Takeshi Kitano: un poeta de la violencia

Takeshi Kitano: un poeta de la violencia
1 abril, 2021 por Gilda

Por Luciano Salvador Tarletta para La tinta

Y sí, el maestro japonés va a lanzar la que quizá sea su última película. Presuntamente, llevará el nombre de Neck. La noticia no causa gran revuelo y a nadie parece importarle demasiado. En efecto, el hecho de que el legendario Takeshi Kitano (1947) continúe vivo y en actividad puede suscitar esa tenue modalidad del desconcierto, que comienza con incredulidad y culmina con la apatía y un rápido olvido. Precisamente Kitano, quien forjó en fílmico –sobre todo, en su obra consagratoria, Sonatine– una oda a esa proclividad de las cosas a caer en el olvido, junto con la fortaleza del obstinado espíritu humano que, con siempre renovadas fuerzas, procura otorgarles una modesta inmortalidad.

I. Takeshi Kitano nació y creció en los arrabales de Tokio, rodeado de malevos y yakuzas. De niño, se escapaba del colegio con los hijos de los gánsters, de los que aprendió los códigos de ese sórdido mundo que no dejó de acompañarlo nunca. Y en el que, por supuesto, encontró un material precioso e inagotable para su arte. Su currículum es extenso, se podría decir tan abigarrado como su excéntrica personalidad: comediante, presentador de televisión, escritor de ensayos y relatos breves, dibujante, pintor, actor y, por si fuera poco, director de cine. Fue por la primera ocupación que ganó fama en su país; por las dos últimas, las loas y el reconocimiento mundial.

II. Los temas que aborda en sus films –en los que trabaja, infatigable, como guionista, actor principal, encargado del montaje y director a la vez– son constantes: la ferocidad de la violencia y la locura que, sin ambages, impregna nuestro mundo cotidiano, la ausencia de sentido en un mundo cada vez más voraz donde todos buscan su propio provecho, el azar que imprime un derrotero trágico en el destino de los individuos, el amor que constituye un oasis de ternura frente a aquellas desventuras y, por supuesto, la lírica y el valor del arte como una forma de canalizar esas fuerzas que amenazan con desbordarnos continuamente. Todo ello articulado, perspicazmente, en un diálogo en que se unifican lo particular y lo universal: casi toda su obra se desarrolla en Japón, pero sus matones y sus héroes, su sordidez y sus bondades, pueden reconocerse en cualquier rincón del globo. No podríamos negar que Kitano, si hubiera hecho carrera en nuestra Córdoba, hubiera ensayado caminos análogos.

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III. Es quizá la localidad provinciana proyectada sobre un trasfondo de preocupaciones universales, la originalidad de su arte y la mezcla entre crudeza y lirismo con la que representa la realidad, lo que hace que la obra de Kitano sea tan intensa e íntima, a la vez que aclamada mundialmente. En 1993, se ganó el respeto y la fama globales al ser galardonado con la Palma de oro, el máximo premio que confiere el tradicional festival de Cannes. Fama con la que siempre mantuvo una relación ambivalente y hasta desdeñosa. Apenas un año después de recibir su premio, tuvo un “accidente” en motocicleta que lo dejó en coma durante varios meses. Así, accidente entre comillas, porque bien pudo haber sido un intento de suicidio. Él refiere que no recuerda nada acerca los momentos previos al choque, salvo “una certeza de que no valía la pena seguir vivo, de más valía estar muerto”. Las secuelas fueron permanentes: aún tiene paralizada la mitad del labio izquierdo y se nota cuando sonríe y habla. Pero supo apropiarse de esa desgracia para hacerla parte de su arte. En efecto, desde entonces, es un atributo indefectible de su personaje, en cuyo semblante habita una mueca ambigua, misteriosa, que puede significar tanto un mimo como un pronto disparo en la sien.

IV. Como es bien sabido, nadie es profeta en su tierra. Las pocas informaciones que tenemos acerca de la recepción de su obra en Japón son difusas. Sus programas de comedia, que detesta declarada y públicamente, y que sólo le sirven para juntar dinero que luego volcará en su verdadero arte, gozan de una gran audiencia en su país. También suelen tener repercusión sus intervenciones políticas en artículos de opinión que publica en periódicos de Tokio. Una suerte de Diego Capusotto japonés, que aúna el humor a la más ácida crítica social. Sin embargo, no todos en la tierra del Sol naciente están contentos con él. Cuando despertó de su coma, Kitano revisó artículos periodísticos sobre su persona: muchos lo daban por muerto e incluso llegaron a celebrar su infortunio y presunta defunción. Frente a tal infamia, declaró en una entrevista: “No hay nada más peligroso que una muchedumbre enardecida: todos juntos son capaces de las peores atrocidades; más, en soledad, son como pichones que bajan la cabeza ante una mínima mirada reprobatoria”. Y Kitano, por lo que vemos en sus películas, sabe bien expresar esa mirada plenamente individual, amenazadora y opaca.

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V. Tanto en Sonatine como en otras de sus películas con temática yakuza, la vida se presenta tal y como Kitano la entiende, en su doble faz de tragedia y comedia. Es trágica en cuanto los individuos que las habitan cultivan un sentido del deber férreo, una ética más poderosa incluso que los imperativos de la mafia a la que parecen estar destinados o que la propia vida: he aquí el suicidio como salida última, desgarrada, ante un mundo que siempre se mantiene indiferente e injusto frente a nuestras expectativas. Sin embargo, Kitano es, por profesión, un comediante: es en las minucias, las pequeñas incongruencias de lo cotidiano en las que el cineasta japonés se regocija y encuentra algo así como un punto ciego, un grado cero del tiempo, en el que aquel sentido del deber no impera… la distensión de lo rígido, la risa, el amor. Esa poética de la violencia y la alegría es medida y rimada en sus originales y arduamente trabajados montajes. En sus películas, poco importan la cronología de los hechos; es más bien el paso del tiempo, su fugacidad e irreversibilidad lo que apasiona a Kitano. Mención aparte merece su colaboración con el músico Joe Hisaishi. En muchas películas contemporáneas –digamos, la mayoría–, la música es tan sólo un agregado, muchas veces engorroso y desfasado, a los hechos que transcurren en la pantalla. En el caso de Kitano y Hisaishi, tenemos una curiosa y feliz relación simbiótica: las películas del primero parecen transpirar las melodías de su colaborador de tan orgánicas que resultan en el discurrir de las imágenes y, a la inversa, las canciones del segundo evocan armónicamente las imágenes, los paisajes y la ética de Kitano.

VI. Quizá el momento más alto de su filmografía es un tesoro escondido, reservado para el espectador paciente y atento. Se produce en una escena post-créditos de Sonatine. Cuando se acaba la lista de los muchos trabajadores, técnicos, actores, etc. que colaboraron con la creación de la película, se baja el telón y nos sumimos en la oscuridad. Es entonces que la música de Hisaishi vuelve a sonar con estrépito y ocurre el milagro: otra vez reluce la pantalla iluminada con vivos colores; otra vez vemos los objetos y los lugares otrora habitados por sus ya perdidos y muertos personajes. Los objetos y los paisajes perduran sin que nadie los perciba: la cámara se transforma en el ojo del Dios de Berkeley que registra la vida secreta de las cosas, cómo son cuando no estamos allí, y amablemente nos hace participar de tan sereno espectáculo. Algo así como supo hacer otro cineasta japonés, Yasujiro Ozu, sólo que acá en forma de explosión de sonidos e imágenes que se resisten a la obstinación de la muerte. Quizá toda la filmografía de Kitano, y todo el arte en general, sea una metáfora de esta quieta y tranquila verdad.            

*Por Luciano Salvador Tarletta para La tinta.
**Licenciado en filosofía (FFyH-UNC).                                                                                                                                    
 

Palabras claves: Cine, Japón, Takeshi Kitano

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