Hijas, la amistad como refugio 

Hijas, la amistad como refugio 
24 junio, 2021 por Gilda

Por Manuel Allasino para La tinta

Hijas es una novela de la alemana Lucy Fricke, publicada en 2018 y editada en 2020 por Odelia Editora con traducción de María Tellechea. Betty, la narradora de esta historia, nos relata cómo, junto a Martha, amigas desde los veinte años, se embarcan en una misión sorprendente: llevar a Kurt, el padre de Martha, a un hospicio en Suiza donde sacó turno para morir. En un auto que recorre las rutas europeas, comenzarán un disparatado viaje en el que ambas deberán lidiar con sus conflictivas relaciones paternas y con sus propios demonios.

Con sarcasmo e ironía, Lucy Fricke construye diálogos hilarantes que funcionan como el gran soporte de la novela, en la que las protagonistas saben que las cosas siempre pueden empeorar y que, cuando nada resulta como esperaban, lo verdaderamente sólido es su amistad. 

lucy-fricke-2“En los últimos años, desde que estaba viejo y viudo, su padre la llamaba una vez por semana. Desde que le habían diagnosticado cáncer, dos veces por semana. Para ese entonces ya había hablado con él por teléfono mil horas, de las cuales cinco habrían valido la pena. Hubo explicaciones, verdades y disculpas, incluso declaraciones de amor. De parte de él, claro está. En realidad no es tan mal tipo, me había dicho Martha una vez. Es que no la tuvo nada fácil. Una vez que uno sabía de dónde viene alguien, qué batallas ganó, y mejor aún, cuáles perdió, entonces el canal quedaba abierto para que brotara el amor. Pero seguía habiendo un problema: ¿cómo continuar la relación después de haberse dicho todo? Al final, ya con las cuentas claras, te juntabas a tomar una cerveza y te ponías a hablar sobre la situación política. Con algo de suerte, disfrutabas del silencio compartido. –Hasta su último día no hace otra cosa que pensar en sí mismo -dijo Martha. Lo irónico es que para eso necesita mi ayuda. Ayer a la mañana me llama y me dice algo así como todo arreglado, etcétera. Ya tengo todo encaminado, tengo luz verde. Empieza con lo de pichona y sigue: un último favor. No se lo podes negar a tu padre enfermo. Y digo, claro, quién se puede negar a hacer un último favor. Después al menos se termina todo. No entendía qué era lo que estaba tratando de contarme. –Quiere morir, Betty. Y quiere que yo lo lleve.    -¿Cómo que lo lleves? -A Suiza. La próxima semana tiene el turno. -¿Un turno? ¿Así tan repentino? –No es repentino. Hace meses mandó la documentación, los estudios de resonancia, de diagnóstico, todo. Entró en esa asociación y pagó un fangote de plata. Por eso me anda pidiendo a cada rato. Y yo me preguntaba todo el tiempo por qué no llega con la guita. Pensaba que era porque toma demasiado, pero en realidad se estaba tramitando su retirada a costa mía.  No me digas que no es perverso. Primero hace que su hija le pague su muerte y después le pide que lo lleve hasta ahí.  Mientras que prácticamente todos en nuestro círculo de amigos empezaban a disfrutar de heredar casas, aunque sea la mitad de las casas, y otros se alternaban en las cenas hablando de testamentos e impuestos a la herencia, Martha, que ayudaba a su padre desde hacía años a salir de algún que otro aprieto, como los llamaba él, estaba sentada ahí con una leve sonrisa. Ningún hijo podía escapar de la pobreza de sus padres, el olor se quedaba impregnado. Incluso nuestra manera de caminar lo delataba todo, tan erguidos, rígidos y orgullosos contra toda opresión, sin rastro de desidia. -¿Y no te había contado nada? ¿Qué te cuenta entonces todo el tiempo? -pregunté. –No quería sobrecargarme. Qué fácil decir eso después de pegarte con un palo por la cabeza. Pichona, no quería sobrecargarte. Martha agarró un cigarrillo de mi paquete, algo que solo hacía cuando estaba borracha o desesperada, en general ambas cosas, y empezó a fumar. A su modo. Miró hacia la nada, hizo una inhalación profunda, se quedó pensando. Martha se ponía plazos, también para pensar. Al terminar este cigarrillo la decisión estaría tomada. Para tomar decisiones particularmente difíciles se compraba un habano. Le puso junto a su vaso mi paquete de cigarrillos. –No gracias –dijo. -Este debería bastar. Se le arrugó la frente entre las cejas, e intuí lo que eso significaría para mí. En esta arruga se escondía un pedido, algo que le resultaba difícil de pronunciar, algo que no sabía cómo expresar. Finalmente le saqué de la mano el filtro, ya un tanto quemado. –No puedo –dijo. -Ya ni puedo manejar. No puedo con esto: mi padre sentado a mi lado, las últimas horas juntos”.

Betty tiene una compleja historia familiar y está medicada por depresión. Martha, por su parte, intenta quedar embarazada antes de que su obra social deje de cubrir el tratamiento. En un viejo Golf, mientras Kurt toma cervezas en el asiento trasero y escupe su veneno, Betty y Martha debaten sobre la maternidad, el paso del tiempo, la soledad, la muerte y la decadencia.

La autora reflexiona con acidez y mucho humor sobre los lazos familiares, combinando descripciones precisas con acción y aventura.

“En la pantalla parecía un hotel lujoso; en los hechos, estábamos parados en un lobby pequeño y oscuro, el bar estaba cerrado, la pileta sucia, las habitaciones no estaban listas. Lo primero que hizo Kurt fue desaparecer en el baño. La fachada todavía estaba en restauración, se excusaron. Lo que también significaba: andamios en lugar de una vista al Lago Constanza, y obreros que mirarían a Kurt a la cara cuando abriera los ojos por última vez. Eso era lo que Martha intentaba explicarle ahora al joven de la recepción: que su padre pasaría su última noche en este hotel, verdaderamente la última de las últimas, que era casi tan importante como la noche de bodas, si es que no era más importante aún. Que si alguna vez había pensado en eso… Que si se podía imaginar algo así… Que si alguna vez en la vida se había puesto a pensar en algo, le preguntó. El recepcionista trató de encontrar mi mirada por arriba, buscando protección, al parecer, pero yo solo me limité a asentir. Si con ese gesto quería apoyar a Martha o a él ni yo misma lo sabía.  Lamentablemente, la casa no estaba preparada para recibir huéspedes tan deprimidos, aclaró él, y menos fuera de temporada.  Por supuesto que enviaría una botella de champán a la habitación, si lo deseaban también flores, incluso los maníes corrían por cuenta de la casa, pero estaba claro que para una última noche escaseaban los recursos y también dos estrellas más, dijo y ofreció cancelar la reserva sin costo así como hacer una nueva en el Grand Hotel al otro lado de la orilla. –Arrancar el último día con esa clase de hoteles ya no tiene ningún sentido -gruñó Kurt, quien, sorprendentemente, había vuelto con rapidez del baño -¿Tiene televisor? -era todo lo que le interesaba -Enseguida viene la Maischberger –le dijo a Martha, la miro siempre. No es ninguna boluda la mina. Todo como siempre, que nada perturbe su rutina. Martha se contuvo de hacer algún tipo de comentario. Kurt la miró. –Es lo que yo quiero -dijo él -no me vengan ahora con eso de empezar una nueva vida. La sonrisa de Kurt parecía ser una disculpa por una vida en la que a él las cosas simplemente le habían sucedido. Una vida a la que de golpe había ido a parar. Nos instalamos en dos habitaciones, pedimos que nos recomendaran un restaurante, al que llevamos a Kurt a rastras y en el que comimos unas bondiolas, de las cuales él solo consiguió terminar la mitad. Arriba de su cabeza colgaba un corazón de pan de especias en el que se leía: no hay mal que por bien no venga. Me pedí otro medio litro de Riesling y nos quedamos mirando una escultura de león iluminada, el Lago Constanza planchado como un espejo, barcos en la orilla que se llamaban Constanza o Lindau. Nada rompió el idilio, excepto nosotros. –Es lindo por acá -dijo Kurt -Me hace acordar al Lago Maggiore. ¿Fueron alguna vez? –No -dije yo, ya que Martha ni reaccionó.    –Ahí estuvo Hemingway curándose de su herida de guerra –dijo Kurt -En Stresa. ¿Conocen a Hemingway? Ese sí que tenía aguante. Solo escribía parado. –Por sus dolores de espalda -dijo Martha. –No -dije yo-, por las hemorroides. -¿Tenía hemorroides? –Sí, primero la guerra, después Cuba, mucha comida picante. El pobre tipo apenas podía sentarse. –Pero che, ¡al final criticás a todos los demás escritores, incluso a los muertos! –Usted también escribe, ¿Betty? –Acostada –Ah, ¡qué interesante! No se le nota para nada. –Casi no trabaja -agregó Martha. -¿Y se puede vivir de eso? -preguntó él. –No -contesté yo. Hace tres años que estoy muerta. Debajo de la mesa, Martha me dio una patada en la pantorrilla pero Kurt se rió. –Los muertos –dijo -son los mejores. Gente muy relajada, al menos todos los muertos que me crucé hasta ahora. Sorbió un trago más y se echó para atrás. –Sí -dijo él -el Lago Maggiore. Ahí sí que me gustaría volver. –Pero… -Martha buscaba las palabras correctas -Pensé que querías morir… -Quizá primero me gustaría tomarme un breve descanso. –Es la morfina -me cuchicheó –Lo vuelve loco”.

Hijas de Lucy Fricke es una novela que aborda con maestría literaria el miedo a la soledad y al fracaso. Y a su vez, es un manifiesto sobre la verdadera amistad. 

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Sobre la autora

Lucy Fricke nació en Hamburgo en 1974, trabajó durante muchos años en la industria cinematográfica y estudió escritura creativa en el prestigioso Instituto Literario Leipzig. Ha sido reconocida con varios premios, como el estipendio de la Academia Alemana en Roma y residencias en la Casa Ledig de Nueva York, la Villa Kamogowa en Kyoto y la Academia Cultural Tarabaya en Estambul. Hijas es su cuarta novela, recibió el Premio al Libro de Baviera en 2018 y será llevada al cine en 2020. Desde el 2010, Lucy Fricke organiza el festival de música y literatura juvenil HAM.LIT de Hamburgo, el primero de la ciudad. Vive en Berlín.

*Por Manuel Allasino para La tinta.

Palabras claves: literatura, Lucy Fricke, Novelas para leer

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