Libertarios: ¿qué hay de nuevo, viejo?

Libertarios: ¿qué hay de nuevo, viejo?
28 mayo, 2021 por Redacción La tinta

El Profesor de Historia y Doctor en Ciencias Sociales, Miguel Mazzeo, analizó los planteos del colectivo llamado «libertarios», con mucha presencia en las marchas contra las políticas de cuidado.

Por Miguel Mazzeo para Agencia Paco Urondo

Queda prohibido usar la palabra libertad,/ la cual será suprimida de los diccionarios/ y de la ciénaga engañosa de las bocas./ A partir de este instante/ la libertad será algo vivo y transparente,/ como un fuego o un río,/ y su hogar siempre será/ el corazón del hombre.

Thiago de Mello Los Estatutos del hombre, 1964

Como corriente de pensamiento económico y político, los libertarios no son demasiado originales. Sus ideas son bastante viejas. Tanto o más viejas que las ideas dizque “socializantes” o “comunizantes” que combaten. Aclaremos que, para los libertarios, cualquier praxis o intervención ajena al mercado merece ser catalogada como socialista o comunista. Dicha exageración semántica se funda en el principio delirante que establece que el trabajo (y el Estado) “explotan” al capital.

Aunque comparten algunos lineamientos y fundamentos generales, no son una corriente homogénea.

Simplificando al extremo, podríamos identificar tres grandes afluentes: los “clásicos”, cultores de las versiones más ortodoxas del canon liberal, referenciados principalmente con Milton Friedman y la Escuela de Chicago; los “minarquistas”, partidarios del “Estado cero”, identificados con Ludwing Von Mises, Friedrich Von Hayek y otros autores de la Escuela Austriaca y, finalmente, los “anarco-capitalistas”, cultores del individualismo extremo.

De todos modos, es posible plantear la existencia de una “síntesis libertaria” bien reflejada, por ejemplo, en la obra del economista norteamericano Murray Northbard, autor de libros como Poder y Mercado, La ética de la libertad o Por una nueva libertad. Él fue quien propuso y divulgó formulas tales como “anarco-capitalismo” o “anarquismo de propiedad privada” y articuló las propuestas “minarquistas” de Ludwig Von Mises con los planteos de los “anarco-individualistas” norteamericanos del siglo XIX, especialmente: Lysander Spooner, Benjamín Tucker y los “anarquistas bostonianos”.

La diferencia entre anarco-capitalistas (y algunos cultores de la síntesis libertaria) y los clásicos “puros” radica en que estos últimos no abjuraban del recurso al Estado cuando se trata de defender o salvar a los intereses privados. Por ejemplo, no son demasiado reacios a la ayuda estatal orientada a “los negocios”. Esa, y otras eventualidades por el estilo, están contempladas por su “ontología empresarial”. Los clásicos están muy lejos de los anarco-capitalistas que asumen posicionamientos radicalmente anti-estatales y una activa militancia en contra de los monopolios o las fuerzas armadas (del Estado), o que reconocen el valor de las actividades no mediadas por las lógicas del beneficio y la importancia de algunas empresas comunitarias.

En la Argentina, los clásicos son herederos de una tradición vinculada con figuras como Alberto Benegas Lynch (padre) y Alberto Benegas Lynch (hijo). El primero, fundador del Centro para la Difusión de la Economía Libre hacia 1950; el segundo, presidente de la Academia Nacional de Ciencias Económicas y fundador, en 1978, de la Escuela Superior de Economía y Administración de Empresas (ESEADE). Son varios los referentes actuales de esta tradición que, más que libertaria, se asume como “liberal” y/u “ortodoxa” y que, en la línea de Friedman, jamás renegaría del Estado coercitivo al que, por el contrario, exaltan. Hobbesianos puros, los clásicos nunca podrían plantear, al modo de los anarco-individualistas norteamericanos y sus seguidores, que “la defensa” debe ser una mercancía sujeta a la ley de la oferta y la demanda.


Por su parte, los referentes de las posiciones más cercanas al anarco-capitalismo, los que cultivan una retórica de ribetes más anti-estatistas, “minarquistas” o de “Estado cero”, los que pueden considerarse como exponentes locales de la síntesis libertaria, vienen incrementando su presencia en los medios de comunicación y están decididos a ganar espacios en el derrumbado ámbito público interpelando al neoliberalismo de masas y a sus subjetividades e insatisfacciones inherentes.


Vale decir que los libertarios clásicos están más enraizados en el poder real y son más pragmáticos. Han sabido hacer su aporte programático a las dictaduras militares y a los gobiernos conservadores o neoliberales. Los clásicos ven en el Estado una institución que, si bien puede afectar los intereses privados, en última instancia, resulta clave para defenderlos. En todo caso, aspiran al poder estatal para ponerlo al servicio de sus intereses. Saben bien cuánto depende el capital del Estado y, a diferencia de sus colegas anarco-capitalistas, no exageran a la hora de los cuestionamientos. Los anarco-capitalistas, sin esos arraigos, tienden a poner el énfasis en la función “agresiva” del Estado sobre el interés privado de la “gente común” y el “hombre sencillo” (en especial, sobre sectores de las clases medias), pueden darse el lujo de la demagogia anti-estatal.

Al margen de estas distinciones, en el arsenal ideológico del abanico libertario, podemos encontrar una buena porción de relaciones concebidas como sinécdoques, razón instrumental, evolucionismo, social-darwinismo, euro-centrismo, colonialismo, machismo y fundamentalismo de mercado. Por supuesto, todos los pliegues del abanico libertario consideran que la noción de “justicia” (respecto de los precios y los salarios, por ejemplo) debe ser erradicada de la economía y debe ser reemplazada por nociones tales como la “funcionalidad”. Sin dudas, Adam Smith, quien hace dos siglos y medio abolió la distinción entre subsistencia y economía, e impuso el imperio de la escasez en la economía, es el padre de todos.

También podemos encontrarnos con las típicas falacias neoclásicas, entre otras: la escisión entre producción y distribución, la presuposición del equilibrio, la idea de que el beneficio privado (ordinario o extraordinario) invariablemente se canalizará en una inversión productiva y generará empleo; las ideas que establecen que la baja de los costos de producción eleva la demanda de trabajo, que el gasto público destruye gasto privado, que los impuestos destruyen salarios y riqueza, que los “obstáculos arancelarios” (impuestos a las importaciones por ejemplo) reducen la productividad media del trabajo y el capital nacional, que la imposición de salarios mínimos genera desempleo, que toda intervención en los precios desorganiza la producción, que los contribuyentes constituyen una ínfima minoría en un inmenso océano de “subsidiados” y “funcionarios”. También la idea que plantea que el crecimiento económico es “ilimitado”, que el libre comercio siempre resulta beneficioso para las naciones, que la prosperidad de los y las de abajo no es otra cosa que una “ilusión óptica”; o el presupuesto que considera que las máquinas “economizan” trabajo y aumentan el bienestar económico en lugar de extraer “valor” del trabajo. En fin, una auténtica “dogmática” bien sazonada con la exaltación (romantización) de la libre empresa y la valorización positiva del individualismo, el egoísmo, la voracidad, la competencia, la meritocracia, el emprendedurismo y el éxito “a largo plazo”.

Nada nuevo bajo el sol: unas territorialidades antiguas, una expresión del clásico y grosero materialismo que considera a las relaciones sociales como “propiedades naturales” de las cosas; una visión de la economía donde el único problema es el déficit fiscal y no existen monopolios, concentración de la renta, apropiación de la riqueza, fuga de capitales, condicionamientos estructurales históricos (incluyendo estructuras de propiedad), relaciones asimétricas, catástrofe ecológica, plusvalía, etcétera.

En sus formulaciones más abstractas, estas ideas pueden parecer ingenuas y cándidas, fundadas en el desconocimiento del totalitarismo inherente al mercado capitalista (el “totalitarismo estalinista”, muy a pesar de Mario Vargas Llosa, no le llega ni a los talones), pero su sello más verdadero es el cinismo.

Entre los libertarios, no faltan figuras con inserción académica. En cierta franja del estudiantado, especialmente en carreras de ciencias económicas y administración, en universidades privadas y públicas, hacen notar cada vez más su presencia. Pero este tampoco es un fenómeno tan nuevo. Por cierto, cuando Luwig Von Mises visitó la Argentina en 1959, sus conferencias en la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad de Buenos Aires fueron multitudinarias.

Ahora bien, algunos datos del contexto histórico, ciertas predisposiciones apostólicas recientemente adquiridas, la conformación de un espacio político libertario, un celo sacerdotal en la prédica, la tendencia a revestir sus argumentos con la fuerza de la provocación y una táctica renovada orientada a la disputa ideológica, y, sobre todo, la debilidad política de los potenciales contendientes sistémicos, instalaron a las nuevas versiones de los libertarios como un fenómeno actual y apremiante. Al margen de lo vetusto de sus ideas y propuestas, hay algo en los libertarios que no es del orden de lo arcaico. Y que es sumamente perturbador.

No se puede pasar por alto la apertura de locales políticos de grupos libertarios en el conurbano bonaerense. ¿Por qué el ultra-capitalismo libertario y las filosofías del egoísmo pueden florecer en medio del disloque social que el mismo capitalismo provoca? ¿Cuál es la línea de fuga que los libertarios le ofrecen a los seres solos, frustrados, descreídos y agobiados por un sistema deshumanizador? Ya no se limitan a expresar los prejuicios y odios clasistas de una franja de la clase media acomodada, de esa franja que –usualmente– se caracteriza por su escasa propensión a elevarse a las alturas de la comprensión y la hermandad. Los libertarios, dispuestos a militar los excesos del capitalismo, justo en el centro mismo de esa geografía (y esa geocultura) híbrida, mestiza o “africanizada”, donde la realidad se exhibe sin tapujos y no hay ningún blindaje eficaz contra ella, son la mejor muestra del éxito del “realismo capitalista” del que hablaba Mark Fisher.

Como ha arraigado socialmente la premisa que establece que las situaciones inhumanas son inmodificables, ya no importa determinar los hechos a los que obedece. Si la jungla es la única verdad, si la jungla es irremediable, pues bien, toda convocatoria a ponerse la piel del opresor, a matarse por las migajas del sistema, a explotarse no solo de manera vertical, sino horizontalmente, entre víctimas, a excluirse entre pobres y a discriminarse entre subalternos y oprimidos; todo llamado a erradicar las acciones tendientes a hacerse prójimo; todo relato que exalte la lucha individualista por la sobre-vivencia, adquieren legitimidad. Una parte de la sociedad argentina ha dejado de ser pasivamente reaccionaria y ha pasado a ser activamente reaccionaria.

En el marco de una crisis civilizatoria galopante, ante la universalización del “sujeto burgués”, ante el agenciamiento colectivo del deseo capitalista, ante el auge de “paradigmas de individuación”, ante la idealización de figuras intolerantes e impiadosas que niegan al otro/otra/otre cuyas necesidades “desestabilizan” lo que consideran “su” espacio privado, ante la ausencia de subjetividades y proyectos de sociedad alternativos al capitalismo y ante la derechización de amplios sectores de la sociedad, con proliferación de cristalizaciones micro-fascistas, nos enfrentamos al problema de la constitución de mayorías sociales “mórbidas” y a la política como cosecha del producto de la fragmentación y la diferenciación al interior del proletariado extenso y la destrucción neoliberal (apenas ralentizada por los “progresismos”) del tejido de solidaridades sociales.

*Por Miguel Mazzeo para Agencia Paco Urondo / Imagen de portada: Daniela Amdan.

Palabras claves: antiderechos, argentina

Compartir: