colectivo no demoró en llegar. Estaba casi vacío. Buscó uno de los asientos del fondo y se sentó. Trató de distraerse mirando por la ventanilla. Debía tranquilizarse, se dijo, mantener la cabeza fría. Pero era difícil; deseaba intensamente no perder el rastro de Külpe ese día. Eran todavía demasiadas las cosas que ignoraba de él y quería averiguarlas cuanto antes. El corazón le dio un vuelco cuando comprobó que no estaban en la glorieta. ¿Era posible tanta mala suerte? Y sin embargo no había motivos para esperar que las cosas fueran de otro modo: nadie repite exactamente sus acciones todos los días. Había perdido esta vez. Pero aún no. Las Barrancas no eran solamente la glorieta, había otros lugares, y no eran pocos. Además, pensándolo bien, era bastante normal que un hombre y una mujer, en un momento fundamental de su relación, eligieran un mismo lugar, una misma hora y hasta una inalterable continuidad para tratar sus problemas. Estaba claro que lograban así mayor concentración, evitando cuestiones secundarias (por ejemplo: ponerse cada día de acuerdo sobre un nuevo lugar o un nuevo horario para sus citas) que pudiera distraerlos. Nada de eso: un mismo lugar, una misma hora, todos los días, así parecían haberlo resuelto. Además, estaba el chico, Sergio. Nada mejor que las Barrancas para mantenerlo, simultáneamente a la vista y alejado, en libertad. Finalmente los encontró. Estaban en la parte llana de las Barrancas, sentados sobre el césped. A unos metros apenas, el chico intentaba remontar un barrilete de color verde, con una larga cola confeccionada con varios pedazos de trapos anudados. Por eso no se habían reunido en la glorieta: Sergio y su barrilete necesitaban espacio. Se tranquilizó. Encendió un cigarrillo, buscó un banco y los observó desde allí. Desde lo alto de la barranca: era como si los dominara. La reunión, sin embargo, fue breve. Külpe se puso de pie, la mujer también y se besaron. Fugazmente, en la mejilla, ni con mayor ni con menor afecto que en los dos días anteriores. Külpe llamó al chico, lo abrazó, lo besó y se fue. Sergio no había conseguido remontar el barrilete”.
Últimos días de la víctima es una novela de José Pablo Feinmann que recorre la década más oscura de la Argentina desde las entrañas de un asesino a sueldo que paso a paso va menguando su integridad. En palabras de su autor: Últimos días de la víctima, además de ser una novela policial, es una crítica de la criminalidad fascista. La tapa original muestra una Luger, la pistola alemana utilizada durante la Segunda Guerra.
Sobre el autor
José Pablo Feinmann (1943-2021). Fue un filósofo, historiador, investigador, periodista, escritor, guionista, dramaturgo, profesor y conductor de radio y televisión. Sus libros han sido traducidos al inglés, francés, alemán, neerlandés e italiano.
Publicó más de treinta libros. Entre sus ensayos, se cuentan Filosofía y nación (1982), López Rega, la cara oscura de Perón (1987), La creación de lo imposible (1988), Ignotos y famosos. Política, posmodernidad y farándula en la nueva Argentina (1994), La sangre derramada. Ensayo sobre la violencia política (1998); Pasiones de celuloide. Ensayos y variedades sobre cine (2000), Escritos imprudentes (2002), La historia desbocada, tomos I y II (2004), Escritos imprudentes II (2005), El cine por asalto (2006), La filosofía y el barro de la historia (2008), Peronismo. Filosofía política de una persistencia argentina, tomos I y II (2009), El Flaco (2010) y Filosofía política del poder mediático (2013). Entre sus novelas: Ni el tiro del final (1981), El ejército de ceniza (1986), La astucia de la razón (1990), El cadáver imposible (1992), Los crímenes de Van Gogh (1994), El mandato (2000), La crítica de las armas (2003), La sombre de Heidegger (2005), Timote. Secuestro y muerte del general Aramburu (2009), Carter en New York (2009), Carter en Vietnam (2009), Días de infancia (2012) y Bongo. Infancia en Belgrano R (2014). Es autor de las piezas teatrales Cuestiones con Ernesto Che Guevara (1999) y Sabor a Freud (2002), y de los guiones cinematográficos de Últimos días de la víctima (1982), Eva Perón (1996), El amor y el espanto (2000) y Ay, Juancito (2004).
*Por Manuel Allasino para La tinta / Imagen de portada: fotograma Últimos días de la víctima (1982) Dir. Adolfo Aristarain.