Ser en la vana noche el que cuenta las sílabas

Ser en la vana noche el que cuenta las sílabas
15 septiembre, 2021 por Gabriel Montali

Hay algo permanente en el arte: cada contexto histórico vuelve a plantear la pregunta sobre los vínculos entre ficción y política. En las últimas semanas, la serie El reino, producida por Netflix en la Argentina, desató varios debates que recuperan esa inquietud desde un aspecto en particular: ¿qué sucede con la ficción cuando cuenta historias a partir de arquetipos?

Por Gabriel Montali para La tinta

Hace unos años, en plena irrupción del debate sobre el lenguaje inclusivo, Sol Minoldo y Juan Cruz Balian recuperaron una de esas anécdotas que te sacuden la estantería. La anécdota tenía como protagonista a la escritora Claudia Piñeiro y ocurrió durante una charla en la cual un señor explicaba por qué no es correcto decir presidenta. “Presidente es como cantante”, decía el hombre con ese pacatismo medio buchón, ese servilismo de las reglas, que es el loop de quienes se creen directores del VAR lingüístico. Y agregaba: “Aunque parece un sustantivo, es otro tipo de palabra, un participio presente, o lo que quedó de los participios presentes del latín. Una palabra que señala a quien hace la acción: quien preside, quien canta. Justamente, no tiene género. ¿Vas a decir la cantanta?”. Luego de un breve silencio en la mesa, Piñeiro respondió con astucia: “¿Y sirvienta tampoco decís? ¿O presidenta no, pero sirvienta sí?”.

Como buena escritora y como destacada feminista, Piñeiro sabe muy bien que la lengua es mucho más que un conjunto de normas y definiciones de manual.

Foucault decía que la lengua es, ante todo, un instrumento de poder tanto como un territorio de luchas por el poder: el poder de definir cómo vamos a pensar, interpretar, nombrar y calificar todo lo que conocemos, todo lo que nos sucede.

La carga de significados históricos y simbólicos que podemos encontrar en palabras como “blanco” o “negro” –en esencia, dos adjetivos, aunque funcionan casi como sustantivos cuya polaridad distingue lo supuestamente puro de aquello que, por supuestamente abyecto, merece estigmas y represión– pone en evidencia que todas las formas de desigualdad social se instituyen, a la vez, dentro y fuera de la lengua, al tiempo que la lengua resulta imprescindible para crearlas, nombrarlas, justificarlas o refutarlas. De ahí que especialistas como Tzvetan Todorov o Anibal Quijano definan esas palabras como el reverso lingüístico de la conquista española, es decir, como el resabio de un proceso en el que la conquista material fue –y aún es– indivisible de la lengua que ese proceso creó para dotarse de sentido y para legitimar las desigualdades que dejó como resultado.

Pero el poder de la lengua, al mismo tiempo, es un poder limitado e insuficiente, ya que entre nosotros y las cosas siempre existe una distancia. De hecho, el lenguaje es en sí mismo el testimonio de esa distancia: un corte arbitrario, un artificio que prueba que lo real solo nos es accesible a través del filtro de nuestra mirada, que está condicionada por la clase social a la que pertenecemos, por el tiempo histórico y el país en el que hemos nacido. También por el género, la edad, la etnia, los gustos y la lista de factores podría seguir. “El ojo es siempre social”, decía Jesús Martín-Barbero para remarcar que lo único verdaderamente real es ese filtro. Lo otro, lo que está más allá de “esa jaula flexible e invisible”, diría Carlo Ginzburg, es un resto de sentido que todo el tiempo nos elude con gambetas maradonianas.

Borges le dedicó varias páginas al tema. “El origen de la metáfora fue la indigencia del idioma”, dice en el ensayo “Examen de metáforas”, publicado en Inquisiciones, lo que sugiere que el arte, en este caso, la literatura, no es algo que hayamos inventado para contar con una herramienta que nos permite una interpretación definitiva de lo real, sino que es al revés: es porque no podemos agotar lo real que necesitamos esa herramienta.

La idea se repite en un verso feliz de El oro de los tigres: “Ser en la vana noche el que cuenta las sílabas”, donde la ambigüedad del adjetivo acentúa la dualidad entre la noche de la ceguera y la opacidad del lenguaje, los límites que nos impone todo ejercicio de representación.

La polémica

Como escritora y feminista, Piñeiro sabe que el reconocimiento de esas dos facetas de la lengua constituyó el más importante de los debates que atravesaron, y reformularon, los campos del arte y de las ciencias sociales a lo largo del siglo XX. Por eso, su respuesta a las críticas que ha recibido la serie El reino, de la que es guionista junto con el cineasta Marcelo Piñeyro, no deja de llamar la atención.

En estos días, especialistas en estudios religiosos como Pablo Semán, Alejandro Frigerio y Marcos Carbonelli, sociólogos e investigadores del CONICET, calificaron a la serie como una representación caricaturesca de los evangélicos. En parte por su retrato de los pastores como una mafia que utiliza los motivos espirituales para acaparar dinero y poder, estereotipo que exige matices debido al rol de contención social que no pocos pastores desempeñan en los barrios. Y en parte, también, por reducir a la feligresía a la imagen de idiotas irracionales o fundamentalistas fáciles de manipular. Es decir, la asociación lineal con la caricatura de Ned Flanders, otro prejuicio que dice muy poco de la identidad evangélica y muy mucho de lo que los cristianos seculares pensamos que son.

A juicio de Frigerio, esas concepciones no solo reproducen el estigma de un mundo escindido entre civilizados y salvajes o racionales y oscurantistas, sino que representan, al mismo tiempo, una paradoja: “En una época en que se valora la reivindicación de identidades minoritarias de todo tipo (de género, racialidad, etnicidad), la reivindicación de las identificaciones religiosas, por el contrario, continúa siendo evaluada negativamente”.

el-reino-serie-netflix-5
(Imagen: El reino)

Sin embargo, sería un error reducir el debate al modo en que son retratados estos colectivos, así como al carácter autoritario de muchas de sus prácticas y posicionamientos, hecho que los especialistas, por supuesto, no niegan: “En parte del mundo evangélico, se ignora hasta qué punto causa dolor la oposición a la agenda de diversidad y de género que es fuerte en sus filas. Ignoran incluso que ese dolor es infringido hacia personas que son evangélicas y reivindican reconocimientos y autonomías, aunque sus pastores y pastoras no lo sepan o no quieran saberlo”, dice Semán.

La controversia desatada por la serie nos coloca, además, frente a otro conflicto: ¿qué desafíos plantean los temas de actualidad a los actores culturales –periodistas, artistas, científicos, etcétera– en un momento histórico en el que cuesta encontrar un afuera de los discursos dogmáticos y las perspectivas totalizantes?

Es aquí donde la respuesta de Piñeiro a las críticas resulta, cuanto menos, problemática.

¿Puede la ficción ser inocente?

Para la escritora, El reino, como toda ficción, “es mentira”, aunque una mentira que no pretende engañar “porque advierte que lo es y se define a sí misma en el contrato ficcional”. De ahí su queja porque “algunos le piden más de lo que es a la ficción” o, bien, “Se le pide, casi, que no sea ficción, que quien la creó acepte algunas indicaciones que pretenden poner límites a la libertad creativa”. Y remata: “La libertad creativa es un derecho que, felizmente, hoy no solo no se discute, sino que, ante ataques, nuestra sociedad defiende como un valor que no estamos dispuestos a perder”.

A contramano de sus reflexiones sobre el lenguaje inclusivo, ahora parece que, en ciertos ámbitos, la lengua puede ser inocente y, por ello, inimputable. Parece ser que la ficción, en tanto lenguaje, no tendría nada que ver con la política, ya que no participaría de los juegos de poder ni de las pujas por la construcción de sentido.

De esa manera, a partir de un corte bastante elemental, que supone que en ciertos discursos no hay nada de imaginación, mientras que otros son terreno del sublime divague imaginario, ahora resulta que la ficción no corre el riesgo de convertirse en vehículo de ideas capaces de reforzar estigmas o, por el contrario, de discutir las representaciones fundadas en el sentido común.

Desde esta perspectiva, entonces, daría lo mismo contar una historia en la que “presidente” lleve firme la “e” y “sirvienta” la insustituible “a”, o contar otra en la que esas imágenes sean puestas en tensión. Y no en la tensión demagógica del pedagogismo al que parece aspirar El reino, sino, apenas, en la tensión de ese real que se nos fuga en la complejidad de su ambivalencia.

Quizás, para los guionistas de la serie, en su confusión entre crítica y censura, ambas opciones sean equivalentes porque, después de todo, una y otra se equiparan en su condición de simples mentiras.

Pero de ser así, si El reino solo pretende ser una fábula, a qué viene entonces el énfasis de los guionistas por lo verosímil. A qué viene su detallismo en la representación de los rituales, la omnipresencia de las cruces o el vestuario entre nerd y acartonado de algunos personajes, referencias que, según los críticos, constituyen imágenes muy poco precisas del universo evangélico y remiten, más que nada, a los estereotipos que pesan sobre ellos. Y qué decir entonces del tono de retrato de época que se busca, entre otras cosas, mediante las reminiscencias al fenómeno Bolsonaro. Reversos con afán realista de la metáfora que componen los primerísimos planos del rostro de Diego Peretti, con su nariz aguileña y su estampa forzada de Michael Corleone de la nueva cosa nostra.

el-reino-serie-netflix-2
(Imagen: El reino)

En realidad, son esos recursos los que nos muestran que estamos frente a una serie que se regodea en una estética conservadora. Y lo que define a una obra como tal no depende ni de sus elecciones genéricas –que pueden ser más o menos fantásticas o realistas– ni de su deseo o su desinterés por proclamar algún tipo de denuncia. Es más, una obra puede ser de derecha y no por ello será conservadora. ¿Quién afirmaría algo semejante sobre la etapa antiperonista de Cortázar?, por ejemplo.

Al contrario, el conservadurismo estético no surge de esas combinaciones, sino de la confianza del autor en las posibilidades representativas del lenguaje, sea por la vía del dogmatismo ideológico o por su retroceso hacia una concepción mimética del arte, esto es, a la creencia de que las cosas son lo que pensamos que son y que el arte, para terminar de embarrarla, puede ser el reflejo exacto de una realidad sin fisuras.

Por eso, El reino se acerca más a la narrativa de series como Narcos o El patrón del mal, con la unidimensionalidad de sus personajes y su representación estereotipada de América Latina como enclave de la delincuencia, los tiros y la corrupción, que a la narrativa de series como Breaking Bad, con sus capas de sentido y sus personajes ambivalentes.

Al pastor Emilio, por cierto, le faltan todos los grises que le sobran a Walter White: victimario y al mismo tiempo víctima de su condición de basura blanca, de desecho de un orden contra el que se rebela, pero con una rebeldía que presagia la asonada de los nuevos libertarios, ya que lo impulsa menos la injusticia de su sueldo miserable que la herida narcisista del éxito individual no correspondido.

“No hay que caer en la solemnidad porque la solemnidad te liquida”, dice Fabián Casas. Y como los guionistas notan que por momentos se pasan de mambo, ahí está el personaje de Tadeo, el pibe con aura de santo interpretado por Peter Lanzani. Un Jesús de Laferrere abstemio que divide el relato entre su bondad y la maldad del pastor. Dos figuras antitéticas, a tono con los discursos políticos del nuevo milenio, sobre los que la serie construye su narrativa de tribunal: cada personaje sube al patíbulo a recibir el juicio de los guionistas y los espectadores. Porque la maldad, después de todo, es algo que solo sucede en el patio del vecino.

el-reino-serie-netflix-3
(Imagen: El reino)

Dije que El reino no es reflejo de nada, salvo por una cosa: es reflejo del auge de una industria cultural despolitizada que apuesta cada vez más a la producción de ficciones que no desafían las subjetividades de sus audiencias. Regla de oro del algoritmo en tiempos de posverdad: historias estereotipadas y predecibles dirigidas a públicos transnacionales cada vez más homogéneos y conformistas.

En todo caso, vale la pena verla para plantearse una pregunta: ¿propone la serie una política estética eficaz para discutir la amenaza de una realidad cada vez más excluyente o acaso su estilo discursivo nos mantiene en el epicentro del régimen de desensibilización neoliberal, con su creencia mesiánica en un lenguaje transparente, totalitario y cristalizante que impide imaginar otros mundos posibles?

“El demonio es la política”, dice el personaje de Mercedes Morán en una escena clave del tercer capítulo. La frase funciona como leitmotiv de la serie, pero en un sentido inverso al que propone su contenido. Y es que quién necesita los conflictos e inquietudes que supone la política cuando puede confirmar, por menos de quinientos pesos por mes, lo sólidas que son sus convicciones sobre el resto del mundo.

*Por Gabriel Montali para La tinta / Imagen de portada: El reino.

Palabras claves: argentina, Series

Compartir: