La locura de la luz: apuntes sobre la muerte

La locura de la luz: apuntes sobre la muerte
8 septiembre, 2021 por Verónica Cabido

Por Verónica Michelle Cabido para La tinta

Ni el sol ni la muerte pueden mirarse de frente.
François de La Rochefoucauld

Un hombre atribulado por la inminencia de su propia muerte corría por las calles de un barrio de la ciudad de Córdoba. Él sabía que se iba a morir. Pero no como todos nosotros, que nos sabemos mortales. El pedía ayuda porque tenía un grado de certeza mayor que el que nosotros tenemos respecto de nuestra propia muerte. Su muerte sucedía en gerundio, aunque aquello sea imposible. Su errático derrotero, que involucró piedrazos a viviendas, gritos de auxilio, y daños materiales, culminó al ser detenido por la policía, momento en el que pierde el conocimiento. Tras llegar la ambulancia, constataron que acababa de morir.

El episodio sucedió en la madrugada del pasado viernes. El hombre corría y gritaba por las calles del barrio Los Boulevares anunciando su propia muerte. Los vecinos percibieron los ruidos y gritos y dieron aviso a la policía. Según informaron, a su paso destrozó autos y dañó viviendas, golpeando puertas y ventanas. Antes de ser detenido por la policía y morir, tal cual como lo venía anunciando, el hombre corrió varias cuadras hasta ingresar a un barrio privado, donde se desnudó completamente y continuó arrojando piedras a casas y autos.

El estado en el que éste se encontraba fue descripto por la Fiscalía como “excitación psicomotriz”. Las causas materiales que determinaron la muerte serán esclarecidas con los resultados de la autopsia. A los ojos de cualquier persona que ve la escena como espectador, o conoce la noticia como lector, podría decirse de aquel hombre que estaba bajo los efectos de sustancias psicotrópicas, o tenía alguna afección mental. De cualquier manera, se diría que estaba fuera de sí. A los gritos, desesperado, sin ropa, solo con la certeza de su muerte. Tal vez más en-sí-mismo que nunca, pues, ¿hay un acaso un compromiso mayor con la propia existencia que saber aquella inminencia de la propia muerte?

Para Heidegger, la muerte es “la posibilidad más propia del Dasein”. El Dasein, es el ser humano por su propio ser, su existencia, el ser/estar en el mundo. Y es la posibilidad más propia, en tanto nadie puede morir por otro, cada muerte es propia de cada existencia.

Alguien puede salvar la vida de otro, sacrificándose a sí mismo, pero nadie puede morir la muerte de otro. En ese sentido, la muerte nos “individualiza”, solo podemos ser nosotros ante nuestra propia muerte. Nadie puede estar “fuera de sí” ante su propia muerte. Pero al mismo tiempo la muerte está siempre fuera de nuestro alcance. Ya que ser alcanzado por ella, implica la negación del propio ser. El escritor Maurice Blanchot se preguntará “puedo yo morir?” y aquello no hace más que envolvernos en una paradoja. Ya no somos cuando morimos, la muerte nos elimina, y a su vez es allí donde más somos.

Pero, ¿Cómo nos relacionamos con la muerte los vivos? En un texto de John Berger, compuesto por doce postulados sobre la muerte, el último de ellos nos interpela a los vivos: “Hasta antes de que la sociedad fuera deshumanizada por el capitalismo, todos los vivos esperaban alcanzar la experiencia de los muertos. Era ésta su futuro último. Por sí mismos, los vivos estaban incompletos. Los vivos y los muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo esa forma moderna tan particular del egoísmo rompió tal interdependencia. Y los resultados son desastrosos para los vivos, que ahora piensan en los muertos como los eliminados”. Aquella eliminación sobre la cual todo ignoramos, por lo general es vivida (por los vivos) con gran temor cuando se trata de la propia, y con dolor cuando refiere a la de un ser querido.

Quizás por eso muchas personas buscan refugio en la idea de seguir viviendo de algún modo. Con frecuencia se habla de la muerte como un cambio de morada. Quien muere, va a otro lugar, según la tradición cristiana ese lugar será mejor o peor, en función de cómo haya obrado el muerto (en vida). Quienes son creyentes, suelen negar la realidad última de la muerte, afirmando que existe otra vida, un más allá. Predican, de alguna manera, el ateísmo de la muerte. Negarla, no solo puede envolvernos en razonamientos contradictorios, sino que conduce a rechazarla como si no fuera algo constitutivo de nuestra humanidad, en tanto mortales.

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(Imagen: fotograma película «Sueños» de Akira Kurosawa)

De cualquier manera, lo cierto es que la desconocemos. Platón, en Apología de Sócrates, versiona el discurso que éste pronunció como defensa ante los tribunales atenienses, en el juicio que lo acusaba de corromper a la juventud y no creer en los dioses: “¿Qué es, jueces, temer a la muerte, sino atribuirse un saber que no se tiene? ¿No es imaginarse que se sabe aquello que se ignora? Porque finalmente, nadie sabe qué es la muerte, ni si ella es para el hombre, tal vez, el mayor de los bienes. Y a pesar de ello se le teme, como si se supiese que ella es el mayor de los males… Más he aquí el momento de irnos, yo para morir, ustedes para vivir. Mi suerte y la de ustedes ¿cuál es la mejor? Nadie lo sabe, salvo la divinidad”.

Aquel hombre corría a los gritos ante la mirada atónita de los vecinos, estaba desesperado y pedía auxilio porque sabía que se iba a morir. Según el relato periodístico, estaba desnudo y arrojaba piedras contra las viviendas y rompía todo lo que se encontraba a su paso. Para Bataille, en verdad la que queda al desnudo ante la muerte es la debilidad del orden real: “La muerte, en efecto, traiciona la impostura de la realidad, no solamente en lo de que la ausencia de duración recuerda la mentira de ésta, sino sobre todo en lo de que es la gran afirmadora, y como el grito maravillado de la vida. El orden real no rechaza tanto la negación de la realidad que es la muerte como la afirmación de la vida íntima, inmanente, cuya violencia sin medida es para la estabilidad de las cosas un peligro, y que no se halla plenamente revelada más que en la muerte.”

A la mayoría de nosotrxs, la certeza de la muerte irrumpe en la temprana infancia, y a partir de allí nos acompaña toda la vida. Nos vuelve pensantes, reflexivos, aun cuando no sepamos nada de la muerte, aun cuando no sepamos qué se puede pensar sobre ella. Nos obliga a pensar sobre la vida. La muerte, la propia, es la que llena de sentido nuestra existencia. No solo la muerte en sí, sino saber que ésta acontecerá, y desconocer cuándo. La gran mayoría de nosotrxs no sabemos con precisión cuándo habremos de morir, ignorar ese detalle nos acompaña hasta el momento final. Como el sol, no puede verse de frente. Aquel que vió directo al sol de la fatalidad se lanzó a la calle con la razón enceguecida por la locura de la luz y arrojó su certidumbre como una piedra contra el orden real.

Él sabía algo que nosotros no. A los ojos de los otros, tan mortales como él, aunque más ignorantes, aquellos eventos pueden solo estar unidos por la casualidad: El solo sentía en vida que la muerte ocurriría, y casualmente, la muerte aconteció. La causa material de esa muerte se establecerá oportunamente, y nos reconfortaremos en la ilusión del orden íntimo. Pero lo que ha perdido el orden real no es un miembro de su sociedad, sino su verdad. La muerte, aquella negación del orden real, se nos presenta inasequible. Aquella imposibilidad, para Spinoza, solo nos devuelve a lo importante: “Un hombre libre en nada piensa menos que en la muerte, y su sabiduría no es una meditación de la muerte, sino de la vida”.

*Por Verónica Michelle Cabido para La tinta / Imagen de portada: Gatopardo.

Palabras claves: filosofía

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