Definitivamente Redondos, a veinte años de una historia sin par

Definitivamente Redondos, a veinte años de una historia sin par
4 agosto, 2021 por Redacción La tinta

Si las despedidas son esos dolores dulces, el viaje hacia un pasado ya lejano puede difuminarse o volverse leyenda. El legado de Patricio Rey tiene algo de todo aquello y la vigencia de una banda irrepetible, que refleja aún hoy una manifestación cultural única.

Por Santiago Somonte para La tinta

Barrio porteño de Retiro, tres de agosto de 2001, año maldito.

A unos metros de dos micros estacionados sobre la avenida, decenas de jóvenes de una franja etaria al menos, flexible, se juntan en grupos mientras atardece en la ciudad. A contramano de oficinistas, empleadxs y buscas que huyen de ese punto harto neurálgico, esperan por la hora de salida rumbo a Córdoba, como parte inicial de un ritual narrado en múltiples crónicas acerca del ¨fenómeno¨ de Los Redondos: no se trata de obviarlo sino indagar en aquello que envolvía a ese encuentro natural, amistoso, que se fue replicando en los estertores de la cultura rock y el quiebre de un proceso social de una década.

Más allá o más acá en el tiempo, la escena de las bebidas espirituosas yendo de mano en mano, humo, bandera y cantito, es fiel reflejo de la extensión de un fin de época donde no quedaba más que el rito grupal, tan espontáneo como intermitente de una sociedad en descomposición, en las que muchas veces la convocatoria musical que reunía a las y los de abajo era en definitiva, una excusa para juntarse. Nos gusta pensarlo así, afirmaba por entonces, el Indio Solari, cantante, letrista, “estampita” de la banda.

Arrancaba entonces el último bondi, multiplicado en centenares de micros y autos rodando desde todo el país. Un peregrinar clásico que venía alejando a la banda, y sus bandas de la hostilidad policial y mediática de Buenos Aires. Desde el comienzo del viaje se canta y arenga, matando el tiempo y la ansiedad hasta la madrugada, prolongación deslucida de la previa de la tardecita. La ruta oscura es puro decorado entre gritos, gente que va y viene en el bus dos pisos habilitado para la ocasión, y canciones ricoteras que se pierden en el griterío. Momentos de abstracción para muchxs de lxs viajerxs; vía de escape superlógica a una nueva vieja crisis nacional.

Como un limbo pendular, con la carga de brebajes y productos ingeridos hasta entonces, la alegría mesurada del inicio se vuelve tensión tras clarear las primeras luces del día, cuando comienza una discusión en el pasillo: dos muchachos de unos treinta años quedan congelados con un brazo en posición de guardia y el otro sosteniendo parte del torso de su oponente; lejos de cualquier acuerdo posible, acusación de robo mediante, ambos estarán sin moverse, activando los sentidos ante un repentino ataque, por mucho, mucho tiempo. La pica quedará el resto del viaje matizada por cantitos populares y temas de la discografía redonda. Lo sustraído no regresará a su dueño. El viaje continua.

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A vivir que son dos días…

Córdoba amanece fresca y nublada, amainando la emoción viajera con tráfico y desorden propio de las ciudades que crecen así, sin más. Los redonditos de abajo como los llamara tiempo atrás la estampita de los redonditos de arriba, se dispersan o acampan alrededor del estadio Chateau Carreras, lugar del show, hoy conocido como el Kempes, más amplio y moderno que en aquel año de la fiebre.

El residencial barrio Cerro de las Rosas, lindante a la cancha mundialista luce movido al ritmo clásico del sábado a media mañana, donde los quehaceres se entremezclan con el ocio y el trabajo, ajeno al viaje de las bandas. El periplo ricotero va de los almacenes a las plazas, de los hospedajes baratos a los bares con fonolas –*máquina que emite cientos de canciones, casi en desuso en la actualidad-. Las cervezas se acumulan en las mesas, los encuentros se multiplican, la ansiedad se hace cantito y bandera, otra vez.

Hay monedas de cambio varias para pagar las birras y los choris que crepitan en las parrillas: pesos –devaluadísimos-, patacones y los bonos locales llamados Lecop Córdoba o LECOR. Once de las veinticuatro provincias usan una moneda paralela, uno de los tantos manotazos de ahogado de una economía yaciente. La gran mayoría de empleadxs estatales y jubiladxs de la provincia cobran por entonces con Lecor, moneda apta para compras en supermercados, y trocable con Lecop para el pago de impuestos nacionales. En ese estado de situación se pueden encontrar en los gruesos ahorros de una familia del Cerro, como en una flaca y gastada billetera de un redondito, tres billetes de distinto origen.


En el aire vuela una moneda sin valor que va cayendo hacia el piso, hacia un final anunciado, hija de una larga ficción de opulencia, a cargo de un líder vacuo y sin respaldo alguno. Juventud a la intemperie, a expensas de un plan vaciador sin salida aparente. Olvidarse de todo eso por unas horas era un estado de excepción, un desahogo regado de alcohol, pogo y euforia. Y si había rumores de final sobre los redonditos de arriba, no importaba demasiado, eran sólo habladurías.


En tanto, desde sus hojas centrales, el diario monopólico de la Docta difunde como sus colegas porteños, las malas nuevas con fruición. Las presiones omnipresentes del FMI, los anuncios de recortes envalentonados por los aún peores augurios del olvidable y remanido Ministro de Economía, que especula a diario igual que el Presidente: son el descaro de una política entreguista; cordobeses sin gracia ni tonada. Unas páginas después, el multimedio ofrece un resumen de la historia de la banda, el infaltable operativo de seguridad, las premoniciones sobre posibles incidentes, y un recuadro: del primero al último, todos los temas que la banda tocará esta -última- vez. En las mesas del bar se discute livianamente sobre su veracidad. Patricio Rey, viejo lobo suelto, hará lo que le plazca corriendo sólo Unos Pocos Peligros Sensatos para comenzar la noche.

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(Imagen: La Voz)

Mientras Los Redondos descansan post-almuerzo en Carlos Paz, las huestes de pibes y pibas se esparcen alrededor de la cancha, bajan de las sierras o apuran el paso del centro hacia el Chateau. No hay tanta billetera que aguante la larga previa, ni Whatsapp para matar el tiempo a lo bobo, ni ánimo de la Policía en permitir gente deambulando. La fila se alarga tras los accesos, bajo la clásica tensión entre público y uniformados. Los antecedentes de la etapa de la masividad de ricota, más allá de alguna visita previa son relativamente buenos: noche sin incidentes en el anfiteatro festivalero de Villa María tres años atrás. Sólo alguna escaramuza y la ansiedad por entrar a empujones distraen las miradas de miles por un rato. Los primeros pasos ya dentro del estadio son también unos segundos difíciles de explicar, intransferibles a la actualidad híper patrocinada de los recitales y las nuevas normas post Cromagnon: no hay complejidad en ello, sino un enorme alivio; evitar bastonazos, arrebatos y pungueos pero sobre todo, la sensación de estar allí dentro más cerca de la hora señalada: solos y de noche.

La tarde se va en cantito y música aleatoria desde los parlantes ubicados al costado del escenario, que marca otro signo de época: la banda más convocante del país actuará a la altura de la mitad de la cancha, recortando la capacidad hacia el campo y la platea central, donde luce una bandera cordobesa que abarca todo el ancho con las caras de las personas-personajes de la discografía, ilustrada por Rocambole. A propósito, hay un tipo muy parecido charlando en el césped con un grupo de pibes, como un tío entreverado. Muchxs lo confunden con el dibujante y lo abrazan. Lo que parece una gracia, se torna hábito a lo largo de la tarde y él saluda sin mayores explicaciones.


Todo es caleidoscópico en el universo de Patricio Rey: peregrinaciones, escaramuzas, fiestas paganas sin Dios ni ley, letras encriptadas de argot y sutil prosa, rumores y malos entendidos; estigmatizaciones y pasiones desmedidas de un fenómeno nacional, tan suburbano como citadino, a contramano de los coletazos plásticos del neoliberalismo a la criolla de fin de siglo.


Aunque todo va transcurriendo en calma, la desgracia acecha repentinamente a la banda. Un muchacho santafesino cae por un hueco de la platea y fallece horas después. El hecho aislado será novedad amarillista al día siguiente y noticia de ayer cuando suba el riesgo país, aumenten los despidos, o se alargue la agonía de un Gobierno sin chances de reelección, en el preludio del estallido de diciembre. Pero ahora atardece y los cuarenta mil corazones redondos agitan las remeras, porque es un sentimiento que no se puede parar, mientras la banda precalienta en bambalinas. Falta menos para el comienzo y también para el final. Aunque esto último deben ser habladurías de la gilada nomás.

Esto es efímero, ahora efímero!

De pronto, las luces se apagan. Se grita y salta en cada rincón. Hay bengalas de luces rojas, tres tiros cruzando el aire y suena una música con voces de ópera, con tono grave y urgente. Sobre la pantalla un rostro desorbitado gira sobre sí y estalla en miles de partículas amarillentas que brotan hasta cubrirlo por completo. Al instante sale la banda y todo el estadio estalla en un alarido gigante. Skay Beilinson, el hombre de la guitarra, avanza con su viola y agita un acorde. “Holaaa… hola Córdobaaa!”, saluda Solari desde el escenario, y todo se transforma en una celebración popular a cielo abierto. Ya no hay excusas ni angustias para la fiesta entre pares, arriba y abajo. La banda suena fabulosa en medio del ruido que corta la noche fresca en la ciudad del cuarteto. Solari arenga y baila en círculos; abajo la multitud frenética le responde con exactitud las letras que mixturan al pibe que rapiñaba montado a los containers, con el Zumba que le da vacaciones a su corazón, del reciente disco Momo Sampler: personajes de la periferia, moldeados por la estampita, donde se cruzan historias arrabaleras con retazos de las ´experiencias no ordinarias´ curtidas en comunidad allá por los lejanos ´70.

La contracultura del rock sponsoreado y las poses pasatistas ha llegado a los estadios más grandes del país, aunque a muchos les produzca urticarias en sus egos e intereses. A un costado del escenario, tal vez ya hastiada de las tensiones e incidentes de la última década, está la Negra Poly, manager, compañera de Skay y guardiana de los intereses de la banda –de ellxs tres, solía resaltar Solari, reduciendo la participación del resto-. Poly “ingeniera psíquica”, “nueve milímetros” se mantiene atenta a todo. Sabe, sabemos que cualquier problema dentro o fuera, será señalado desde la prensa, como obra y responsabilidad redonda.

La noche discurre entre temas de todas las épocas con una banda consolidada que juega de memoria y un público heterogéneo pero de una fidelidad absoluta. Un largo intervalo renueva la ansiedad de las bandas.


Pronto, Juguetes Perdidos, quizás la canción más hermosa y paradigmática de la banda más popular del país, brinda los destellos de rock y emoción, desatando los nudos que hasta hace unas horas antes signaban los pesares de la multitud. Las banderas en tu corazón a las que refiere el tema interpelan al variopinto público allí abajo. Es la simbología cercana y palpable para la pibada que pinta los trapos a mano en los suburbios de los centros urbanos, la visión alegórica de aquellos fuegos revolucionarios que atravesaron al trío redondo, y una visión esperanzadora o al menos de reparo, en ese comienzo incierto de siglo, envuelto en una crisis local inédita.


Entonces, los redonditos de arriba tocan, saltan y cantan con la gente, porque es un sentimiento que no se puede parar, y el estribillo coreado de Preso en mi ciudad resuena del pasto a las cabezas con un vigor único, como si no hubiera próxima vez.

El final con Ji Ji Ji es un vendaval que emociona a la banda, que a contramano de los anteriores shows decide volver con un bis para cerrar la noche. Solari pregunta qué canción hacer, y al toque, los acordes de Un ángel para tu soledad, gema absoluta de su historia, parece ser un repaso cinematográfico y vertiginoso de todo el viaje, en su acepción más litúrgica. Recrearlo, pensarlo desde una perspectiva que condense las pulsiones personales con un fenómeno sociológico único, puede estar teñido de subjetividades o miradas que limiten la conjunción de todas las partes.

Tras el velo que borronea el paso inexorable del tiempo, las acusaciones posteriores, los caminos elegidos por los integrantes de la banda; la historia de las y los cientos de miles de anónimos que los siguieron alrededor del país, podemos vislumbrar aún una luz fulgurante que nos reencuentra. Aunque pasen los años.

* Por Santiago Somonte para La tinta

Palabras claves: Indio Solari, redonditos de ricota, Rock nacional

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