Romance de la Negra Rubia, el arte transformador 

Romance de la Negra Rubia, el arte transformador 
28 abril, 2021 por Gilda

Por Manuel Allasino para La tinta

Romance de la Negra Rubia es una novela de Gabriela Cabezón Cámara, publicada en el año 2014. Todo comienza cuando la poeta Gabi, para evitar un desalojo, se prende fuego a lo bonzo. Sobrevive y se convierte en una santa al frente de una vanguardia, que viaja por el mundo exponiendo como espectáculo su piel arruinada. Ha logrado el suficiente poder como para conseguir prácticamente cualquier cosa para su comunidad. Desde “el día del estallido” o “el sacrificio fundante”, como empezaron a llamarlo, los desalojados (rodeados de organizaciones populares, punteros políticos y diversos grupos de artistas emergentes) llamaron “instalación” a su campamento y “performance” a la vida que llevaron ahí. Hasta que el poder de la santidad y el oportunismo político los convirtió en propietarios, con papeles y todo, del mismo edificio del que habían sido echados.

cabezon-camara-libroCon desmesura y desenfreno, Gabriela Cabezón Cámara utiliza una primera persona lúdica y humorística para regalarnos una novela sobre el arte que se transforma en vida, la construcción de un mito suburbano; y la relación con el poder político y los medios, de una comunidad que, de un momento a otro, se encontró con impensados logros. 

“Lo primero, porque sí, es que se acercaron a negociar o, con más precisión, a ordenar el desalojo, unos diez policías con un par de tipos de traje y papeles judiciales en mano, de esos que se pretenden, y a veces son, más elocuentes que las armas porque se sabe que de esas tienen tantas, atrás de las palabras, que nunca se acaban, y entonces cuando dijeron: <<Empaqueten sus cosas y salgan. Así no les va a pasar nada y les vamos a dar otras casas. Pero si no salen los sacamos nosotros y se van a vivir a una zanja>>, se entendía que el nosotros no era tanto por ellos como por los cien canas que estaban formados atrás de ellos en un semicírculo en el que los vecinos se veían reflejados sobre las superficies combadas de los escudos de acrílico o de vaya a saber qué pero bruñidos como espejos negros que los uniformados llevaban con su coreografía tan viril como embarazada de desastre. Era casi de noche todavía, las seis y media de la mañana: en casi todos los vídeos y las fotos se ven las caras blancas y sin relieve de los judiciales y las fugacísimas supernovas de los flashes fisuradas por las estrías de la superficie convexa de los escudos policiales, llenos de rayas como único relato de tanta batalla. Muertos de frío, con las camperas arriba de los pijamas, algunos en pantuflas, los delegados de los vecinos pidieron un rato para deliberar. Se los dieron. Se juntó una pequeña multitud, una asamblea en el Salón de Usos Múltiples del hall de entrada, que llamaban y siguen llamando Asamblea, se pusieron de acuerdo en pedir unos días para embalar y no pudieron terminar de discutir la tesis del grupo más aguerrido, que calculaba las posibilidades de una resistencia exitosa: desde los pisos más altos, con las balas que tenían, las molotovs que podrían armar y sin olvidar el aceite y el agua hirviendo que habían derrotado al ejército de la pérfida Albión unos doscientos treinta años antes. No terminaron de deliberar por el estruendo del helicóptero de la Ley, un arma cuya modernidad indiscutible explicaba en parte la victoria antigua de los porteños sobre los ingleses en 1806 y 1807 pero que ahora anunciaba la inutilidad de una resistencia desde las alturas y que no permitió debatir ni la alternativa de tirar lo mismo pero desde las ventanas para aprovechar las dificultades de disparar desde helicópteros en medio de Buenos Aires. No lograron discutir ninguna otra estrategia porque además del dominio del espacio, otra de las armas de los helicópteros es llenar de ruido ese mismo espacio que miran desde su celestial posición.  Salieron y pidieron, a los gritos, un día para embalar sus cositas. Les dijeron que no. Unas horas, sí, cinco les otorgaron los judiciales y señalaron hacia los camiones jaula que empezaban a llegar y que oficiarían de empresa mudadora, como muestra de la buena voluntad del gobierno hacia los vecinos, explicaron.  Yo estuve ahí, pero todo esto me lo contaron después”.

En el exterior, la poeta Gabi se enamora de una millonaria, quien le da, como acto de amor supremo, la piel de su rostro una vez que muere. Regresa al país y logra ser gobernadora de Buenos Aires. Finalmente, cuando termina su mandato, se retira a vivir plácidamente en Tigre. 

Con un lenguaje liberado de todo, mezclando términos de uso cotidiano con palabras que remiten a la religión cristiana o a la mitología griega, Cabezón Cámara establece un pacto de credibilidad. 

“Soy un caso de inversión: nací negra y me hice rubia, nací mujer y me armé de tremenda envergadura envidia de mucho macho y agua en la boca de tantos y de tanta boca loca. Me cogí a medio país, que también eso es poder. Cuando volví, y qué raro fue volver sin haber estado nunca, cuente esto como inversión, que volví a lo que era mío sin haberlo conocido, me habían reservado un piso, con vistas a río y parque, el piso de más arriba: incluso tenía terraza y ahí pude sembrar faso. No me interesaba en sí, pero me dieron semillas y durante mi juventud no podía sembrar nada si no era un poco ilegal y no encontré la manera de sembrar rayas de merca y además había tenido, mientras estuve internada, toda una rehabilitación que duró meses y meses: ya no quería tomar. Lo mismo fue con el whisky, sencillamente no quise. El vino no era problema o al menos eso pensé al principio y allá arriba cuando hasta el agua corriente me hacía sentir muy mal. Después cambié de opinión: eso lo cuento después. Apenas podía moverme. Salir sin cara es jodido y eso les digo a las chicas de la brigada de trans cuando se quejan de cómo las miran en todas partes: probá quemarte la cara y después vení y contame. Entonces estaba en casa, mirando el río y el cielo, los espejos los rompí cuando me vi por error. Me trajeron macetas y tierra negra también. Me entregaron las semillas. Y en seis meses las llené de flores de las mejores, de cogollos tropicales con sus peces de colores: lo más parecido a fumarlos era bucear con snorkel o al menos eso decían; a mis porros les decían escafandras. Ellos me traían comida, todo orgánico y cocido con amor y agua de lluvia filtrada con cuarzos santos. Me hacían arroz yamaní. Y le ponían verduras y algunas flores de Bach para lidiar con el duelo, para duelar, decían ellos, como si hablaran inglés y la verdad es que hablaban: teníamos traductores además de ilustradores, artistas de clases varias y poetas y escritores. Yo empecé a escribir un blog donde puse parte de esto que estoy reescribiendo ahora. Me usaba bastante el juez y quiso usarme el Pejota para sumarme a la masa, nunca yerta ni acabada, de su mayor capital: el plantel de muertos vivos. Si cuando era chiquita yo había soñado con ser una desaparecida, siempre heroica, siempre póster, vuelta cara de pancarta y ejemplo de juventudes, de grande algo me acerqué y lo vieron los muchachos del primer trabajador. Me querían en las marchas contra el gobierno local. Querían mis declaraciones y más que nada querían que firme lo que escribían. Y yo a veces les firmé. A cambio fui consiguiendo subsidios para mis chicos, becas para los artistas, y un montón de privilegios y volar no fue el menor: fuimos parte de comitivas, pagaba cancillería, y dimos la vuelta al mundo. En algunos de esos viajes nos regalaron tarjetas para gastar a piacere y a ese período lo llamo <<la temporada europea>>. Les adelanto un poquito y después le cuento entero. Yo solo les trabajé de víctima todo el día, hasta que volví obra de arte: me mintieron en el medio de una mega instalación en la Bienal de Venecia. Yo era la sacrificada. Me quedaba ahí sentada de la mañana a la noche los cuatro meses de muestra. Atrás estaba Jesús agonizando en su cruz, un holograma mojado que lloraba agua y sangre. A los costados, videos. Y por todos lados fotos de militantes caídos. Los críticos se coparon, a todos les parecía que habíamos superado a la loca de Abramovic, qué oscuros sus latigazos comparados con mis llamas, qué bella su cara rusa al lado de ese amasijo que era mi cara quemada. Fui el emblema más usado contra la avidez sin fondo del mercado inmobiliario que estaba gentrificando toda ciudad que se precie. Nos pusieron adelante.  Y yo me puse a la cabeza: no les fui a una sola marcha pero mandaba a los míos que además aprovechaban para pintar las paredes de la ciudad disputada: de la movida salimos con casa y fama mundial”. 

El Romance de la Negra Rubia de Gabriela Cabezón Cámara es una novela que tiene como eje central a los desclasados, a quienes la autora le suministra una humanidad muy profunda y encantadora. Es una historia corta, pero contundente. En menos de cien páginas, Cabezón Cámara nos sumerge de manera directa en las profundidades de lo marginal.  

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(Imagen: Pablo José Rey)

Sobre la autora

Gabriela Cabezón Cámara nació en 1968 en Buenos Aires. Publicó La virgen cabeza (2009), Le viste la cara a Dios (2011), texto que sirvió de punto de partida para su primera novela gráfica, Beya (le viste la cara a Dios), en coautoría con Iñaki Echeverría, y Las aventuras de la China Iron (2018). 

*Por Manuel Allasino para La tinta.

Palabras claves: Gabriela Cabezón Cámara, literatura, Novelas para leer

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