Castillos, la búsqueda de lo real

Castillos, la búsqueda de lo real
21 julio, 2021 por Gilda

Por Manuel Allasino para La tinta

Castillos es la primera novela de Santiago Craig, publicada en el 2020. La historia, ambientada en la costa uruguaya, relata el día a día de una familia argentina ante la construcción de una rutina durante sus vacaciones: a partir de lo incierto y lo impredecible, comienza una nueva forma de relacionarse con sus vecinos y el lugar. Aparece otra manera de habitar los mismos espacios. 

Julián y Elvira están casados hace diez años, tienen trabajos que no los satisfacen, pero comparten la vocación por escribir. Se van de vacaciones junto a sus dos hijos pequeños a Punta Rubia, Uruguay. En el viaje, Julián percibe ciertos eventos inexplicables: un nene señala el cielo y cae un pájaro muerto, aparece un lagartija destripada sobre la mesa, varias personas, en distintos momentos y sin escucharse entre sí, tararean «Ob-La-Di, Ob-La-Da» de los Beatles. Los sucesos no tienen conexión, pero interpelan a Julián, que se pregunta por su masculinidad, por la memoria y, más que ninguna otra cosa, lo llevan a cuestionar qué es realmente cierto en la vida.

En Castillos, Santiago Craig nos introduce en un mundo incierto donde es posible vislumbrar la sombra creciente de una amenaza. 

libro-santiago-craig-3“Les gustaba veranear en Uruguay porque Uruguay era otro país. Para ir a Uruguay, tenían que mostrar sus documentos en Migraciones, apoyar sus pulgares en un sensor de luz. Les gustaba calcular el valor de la plata, tener que usar billetes distintos, monedas grandes y pesadas. Que la gente no hablara igual, que hubiera otras marcas de golosinas. Les gustaba Uruguay porque era a la vez igual y diferente; era como reflejarse en un espejo abollado. Les gustaba veranear en Uruguay porque, para ir a Uruguay, tenían que viajar. Los chicos dijeron que el barco parecía un cine, y era cierto. Las butacas en fila, la alfombra con arabescos amarillos y rojos sobre un fondo gris, el sonido rasposo de los parlantes. Y ese olor a polietileno mezclado con el del café y el pan tostado. Ese olor a nuevo. Como el barco no iba lleno, ocuparon dos filas de tres asientos. Julián y Elvira adelante, los chicos atrás. Julián le contó a Elvira que abajo, en la bodega, los autos estaban estacionados en bloque, como ladrillos en una pared; que los tipos que los acomodaban eran genios matemáticos, que parecían chinos armando un cohete. Orientales. Elvira se rio fuerte y le pidió a Julián que comprara algo para desayunar. Estaban contentos. El barco todavía no había saludo, pero en el bar ya se había formado una fila. Julián no entendía si los precios de los carteles estaban en pesos uruguayos o argentinos. En cualquier caso, todo costaba muy caro. Había dos tipos en la cola que hablaban de un asesinato. Algo que, durante las últimas semanas, había estado en las tapas de los diarios. Una mujer en una fiesta. Un reencuentro de excompañeros de colegio que había terminado en una orgía, una violación, una tragedia. Así lo decían, así hablaban, con las palabras que les habían puesto en la boca la radio, la televisión, el diario que hojeaban durante el desayuno. Repetían el nombre de pila de la mujer muerta como si la hubieran conocido. Una mina grande, decían, treintipico. Julián conocía el caso, pero no había querido saber detalles. Escuchaba hablar a los dos tipos porque estaban ahí. No importaba lo que decían, importaba cómo.  El tono solemne con el que comentaban el caso era igual al de los nenes cuando hablan de temas serios que son, por su edad, inabarcables. La muerte, por ejemplo, la soledad, el dinero.  Los dos eran pelirrojos, probablemente hermanos o primos. Parientes. Tenían el color de pelo que Julián necesitaba para el mono de su cuento. <<El mono rojo>> podría ser un buen título. Llevaba escritas diez páginas acerca de unos chicos que encontraban un mono perdido y lo escondían en un garaje, pero la historia no tenía nombre todavía. Los chicos estaban en segundo año de la secundaria y vivían en un barrio de Buenos Aires que podía ser Saavedra o Villa Urquiza durante la década de 1990. Creían que habían encontrado al mono porque alguien los había elegido para decirles algo. Dios, el espíritu de un cantante muerto o algún fantasma cualquiera. Creían en el destino. Tenía que haber un significado oculto, trascendente, en el hallazgo. Pero, con el paso de los días, el mono iba a seguir ahí sin hacer nada más que comer, rascarse la cabeza buscando piojos, dormir. Ellos iban a tratar de convencerse de que valía la pena seguir cuidando al mono, seguir gastando tiempo, energía, mintiéndoles a sus padres y profesores. Julián había tomado nota para escribir algunos episodios violentos entre los chicos, pero la tensión de la historia iba a concentrarse en ese mono quieto. El mono tenía que ser para ellos un puente hacia una aventura que no pasara; tenía que sostener en los chicos una ilusión que no se concretaba nunca”.

A partir de lo incierto y lo impredecible, comienza a habitar un peligro que se instala en sus vidas: la familia encuentra en las preguntas cotidianas una de las formas de la felicidad. En uno de los pasajes de la novela, el hijo más chico le pregunta a Julián qué son los detalles y este le responde: «Son lo que hace que una cosa sea distinta de otra. O no». Y en eso insiste la trama: la posibilidad de que esos días en la playa, lejos de la rutina laboral y familiar, se conviertan, a partir de detalles, en un punto de fuga que lo transforme todo.

“A ninguno de los dos les gustaba estar ahí, vivían sus trabajos como una carga impuesta desde afuera, como un castigo. Esa era su concepción, en todo caso, el Paraíso Perdido, la pena por el Pecado Original. A eso se aferraban: estaba escrito. Aunque la plata les alcanzaba, aunque no los conmovía la necesidad ni la ambición de un jardín florido, de una pileta, Julián se comportaba siempre como si estuvieran viviendo en la precariedad. Como si hubiera que soportar todo, porque si no, un día cualquiera, de un momento a otro, todo podía colapsar y venirse abajo. Elvira no era tan apocalíptica, pero se dejaba llevar y terminaba haciendo las mismas cuentas oscuras en el aire. Un humo tóxico que dibujaba entre ellos y la vida una pared fantasma. Hablaban de cuestiones específicas, intercambiaban como figuritas nombres de personas y proyectos que sabían temporales. Cierres, presentaciones, reuniones, planillas, diseños. Se aburrían enumerando anécdotas de lo que, en concreto, con profundidad, terminaban por asumir como un problema inabarcable.  No poder más, no llegar, estar constantemente disponibles y, sin embargo, no lograr planificar una vida ordenada. No era sólo su destino personal, no podía ser una cuestión de suerte: había una falla en el tiempo que les tocaba vivir.  Antes, se decían, las cosas no eran así. Sus padres iban a las oficinas, hacían lo que los encarrilaba, sabían que había un tiempo del trabajo, un tiempo del descanso. Ahora a cualquier hora llegaba una exigencia. Fuera lo que fuera que dijera cualquier mensaje, cualquier correo, cualquier alerta en el celular, su ruidito, su luz breve, reclamaba una atención urgente. Estaban de acuerdo. En eso también coincidían. En el pesar, en el lamento, en la claustrofobia de enredarse con esa miel amarga y pegajosa. Sus jefes, esa personas dedicadas a hacer plata y a pagar impuestos, sin otros intereses visibles, sin búsquedas, se empacaban en tocar botones y en inventar escenarios para mantenerlos siempre activos. Para eso les pagaban: para estar ahí todo el tiempo, alertas como un hámster en la vidriera de una veterinaria. O, a lo mejor, no era para tanto. Podía ser que no hubiera malas intensiones. En el fondo, esa gente, ¿qué sabía? No era maldad, no era perversión lo que los convocaba. Era lo que les tocaba hacer y lo hacían. Los raros, pensaban, eran ellos. Julián y Elvira no estaban ahí. Además de lo que les tocaba, podía haber otra cosa. Algo que los acercara a la utopía de todas las cuotas del mundo pagadas de una vez y para siempre: la escuela de los chicos, el crédito, la obra social, los impuestos, un negocio propio con una alfombra de tres colores en el suelo y un perro echado, un lugar celeste con olor a vainilla en las paredes, con luz natural hasta las ocho de la noche, con ellos dos leyendo, preparando el té, limonada. Charlando amablemente con clientes que entraran a comprarles cualquier cosa, que los reconocieran, poco, a veces, como los autores de sus libros, como los escritores eventuales de diarios y blogs y revistas que habían leído al pasar, que les habían comentado. Una vida con las cosas cubiertas, después de las cosas, al margen de las cosas. En el mensaje, el jefe de Julián le pedía unos archivos, nada que fuera a llevarle más de dos minutos. Lo había mandado a las tres de la mañana. Se disculpaba. No era tan grave. El tipo necesitaba algo, se lo pedía. No era para tanto, pero lo perturbaba. Elvira y Julián, cuando se conocieron, promediando la veintena, se sentían afuera de una gran fiesta. Alguno de los dos había leído una vez, en alguna parte, que su generación, o la generación anterior, o todas las generaciones cuando eran generaciones, cuando promediaban la veintena, cuando eran interesantes para los sociólogos y los encuestadores, vivían frustradas pensando siempre que la fiesta, la verdadera, la que convocaba a todos, la más divertida, estaba pasando en otro parte, mientras ellos se aburrían con la misma gente, haciendo lo mismo, en los mismos lugares. Algo parecido les pasaba ahora, aunque escucharan el ruido del mar y el sol entrara como polvo de oro por los ventanales de vidrio, aunque los chicos parecieran duraznos iluminados y parlanchines, gnomos que tomaban de sus tazas de leche chocolatada como si estuvieran, con cada sorbo, decidiendo qué olores iba a tener ese día el mundo. Aunque no salieran a bailar, ni trasnochar, ni divertirse. No era una fiesta lo que los dejaba afuera esta vez, era otra cosa: en algún lugar, había gente verdaderamente adulta y un orden ancestral que los contenía”.

Castillos de Santiago Craig es una novela en la que hay una tensión entre cómo vivir en familia y cómo estar solos. A su vez, ahonda en los distintos modos de habitar un mismo espacio, de percibirlo, de pensarlo. Ritos y rituales aparecen como motor de búsqueda de lo realmente verdadero de la vida. 

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Sobre el autor

Santiago Craig (Buenos Aires, 1978) publicó el poemario Los juegos (2012) y los libros de relatos El enemigo (2010), Las tormentas (2017, finalista del Premio hispanoamericano de cuento Gabriel García Márquez, mención en el Premio Iberoamericano Cortes de Cádiz) y 27 maneras de enamorarse (2018).

*Por Manuel Allasino para La tinta.

Palabras claves: literatura, Novelas para leer, Santiago Craig

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