Trabajo, quiero trabajo

Trabajo, quiero trabajo
26 febrero, 2021 por Redacción La tinta

Como la punta de un iceberg ya derretido, las aguas brotan a chorros en el centro de la plaza principal de Fiambalá. A su alrededor, decenas de familias llevan cuatro meses sin recibir agua para el riego de sus cultivos. Debajo del asfalto, el iceberg se consume entre las oficinas del gobierno municipal, provincial y nacional, las penurias de un pueblo que busca trabajo y la minería de litio que avanza en la región, de la mano del Proyecto Tres Quebradas. 

Por Lucía Maina Waisman para Agua para los pueblos

Un día veré al desierto
Convertido en un vergel*

Cinco chorros de aguas violetas, azules, amarillos se elevan sin parar delante de las letras blancas y gordas que bautizan el pueblo: Fiambalá. En las calles que rodean la plaza principal, varias motos y algunos autos circulan frente a negocios de venta de vinos y productos regionales, artesanías, kioscos, farmacia. En la puerta de la despensa, una señora con una bolsa en la mano mira de lejos el manantial artificial mientras espera que salga algún cliente. ¿Me compra alfajorcitos de chañar? 50 pesos cada uno.

Dicen que Fiambalá es un pueblo de más de 6 mil habitantes y, si se lo mira de frente desde alguna calle principal, todo es como debiera: las casas con sus puertas y ventanas, los negocios con sus vidrieras y carteles, los árboles haciéndose lugar entre el cemento de la vereda y los vehículos deslizándose sobre la alfombra de cemento. Pero basta alejarse una cuadra, fijarse detrás de una pared, para que aparezcan las construcciones abandonadas, los baldíos de monte nativo, las carretas que reposan delante de casas de adobe, los arbustos de jarillas con basura entre las ramas que se abalanzan sobre las esquinas. Y por más que se busquen las manzanas que delimiten el trazado del pueblo, lo que se encuentran son llanuras interrumpidas por viñedos.  

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(Imagen: Agua para los pueblos)

La casa de Nicolasa, por ejemplo, parece una casa más del pueblo. Hasta que me invita a pasar a su patio y volvemos hacia la vereda para atravesar una madera que hace de puerta al lado de un negocio de ropa. Entonces, un pasillo de tierra bordeado de cañas, ramas y girasoles, un perrito marrón y blanco que ahuyenta a un gallo y se nos adelanta manzana adentro indicando el camino, hasta perderse en un túnel de arbustos.

Nicolasa, con sus 64 años, entra en el túnel. Los haces de luz de la tarde se filtran entre las hojas y se imprimen sobre su cuerpo ancho mientras camina por los pasillos que se bifurcan en este laberinto de troncos. Mira hacia arriba: las hojas verdes que predominan, las hojas marrones que acechan. Le pregunto, entonces, si riega con esa manguera negra y larga que está tirada en la tierra. Me dice que no, que quiso traer agua con eso, pero nada, mientras con una mano sostiene un cuchillo y con la otra va tocando los racimos que cuelgan, buscando en su textura aquellas uvas que aún están a salvo. Ya quedaron pocas buenas, repite. Ya está todo seco. 

—La viñita aguanta porque es para lugares más secos, pero, aun así, merma la producción de uva. Hace cuatro meses que no llega riego por turno y no lo arreglan… —dice la mujer de trenza morocha y sus cejas fruncidas remarcan el lunar que lleva en la frente—. 

En Fiambalá, los patios son viñedos. Desde que las cenas y los almuerzos que proveían las huertas fueron muriendo de sequía, esas bolitas moradas comenzaron a reemplazar al resto de los alimentos que se producían localmente hasta convertir a la zona en un monocultivo de vid. Pero ahora, también el vino tiene sed y las uvas de Nicolasa, y las de todxs sus vecinxs, llevan tiempo resistiendo la falta de riego. 

Ahora que nuestro dinerito no tiene valor, ¿qué más querría yo que tener mi propia huerta y comer sano? Tener mi vaca para la leche, tener las gallinitas para los huevos… ¡como era antes! Cuando era chica, sabía tener una pieza así, llena de zapallo; los choclos nos lastimaban las manos por desgranar el maíz de nuestra casa para hacer locro. No ir a comprar todo, como ahora… pero ¿a dónde vamos a hacer la huerta si no tenemos el agua que es lo principal? —pregunta después la mujer desde su patio, a dos cuadras de la plaza principal. 

Un par de semanas después de aquel encuentro con Nicolasa, una pandemia obligó a detener la economía del país y a reconsiderar sus prioridades. En ese contexto, Raúl Jalil, gobernador de Catamarca por el Justicialismo, pareció repetir en una entrevista las mismas opiniones que la vecina que representa: “Al día de hoy, todo lo comprás afuera. Tenés que ir a comprar los barbijos a China. Vengo de una fábrica de aceitunas y dulces. Les dije que ahora tienen que empezar a producir alimentos que se consuman en Catamarca. Hay que hacer un sistema para producir lo nuestro”, expresaba en abril de 2020 en una entrevista al medio INFOBAE. Y agregaba: “Esto demostró que el sistema no estaba funcionando y puso en evidencia todas las falencias que tenemos en la administración de los recursos del Estado (…) La pandemia tiene que ser una oportunidad para reactivar las economías regionales y tener menos importaciones”. 

Regantes

El río es puro paisaje
Lejos sus aguas se van
Pero mis campos se queman
Sin acequias ni canal*

Tres hombres con camisa color caqui están sentados en un banco, apoyados sobre la pared de una casa de ladrillo visto, junto a un cartel tallado en madera que indica: “Consorcio de Regantes”. Cuando pido una entrevista, Edgardo, un hombre canoso, camisa blanca a rayas, aparece por la puerta y me invita a pasar a su oficina. En el pasillo, un afiche dice “acequias” y detalla un largo listado de lugares.

—Nosotros no somos empleados provinciales ni nada, o sea, la comisión se elige entre los productores —dice apenas se sienta detrás de su escritorio, con pilas de papeles a un lado y al otro, aunque aclara que el consorcio trabaja en conjunto con el Gobierno de la Provincia de Catamarca.  

Edgardo González es el presidente de esta entidad que se repite en cada pueblo o ciudad de Catamarca, y que es la encargada de administrar el sistema de riego y distribuirlo a toda la población que lo necesite para sus cultivos. En la localidad de Fiambalá, a unas 1200 familias que producen, en su mayoría, viñedos en pequeños terrenos de alrededor de una hectárea. Sin embargo, sólo unas 200 de las 1200 familias viven y trabajan de lo que producen. El resto se ve obligada a sostener un empleo, en su mayoría, del Estado: en el municipio, en las escuelas, en el hospital.

Y las causas son muchas.

Según González, la cantidad de agua que traen hoy de las vertientes de la Cordillera de los Andes alcanzaría bien para la población que deben abastecer, pero el gran problema, explica, es la falta de infraestructura:

—No tenemos embalses aquí, no tenemos diques, no tenemos nada. O sea: viene un río natural, hacemos unas tomas, la traemos por canales durante 30 kilómetros y, cada vez que llueve ahí, pasamos tres meses sin regar, porque, al no haber una infraestructura adecuada, nos destruye todo la creciente –dice el hombre mientras golpea los dedos sobre la madera oscura de su escritorio. 

Cuando se logra que el agua llegue al pueblo de Fiambalá, se distribuye entre los productores por turnos. Si usted tiene una hectárea, por ejemplo, explica González, le corresponde algo así como 4 o 5 horas de riego, que, a su vez, se dan cada una determinada cantidad de días, o meses, dependiendo de la sequía y la época del año. Y cuando finalmente se logra que el agua llegue a los cultivos de cada productor, en lugar de distribuirse por goteo, planta por planta cuidando el recurso, esta se distribuye por inundación. Es decir: el agua entra a cada patio, a cada terreno e inunda toda su extensión. 

Es todo un sistema bastante antiguo que estamos usando. Se desperdicia mucha agua…—dice y explica que, pese a los reclamos que hacen al gobierno de la Provincia, hasta ahora, solo han recibido puras promesas: que sí, que no y nada. 

—¡Eh! ¿Por qué no me trae la bomba? —le grita de repente Edgardo a uno de los trabajadores que pasa frente a la puerta de la oficina, pero la respuesta del hombre se pierde en el pasillo. 

El drama también, dice retomando nuestro diálogo, es que la uva negra, la que más se produce en la zona, se paga a los productores a menos de 4 pesos el kilo, cuando en la ciudad de Catamarca se paga a 80 pesos el kilo. Esa diferencia, explica, se la llevan todos los intermediarios. Entonces, la gente no tiene para hacer trabajar la finca, no puede ni siquiera invertir en nivelar los terrenos, para que el agua llegue a donde se necesita. Por eso, dice, ahora también se están conformando como Asociación de Productores de Fiambalá, para peticionar al Gobierno de la Nación y buscar otra forma de comercializar, que sea más redituable para el productor.

Sin embargo, hay otro problema que acecha el futuro de las familias productoras.

El agua que el Consorcio de Regantes distribuye en el pueblo proviene de una toma del Río Guanchín, que nace cerca del límite con Chile, a los pies del volcán Ojos del Salado, ubicado justamente en la zona sur del sitio Ramsar protegido internacionalmente, el mismo donde trabaja el proyecto de litio Tres Quebradas que posee la empresa canadiense Neolithium y que, en plena pandemia, acaba de incorporar a su directorio accionistas chinos, pertenecientes al grupo fabricante de baterías CATL. Le pregunto, entonces, si cree que la minería de litio en esta zona puede afectar la calidad o cantidad de agua que llega al pueblo y su producción.

—Estamos divididos en las opiniones; hay gente que se opone abiertamente y hay otro grupo que vendría a ser un poco mayoritario. Yo adhiero a ese, que es que la minería siempre existió; montón de todo lo que hace a la vida cotidiana nuestra surge de ahí. Otra cosa es que nos dejen algo para el pueblo y que sea controlada evitando la contaminación y que perjudique las cosas que tradicionalmente nosotros hacemos, o sea, la producción. Y ese es el punto difícil: o por corrupción o por lo que sea, siempre hay algún problema. 

—De cualquier manera, la mina de litio está en fase piloto, ¿no?  —le consulto.

—Emmm, sí, en producción no está todavía. Pero medio que… yo soy muy amigo del gerente general de ellos aquí, por otras cuestiones nos relacionamos. Y le ven mucha factibilidad. El año pasado, ponele, andaban cinco, seis camionetas de ellos; ahora tienen más de 40, y los camiones, todo. O sea que ya hay un movimiento grande.  

El movimiento ya es grande: según declararon representantes de la empresa Liex, subsidiaria argentina de Neolithium, en un seminario internacional sobre Litio en Sudamérica a fines de 2020, en el proyecto Tres Quebradas ya llevan construidos más de 50 pozos, con más de 10 mil metros perforados, mientras que el mayor pozo de producción con el que cuentan obtiene alrededor de 100 litros por segundo de salmuera (el líquido presente en los salares que las mineras extraen para luego evaporarlo hasta conseguir el litio). Todo ello en su fase piloto, a la espera de la construcción definitiva de la mina que comenzaría este año para funcionar de lleno a partir de 2022, y con una vida útil estimada de 35 años. 

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(Imagen: Agustina Ludueña)

Después de revisar mensajes que llegan a su celular, González cuenta que ellos fueron varias veces a la mina de litio, tanto por iniciativa propia como invitados por la empresa, que les explicó sobre el proceso:  

—Ellos dicen que no usan agua. Bueno, está bien, está lejos del cauce del río, pero son todas cosas que conducen hacia abajo y el río va por abajo. Y le meten cosas para que se evapore. O sea, perjudicar, de alguna forma sí, va a perjudicar: de eso estamos seguros. Pero, por otro lado, mucha gente ve una fuente de ingreso: aquí en Fiambalá, creo que hay 40, 45 personas que están viviendo de eso, y son sueldos buenos. Es medio jodido pelear contra eso: no ya tan sólo contra el gobierno, que sí es lo que les interesa porque ahí muerden y bien, sino que también tenés la gente que necesita trabajo, porque la producción aquí no hay. 

Estado minero 

Las entrañas de la tierra
Va el minero a revolver
Saca tesoros ajenos
Y muere de hambre después*

—Buen día…

—¡Buen día, son las seis de la mañana para mí! —dice Manuel riendo cuando se asoma por la puerta de la casa que habita en Fiambalá con su pareja Johana, ahora que son ya las 9, hora tardía para cualquier campesino.  

Mientras nos invita a pasar, él se va al patio y vuelve a entrar con un racimo de uvas que le entrega a Sur, el niño que nos acompaña en la visita. Las podés comer así nomás, sin lavarlas, porque acá no echamos ningún veneno, le dice. Después, se sienta en la punta de la larga mesa de su comedor y, para explicar la creciente escasez de agua, transforma el mantel cuadriculado con estampas de flores rojas en un mapa del pueblo de Fiambalá: 

—Toda esta mesa antes era productiva: se producía alfalfa, trigo, se hacía engorde y, obviamente, esos cultivos ocupaban mucho más agua que la vid. Después, se pasó a producir todo vid. Hoy, vos caminas Fiambalá y vas a ver un baldío, una viña seca, un espacio con monte, otro terreno lleno de monte sin labranza —explica dibujando parcelas sobre el mantel—. Y vos te preguntás: ¿Acá siempre fue monte? ¡No!, en algún momento fue labrado. Antes, toda esta mesa estaba en producción, hoy por hoy, la producción debe ser la mitad, todo vid, y el agua igual no nos alcanza.  

—¿Podemos sacar un zapallo? —lo interrumpe Sur que llega corriendo desde el patio, entusiasmado con la pequeña huerta que encontró. 

Desde la ONG Be.Pe en la que trabajan, Johana y Manuel llevan años luchando por una economía diferente en esta zona, buscando las maneras de hacer crecer la economía regional y campesina, una forma de producción diversa y agroecológica, que le permita al pueblo tener soberanía alimentaria sin depender del Estado y la minería ni recibir sus dádivas. 

—La gente no necesita muchas veces que vos les des cosas, necesita que la apoyes desde valorar lo que hacen, ayudarlos a comercializar, a animarse. Pero el discurso es que la gente no sirve para nada y, en realidad, sí sabe hacer cosas, pero le faltan oportunidades. El Estado está ausente, no llega. 

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(Imagen: Agua para los pueblos)

Lo que sí llega son las mineras. Más precisamente, Liex, la empresa dueña de la mina de litio:

Todas las semillas que entrega el municipio son auspiciadas por la minera. Ellos hacen entrega de todo junto. Todo: mobiliario para hospitales, para escuelas, para los clubes —dice Johana en otra esquina de la mesa, mientras corta la hoja de alguna planta en miles de pedacitos que caen sobre el mantel—. El municipio se presenta como que ellos traen esto y que la minera está apoyando, y trae esto, esto otro. Entonces, los pobladores tienen que decir “sí, está dejando cosas acá en nuestro pueblo, los tenemos que dejar que sigan trabajando”.  

El informe que realiza la asociación Be.Pe sobre la Minería Transnacional de litio en Catamarca, a cargo de las investigadoras Natalia Sentinelli, Aimée Patricia Martínez Vega y Rosa Aráoz, describe de manera clara esta singular relación entre Estado y mineras como una alianza público-privada donde los gobiernos facilitan la instalación de las empresas extranjeras, “de modo que estas se encarguen de proveer puestos laborales, bienes y servicios que antes estaban en manos del Estado”. 

A su vez, esta alianza estratégica impide que el Estado cumpla su rol como promotor y protector de los derechos de la población a la cual representa, en una relación que la investigación califica como un claro caso de “captura corporativa”. Un concepto acuñado en el ámbito internacional de los derechos humanos para referir a las maneras en que una élite económica socava la realización de estos derechos y perjudica el medio ambiente mediante el ejercicio de una influencia indebida sobre los encargados de tomar las decisiones y sobre las instituciones. 

Este corrimiento del Estado alimenta, además, tal como señala el informe citado, el trato directo entre la empresa y la población, “exponiendo a las personas cuyos derechos son vulnerados a la única alternativa de acudir a la empresa, en una relación asimétrica y en el aludido contexto de desprotección”.  

—Te endulzan de tal forma que vos te terminás aliando a las empresas —cuenta Manuel desde su propia experiencia—. Por ejemplo, la mina, cuando se vino a instalar aquí, me hicieron llamar por una empleada, no sé de dónde consiguieron mi número: “Hola, don Manuel, soy fulana de tal, yo trabajo en Liex, sabemos que usted trabaja con productores y queremos contarle que nosotros estamos dispuestos a financiar proyectos, nos gustaría tener una entrevista con usted”. Si yo hubiera querido tranzar con ellos, buscar dinero de la empresa, hubiese ido. Y eso le pasa a los políticos: ellos no tienen una vocación de servicio… Es más, la empresa financia la campaña de los políticos —dice mientras espanta una mosca—. 

La empresa también financia lo que se lleva: el agua. 

A diferencia del riego, el agua potable en el pueblo de Fiambalá proviene de bombas y perforaciones que dependen directamente del gobierno provincial. Pero también, en este caso, falta infraestructura: en algunas épocas del año, hay barrios que no reciben agua y sus habitantes deben pasar meses esperando un arreglo, mientras trasnochan para juntar lo poco que llega a sus canillas. Es así que, hace poco más de un año, la minera Liex realizó una perforación justamente para el sistema de agua potable de Fiambalá, que estaría destinada a algunos de los barrios que sufren continuamente la escasez.

Una vez más, estas acciones, enmarcadas en la “Responsabilidad Social Empresaria”, evidencian cómo las empresas van reemplazando a los Estados en su función central de proporcionar a las comunidades las condiciones para su desarrollo y bienestar. Función que “no debería ser un beneficio provisto por empresas a cambio del permiso para realizar proyectos, que muchas veces atentan, a su vez, contra las posibilidades reales de desarrollo integral comunitario”, indica el informe de Be.Pe. Así, la minera de litio que tendría como principal impacto el consumo a gran escala de agua, uno de los bienes comunes más escasos en la zona y más determinantes para su desarrollo y supervivencia, es quien construye infraestructura para llevar agua a los barrios del pueblo que más la necesitan. 

Esta realidad lleva a vulnerar los derechos de soberanía y autodeterminación de los pueblos, consagrados en el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de la ONU, que, entre otras cosas, establece que “para el logro de sus fines, todos los pueblos pueden disponer libremente de sus riquezas y recursos naturales” y que “en ningún caso podrá privarse a un pueblo de sus propios medios de subsistencia”.

—¿Viste las uvas? —pregunta Manuel señalando una parra al fondo, cuando la pareja nos acompaña a la vereda para despedirnos—. Nosotros hacemos vino agroecológico, casero: allá, en Medanitos, tenemos un viñedo. Mi hijo es enólogo, lo que pasa es que él es profesor de geografía y no consigue trabajo… Acá faltan oportunidades. Por eso, ahora, estamos con lo del vino, a ver si podemos vender… 

La historia de la pobreza

No quiero que nadie pase
Las penas que yo pasé*

En una de las calles del pueblo, un grupo de personas revuelve ropa en la puerta de una casa sobre un tablón puesto en la vereda. Las ferias americanas son un ritual que se repite cada semana: una nueva vieja moda de los últimos años en la zona, un rebusque más ante la falta de trabajo. 

Sin condiciones mínimas para la producción regional o el turismo, sin fábricas de ningún tipo, sin posibilidades si quiera para producir sus propios alimentos, la principal salida laboral de los fiambalenses es el Estado. Así, en un pueblo de seis mil habitantes, más de 700 personas trabajan como empleados públicos, teniendo en cuenta sólo aquellos puestos que ofrece el municipio, e incluyendo entre ellos varias becas que pueden pagarse entre 5000 o 6000 pesos al mes. Una realidad que está en sintonía con toda la provincia: según un informe publicado en 2019 en base a datos del Ministerio del Interior, Catamarca es la provincia del país con mayor porcentaje de empleo público en relación al trabajo que genera el sector privado. Es decir, un Estado que se declara oficialmente minero desde hace décadas, justamente por el empleo que esa industria generaría, es el que más trabajadores contrata en la esfera pública para contrarrestar el desempleo reinante.  

—Nosotros acá, en la provincia de Catamarca, tenemos un ejemplo claro de lo que fue Bajo la Alumbrera: 25 años de saqueo y todos los pueblos de alrededores de Andalgalá no tienen ningún desarrollo, están a la miseria… SE HAN LLEVADO TODO, SE HAN LLEVADO TODO —dice gritando y alzando las manos hacia arriba Elena, otra vecina de Fiambalá que detalla las penurias de su pueblo desde la puerta de su despensa—. ¡Escuchame! ¡Si Catamarca está llena de minería y es la provincia más pobre de la Argentina!  

Y agrega que, con todo lo que tienen para vivir acá, todo el turismo, la vid, los cultivos, no necesitan la minería, que tantas otras cosas se podrían hacer…

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(Imagen: Agua para los pueblos)

Las palabras de Elena, que también fue concejala de Fiambalá por el radicalismo, tienen su correlato en las leyes y políticas que priman desde hace décadas en Argentina: bajo las condiciones del Código de Minería vigente en el país y las políticas neoliberales de los últimos años, el litio se extrae sin ninguna rentabilidad, ni para el Estado ni para el pueblo, y la única ganancia deriva de los escasos impuestos que pagan las compañías por desarrollar sus actividades en nuestro país.

“Las disposiciones en materia laboral y tributaria para las empresas mineras son en la práctica violatorias del principio de Igualdad, ya que las numerosas reducciones impositivas y aduaneras, y las condiciones de flexibilización con el fin de atraer inversiones ponen a las empresas en una situación de privilegio frente a la carga impositiva para el resto de los y las trabajadoras”, explica al respecto el informe de Be.Pe.  

Pese a todo esto, después de varios meses de pandemia, el Presidente Alberto Fernández declaró a la minería como actividad esencial en todo el país, lo que permitió que, a diferencia de la mayoría de los sectores de la economía, la minería continuara en actividad. 

Mientras tanto, la Provincia parece haber cambiado de idea: “Para el Gobierno de Catamarca, la minería es una política de Estado (…) Raúl Jalil llegó para consolidar esta tarea y profundizar las líneas de acción, para que la minería sea el eje de la economía local, regional y nacional”, expresaba en una entrevista con el medio Panorama Minero en noviembre de 2020, la Ministra de Minería de Catamarca Fernanda Ávila, organismo gubernamental encargado de controlar el cumplimiento de las leyes por parte de las empresas mineras. La funcionaria agregaba que, con los proyectos mineros que tiene la provincia, incluyendo “dos de litio que están a las puertas de entrar en producción”, se generará “un círculo económico virtuoso, pilar del crecimiento general no sólo de la Provincia, sino de toda la región”.

Tiene que haber gente que quiera a su patria. El Estado somos los que votamos, ellos son nuestros empleados, ¡nosotros tenemos que ordenarle a ellos qué es lo que queremos! Pero son dueños de decidir cualquier cosa, basta que sea un beneficio para ellos, pero no para el pueblo, ¿y quién se hace cargo de las consecuencias? Trabajar en la mina no es ser independiente, porque son esclavos de la minera. Yo vivo precariamente, pero vivo de mi trabajo… —dice Nicolasa ahora mirando hacia el suelo seco de su viñedo, mientras sostiene una bolsa con todas las uvas que ha logrado recolectar.

*Por Lucía Maina Waisman para Agua para los pueblos / Imagen de portada: Agua para los pueblos.

**Trabajo, quiero trabajo. Canción de Atahualpa Yupanqui

Palabras claves: Catamarca, Fiambalá, Mineria

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