No más pan, no más circo

No más pan, no más circo
24 diciembre, 2021 por Redacción La tinta

Con un osito tierno como bandera y entre panificados ultraprocesados cargados de azúcar y aditivos que se comen en todos los desayunos y meriendas, Bimbo avanza por las mesas de la región llevando un mensaje inesperado para quien no conoce la historia y la identidad de la compañía: labrando un futuro neoliberal y sin derechos para los trabajadores.

Por Brenda Navarro para Bocado

No se dice pan de caja o molde, sino pan Bimbo, dice un artículo en un periódico de Cataluña para dar cuenta de la historia de una familia catalana que prosperó en suelo mexicano. Tiene razón, no importa si estás en España, México o Brasil: el pan Bimbo es el referente por antonomasia para hacer sándwiches y al que solemos identificar como parte de la historia de nuestra alimentación. Todas tenemos una historia por contar. 

Estoy lejos de casa (México), 9.057 kilómetros, pero cuando camino por mi barrio en Madrid, suelo ver el auto repartidor de Bimbo con frecuencia. No sé si se deba a que justo frente al edificio donde vivo hace unos meses se instaló uno de los tantos supermercados fantasma que han empezado a tener auge a partir de la pandemia. Estos lugares, los supermercados fantasma, suelen tener actividad veinticuatro horas, pero es por la mañana, muy temprano, cuando el Osito Bimbo hace acto de presencia: circulan bandejas de bolsas de pan que se sumergen en la gran bodega de estos almacenes que no están abiertos al público, sino que atienden a un mercado online que exige inmediatez que empresas como Glovo o Amazon están dispuestas a satisfacer (y otras cadenas españolas ya los imitan como El Corte Inglés, Mercadona, Día, etc.). No hay cajeras, solo personas que se encargan de preparar los pedidos para la cada vez más larga fila de repartidores que, al menos en España, son personas migrantes que no pueden obtener la regularización de sus papeles debido a una dura Ley de Extranjería que criminaliza especialmente a las personas más pobres y con menos recursos. 

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Hubo un tiempo, en la segunda década del siglo XX, en el que las personas migrantes llegadas en barco de España a América Latina no eran vistas como invasoras, sino como personas que buscaban un futuro mejor. Tal es el caso de Lorenzo Servitje, cuyo padre, Juan Servitje, migró a México junto a su familia y en 1928 abrió su propia pastelería bajo el nombre de El Molino. Entonces patentó la “Higiénica Múltiple Póo”, una máquina que hacía bolillos y que Lorenzo Servitje empujaría hasta consolidarla como una de las pastelerías favoritas del centro de la Ciudad de México, no solo por su pan, sino porque amplió el negocio a la elaboración de chocolates que distribuyó en cines hasta convertirse en las populares marcas Barcel y Ricolino.  

Todas estas marcas me resultan conocidas porque irremediablemente me llevan a pensar en mi infancia que, aunque sea con recuerdos vagos, sigue siendo el pilar de la conformación de quien soy ahora. Las veces que sueño con la idea de estar habitando un hogar, el escenario suele ser la casa de mis padres, donde nací y pasé los primeros cinco años de mi vida, donde muchas veces acompañé a mi madre a comprar algo para cenar los viernes de fin de quincena -En México, se paga el salario cada quince días-, contando monedas para comprar pan hecho en el día y mantequilla. Recuerdo que mientras mi madre hacía el ritual de escoger la barra de pan más caliente y pedir una barra pequeña de mantequilla ‘de la buena, no solo grasa’, yo miraba la sección de Bimbo-Marinela-Ricolino con el deseo de que un día, por fin, me dijera que sí podía comprarme algo. No sucedió mientras vivimos en esa casa. 

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Nunca me faltó nada, pero conforme me fui haciendo adulta me volví más consciente de que crecí siendo una niña pobre y que esas monedas que rascaba mi mamá y su negativa a comprar pan Bimbo o dulces de sus filiales eran una mezcla de su apretado presupuesto con una postura frente a los alimentos procesados. “Seré pobre, pero no pendeja”, su lema. Que, sin embargo, cambió no porque ella se diera cuenta de los beneficios del pan Bimbo como alimento, sino como una solución fácil al escaso tiempo que tenía cuando comenzó a trabajar a jornada completa. Así fue como pasé de la educación primaria sin poder comer productos Bimbo a desayunarlos todos los días: todos los días un sándwich de jamón, hasta llegar a tirarlos en el patio del instituto por ya no poder más. “Compras pan Bimbo -le decía a mi hermana mayor-, pero no del blanco, que oí que ese no se lo comen ni las ratas, sino del integral. Que alimente algo”. 

Que tuviéramos pan Bimbo en nuestra despensa, además de responder a las dobles jornadas de trabajo que mi mamá se repartía con mi hermana, también respondía a que ya no era un lujo para nosotros, sino algo constante que en el fondo despreciábamos por lo simbólico que era: nuestra madre no estaba en casa y además, el pan, pastoso y sin sabor, no podía competir con el olor de las enchiladas, pambazos y tacos que vendían señoras dentro de la secundaria pública a la que yo asistía. 

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Una especie de ilusión de bonanza compartida era la que vivíamos: mientras que los ingresos en casa aumentaban (aunque se gastaban de igual forma), la industria Bimbo se instalaba en nuestra alacena y nacionalmente se perfilaba para ser una de las empresas más ricas del país al ser beneficiada en aquellos años por el gobierno de Carlos Salinas de Gortari. 

Hace un par de años, cuando ya tenía viviendo un tiempo en Madrid, confieso que me emocioné cuando fui al supermercado de al lado de casa y vi que distribuían Pingüinos Marinela, de Bimbo. Para mí, el Osito Bimbo y el color azul metálico que guarda no dos, sino tres “cup cakes” sabor chocolate son exactamente igual de accesibles, inmediatos y evocan mi preadolescencia. De vez en cuando los compro, especialmente en los días difíciles. Porque los vicios son así: no respetan posturas políticas ni conciencias, son. Y los alimentos ultraprocesados se consumen por ser. 


No importa si sabemos que son una droga, tienen alto contenido de azúcar (36 gramos, el 144% del total recomendado para un día en el caso de los pingüinos) y nulos nutrientes; tampoco importa que los componga una larga lista de ingredientes (38 en los esos panecitos de chocolate) entre aditivos y elementos sintéticos. Los consumimos porque quitan rápidamente el hambre, te sientes saciada y además te dan un shot de azúcar que levanta cualquier cansancio físico o emocional.


Es un negocio redondo, por eso ha sido posible su expansión monopólica, especialmente en América Latina, porque aunque Bimbo tiene presencia cultural y económica en España, las cosas, al menos al inicio, no le fueron fáciles. Jaime Jorba, uno de los socios fundadores de México, en 1978 al tratar de reproducir el mismo modelo de negocio en España, se encontró con un panorama distinto: “Fue un error creer que los trabajadores españoles se comportarían igual que en México, los sindicatos exigieron mucho y poco después se convirtieron en el yugo que terminaría con Bimbo España”, reconoció Jorba en el libro escrito sobre la historia de la empresa

La capacidad con la que se puede establecer un monopolio de alimentos ultraprocesados en América Latina tiene que ver con las regulaciones laxas y permisivas de cada país. En México, por ejemplo, es de dominio público que la familia Servitje -fundadora y hoy dirección general de Bimbo- tiene una fuerte influencia dentro del ámbito político y que su postura religiosa conservadora, cercana al Opus Dei y soporte financiero de los Legionarios de Cristo, se extiende debido a la llamada filantropía que ejerce. A través de sus empresas, dice apoyar el desarrollo rural dando créditos a tienditas y dice también crear conciencia sobre el medio ambiente y la alimentación

Bimbo se afianza así en distintos sectores de la sociedad mexicana, ya sea por alianzas estratégicas, ya sea por las dádivas que ofrece a quienes no tienen sus capacidades cubiertas. Es una empresa poderosa con presencia en 33 países de 4 continentes y que, según su propio sitio web, tiene ventas anuales por 15.4 mil millones de dólares. Pero su crecimiento económico, como es de esperarse, también se vincula con las condiciones laborales de sus empleados. 

Entiendo cuando Jorba explicaba que los sindicatos lograron tener una presión social importante al tratar de establecerse por primera vez en España. Lo entiendo porque mi mamá empezó a trabajar a jornadas completas en mi época adolescente, lo hacía para la pastelería El Molino, pieza base del actual imperio de los pastelitos azucarados. Mi madre, que nunca ha estado sindicalizada, tenía duras jornadas de trabajo que solían ser de siete de la mañana a las cuatro de la tarde cuando le iba bien y, cuando no, trabajaba una jornada de nueve de la noche a las ocho de la mañana. Por ese tiempo vivíamos en la llamada zona metropolitana de la Ciudad de México, así que además tenía que invertir tres horas de su tiempo para llegar a la calle 16 de Septiembre, sede de la pastelería. Once horas trabajando y tres de viaje. Total: 14 horas fuera por día, para trabajar.  

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Mi madre no necesitaba quejarse para que nosotras entendiéramos que estaba cansada, pero como la mayoría de las personas trabajadoras en México, se sentía tranquila de estar afiliada al seguro médico del IMSS (estatal) y de recibir aguinaldo, aunque el sueldo no fuera alto. El gusto le duraba poco, los contratos eran solo por temporadas y a veces no le pagaban las horas extras como el supervisor les había prometido. Había quejas, sí, pero la cultura de ponerse la camiseta, ser fiel a la empresa y la estricta disciplina religiosa permeaban hasta la base de los trabajadores con quienes mi mamá convivía. Sin embargo, el principal obstáculo para que mi madre pudiera mantener su trabajo se debía a la naturaleza de su contrato. Solo existía la posibilidad de trabajar por temporadas específicas, recuerdo con especial énfasis la época del Pan de Muerto y la Rosca de Reyes. Luego, si acaso, unas cuantas semanas más, no se podía ingresar de planta -con empleo estable y no contrato temporal- aunque cumplieras con los resultados esperados. En México, la desregularización del mercado de trabajo, aunada a una corrupción dentro de los líderes sindicales que son aliados de los empresarios antes que de los trabajadores, ha mantenido a millones de personas en condiciones precarias durante décadas. 

Por este tipo de situaciones es que cuesta entender que el Osito Bimbo, parte de una empresa que amasa una fortuna de 2,600 millones de dólares, de pronto en 2021 aparezca en las redes sociales como un símbolo de libertad frente al Estado. ¿Qué clase de libertad social puede exigir una empresa que busca todos los recovecos legales para burlar leyes que buscan atender a los problemas de alimentación que vive al menos el 60% de la población mexicana? 

Bimbo fue una de las empresas, junto a Coca Cola-FEMSA, que buscó bloquear la ley del etiquetado frontal en alimentos para informar actualmente a consumidores sobre la excesiva concentración de azúcar, grasas y sodio que tienen sus productos. Pero además ha ido más lejos: se ha negado a desaparecer de los empaques de sus productos a su icónico oso. La nueva ley mexicana prohíbe el uso de personajes en alimentos, pero Bimbo ha decidido ponerlo en sandwicheras o incluso en servilletas o en el pan mismo (Hotkis Bimbo). El rostro del oso Bimbo, en estas circunstancias, se asemeja más a una burla para el Estado y consumidores que a un gesto amistoso. 

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Esta postura, que muchos usuarios de redes sociales han tomado como divertida y algunos como estandarte para demostrar su descontento frente a la actual administración, no es sino la muestra del poder que la ya transnacional Bimbo ejerce en México y del nivel de respaldo que tiene por parte de un sector conservador de los políticos de derecha para seguir actuando como desee. Y lo que la empresa hace es jugar a la doble moral: por una parte contribuye directamente a la mala alimentación de las y los mexicanos, por otra, hace campañas altruistas en la pandemia regalando productos a personal médico. Lo que la mercadotecnia tiene bien estudiado y nos permea, conozcamos o no su nombre de “socialwashing”. 

No se dice pan bimbo: Se dice PAN (el partido político católico y conservador que es su aliado), se dice iglesia, se dice desnutrición y obesidad infantil. No queremos recordar esto. No queremos llevarlos siempre con nosotros ni sobre la espalda de trabajadores precarios aquí en Madrid, Colombia, Brasil o Ciudad de México. Queremos que paguen impuestos, que acaten las leyes, que dejen de hacer lobby. Eso es lo que hay que poner sobre la mesa cuando se habla del pan Bimbo: desnutre familias mientras enriquece a la octava familia más rica de México. No más pan, no más circo.

*Por Brenda Navarro para Bocado / Imagen de portada: Nacho Yuchark.

Palabras claves: Alimentación, infancias, México

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