Bruno Stagnaro a 20 años de Okupas: “La serie es un viaje hacia al afecto, independientemente de toda la oscuridad que rodea ese viaje”

Bruno Stagnaro a 20 años de Okupas: “La serie es un viaje hacia al afecto, independientemente de toda la oscuridad que rodea ese viaje”
20 octubre, 2020 por Gilda

Se cumplen 20 años del estreno de Okupas, una serie de culto que sigue atravesando generaciones. Dialogamos con su hacedor y director, Bruno Stagnaro, sobre la serie donde la amistad y la solidaridad prevalecen por sobre la violencia.

Por Nadia Fink e Ignacio Marchini para Marcha

En el año 2000, cuatro pibes perdidos en medio de una ciudad quebrada económica y socialmente por la crisis se encuentran. Ricardo, el pibe de clase media que necesita salir del letargo existencial que lo acompaña hace años; el Pollo, su viejo compañero de banco de la primaria que salió a la calle a curtirse a fuerza de un padre ausente y una madre adicta a las pastillas; Walter, un anarco-rollinga de Burzaco que pasea perros para juntar unos mangos para la birra; y el Chiqui, un grandote bonachón que está más allá de los problemas terrenales de la sociedad de consumo.

El lento ascenso hacia la amistad y la ternura se verá plagado de peligros y desencuentros, sobre todo cuando el protagonista, Ricardo, conozca a su acérrimo y mítico rival: el Negro Pablo, “el más poronga en ese conventillo de mierda”. Esta es la premisa con la que fue Bruno Stagnaro, el director y creador de Okupas, cuando la productora de Marcello Tinelli, Ideas del Sur, le pidió una “ficción experimental” que siga la línea sucia y urbana de su otro gran éxito de unos años antes, Pizza, birra, faso. Mientras las y los fans cruzan los dedos para que se concrete el viejo anhelo de poder verla en buena resolución y con la banda sonora original (hay conversaciones avanzadas con Netflix), Marcha dialogó con la cabeza central de esta mitológica serie que hoy cumple 20 años de su primera emisión en la pantalla chica de Canal 7.

—Okupas debe ser como tu “Jijiji”, debés estar podrido de que te pregunten sobre eso…

—No, para nada. De hecho, es bastante curioso porque me di cuenta de que, en estos 20 años, no hablé tanto. Para los 15 años, hubo cierta movida y, ahora para los 20, sí, hay de nuevo interés. Pero me gusta porque siento que, de alguna manera, sigue vigente. Igual, me genera sentimientos encontrados porque hay que ver por qué sigue vigente. A mí me gusta pensar que tiene que ver con esta historia de amistad que es atemporal, pero también es cierto que a nivel social tiene una actualidad que es más complicada. Tiene otras implicancias.

—Un pibe de 21 años nos dijo que era fan de Okupas, lo cual nos llamó la atención porque es muy joven. Y lo que a él le sorprendía era que esa forma de vestirse y de hablar de esos pibes, que eran muy marginales en ese momento, hoy está de moda.

—Sí, y eso no sé si me gusta tanto, en un punto. Porque, de alguna manera, siento que Dante (Mastropierro, actor que interpretaba al Negro Pablo) instaló y popularizó ese tipo de lenguaje que podríamos llamar “tumbero”, que para nosotros, en ese momento, era toda una novedad. De hecho, mientras estábamos filmando, él tiraba frases que sacaba de la galera y nosotros decíamos “¿qué carajo quiere decir eso que dijiste?”. Mismo nos enteramos de ciertas inflexiones y léxicos, y hoy, 20 años después, está recontra instalado y normalizado. No sé si me parece tan divertido. Obviamente que el lenguaje va a donde tiene que ir y uno no puede evitarlo, pero me parece que se fue transformando en una especie de marca o impostación que está bueno, pero sin que eso vaya en detrimento de explorar la riqueza del lenguaje, sin quedar en casilleros tan acotados. Siento que hay un regodeo en ese tipo de lenguaje que limita más que expandir.

—Dijiste que te gustaría que la serie se recuerde por el relato de amistad, que es central en la historia, pero que también te parece que sigue vigente porque mostraba un sujeto social que hoy en día vuelve a estar en escena, en una nueva crisis social y económica similar, o incluso peor que la del 2001-2002.

—Sí, totalmente, lo veo exactamente así. De hecho, te diría que incluso un poco peor. Justo ayer, estaba pensando que la crisis del 2000, si bien era tremenda, siento que como sociedad había algo más inocente. Ahora siento que a la crisis se le suma una carga de odio y conflictividad que no creo que sea específicamente de nuestra sociedad, sino que es algo que está sucediendo a escala global. Me resulta complejo entender cómo esa combinación de factores va a resultar. Me preocupa bastante. Pero sí, eso es probablemente lo que más me duele porque, cuando hicimos Okupas, en ese momento tan particular en el que ya se vislumbraba toda la ruptura que vino después, en los años siguientes, uno tenía la sensación de que, de alguna manera, avanzábamos en una dirección, independientemente de cuál pudiera ser esa y, estos últimos años, siento que fue un claro retroceso a esa misma atmósfera, esa misma dinámica. Ni que hablar con el tema ahora de la cuarentena. Independientemente de cómo se extremó con la cuarentena, siento que se volvió a ese punto de partida de un modo medio circular.

—También Okupas abordaba el problema del acceso a la vivienda y ahora estamos en una situación bastante similar con las tomas de tierras, en Guernica, por ejemplo. En ese momento, ¿era un tema que quisiste plantear o estabas más enfocado en la comunidad que se armaba entre esos cuatro pibes?

—No, la verdad que no era un factor que me interesara particularmente ni que fuera un disparador. Recuerdo que el término “okupa” venía de España y recuerdo algo de una situación en Rosario con unos galpones. Pero lo que me interesaba mostrar era la perspectiva de este tipo de clase media que ponen al cuidado de un inmueble para evitar que sea tomado por gente más marginal y que él mismo se termina convirtiendo en esa “amenaza” tan temida. Me interesaba ese plano más individual.

—Vos no elegís al pibe marginal como protagonista, sino al pibe de clase media que se lumpeniza. ¿Te pareció una manera de meterte en ese universo sin ser paternalista o no caer en estereotipos?

—En realidad, yo venía de hacer Pizza, birra, faso y estaba en una exploración de esa atmósfera marginal, pero desde el punto de vista de cuatro pibes que ya estaban inmersos en eso. Entonces, Okupas me parecía que era una manera de seguir explorando esa sensación de lanzarse a la calle y tratar de ir al encuentro de una identidad muy callejera, pero adoptando un punto de vista que era más cercano a mi perspectiva, la de un tipo de clase media que inicia como un descenso hacia esa atmósfera y no que ya esté dada.

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La película Pizza, birra, faso, estrenada dos años antes, fue precursora de varios de los temas profundizados luego en Okupas.

—En relación con los personajes, los cuatro protagonistas tienen perfiles y roles muy marcados, y fluyen con mucha naturalidad dentro de la serie. ¿Te basaste en alguien para cada uno o cómo los fuiste armando?

—Solo con dos personajes tenía en la cabeza a la persona que quería que los interpretara antes de empezar a escribirlos. Uno era Franco Tirri, que hizo del Chiqui, a quien conocía de antes porque era amigo de mi hermano y venía mucho a mi casa. Siempre me llamó mucho la atención esta dualidad de ser un tipo muy grandote, pero con una paz muy particular. Siento que eso, si bien no fue deliberado, me influyó bastante a la hora de pensar en él. Él además tenía como esta cosa de filósofo, de desprendido de lo material y siempre me pareció un pibe muy misterioso en ese sentido. Y el otro que tenía en la cabeza era Rodrigo (De la Serna) porque lo había visto en Naranja y media, y había algo en él que me llamaba mucho la atención, una potencia y una potencialidad que se recortaba en él claramente y me interesaba. Cuando empecé a escribir Okupas, lo tenía a él en la cabeza. Los demás fueron apareciendo.

Es cierto que, de alguna manera, el punto de partida de los personajes es muy arquetípico. Cada uno tiene un rol muy específico respecto del conjunto. Tal vez no había mucha originalidad en eso: Ricardo (Rodrigo De la Serna) es como el joven neófito que se lanza a la aventura; el Pollo (Diego Alonso) es como su mago guardián que va a darle ciertas herramientas y lo va a proteger; Walter (Ariel Staltari) es más como un bufón y el Chiqui (Franco Tirri) es como un santo que está más allá de los conflictos terrenales. Tenés al Negro Pablo que es el antagonista y tenés a Miguel (Jorge Sesán) que sería como el reverso del Pollo; un tipo que está curtido, pero hacia la oscuridad, no como el Pollo que se curtió y trata de ir hacia la luz. Lo que quiero decir es que había una cuestión muy clásica en la construcción de los roles y creo que le fue dando encanto cuando eso se empezó a disimular debajo de pátinas como muy cotidianas y muy de la calle. Todo eso quedó sepultado debajo de formas de hablar y de vínculos muy reconocibles, de una identidad muy marcada nuestra, pero que en el fondo responden a engranajes te diría, casi, del drama griego.

—Respecto de los personajes femeninos, Clara (Ana Celentano) y Sofía (Rosina Soto) son las que ponen orden en Okupas e incluso en la escena del Docke, donde lo intentan violar a Ricardo, todo se vuelve caos cuando se va la vieja que servía cerveza, que también ponía el límite.

—No se sabe cuál es el orden de factores: si se vuelve caos porque se va o se va porque sabía que venía el caos (ríe).

—Pero hay algo de eso de las mujeres en la serie, que ponen orden, que aportan lo terrenal, ¿lo pensaste así? Y por otro lado, con el paso de los años y el crecimiento del movimiento feminista, ¿hay algo que a vos te haga pensar que hoy la serie tendría otros personajes o volverías a hacer la historia de esos cuatro amigos de esa manera?

—Sí, yo siento que posiblemente en eso haya algo que quizás atrase un poco, que haya envejecido y, al mismo tiempo, que es una falencia que yo arrastrase ya desde Pizza… porque, en la película, el rol de Sandra (Pamela Jordán), de alguna manera, es el mismo. Es la figura adulta que trata de poner un poco de orden. Lo cual me resulta un poco paradójico porque, en definitiva, en mi vida hubo mujeres que fueron muy importantes y con quienes me vinculé más del lado afectivo y no tanto del lado del orden racional o algo por el estilo. Pero, bueno, es una característica. Por un lado, siento que atrasa un poco, que tal vez sea lo que haya envejecido peor de la serie, y al mismo tiempo, siento que forma un poco parte de la identidad: es una historia masculina.

Y creo que eso se nota en las influencias que tuvo Okupas. Si yo me pongo a pensar, las influencias de la serie son todas historias masculinas. Desde Los inútiles de Fellini a American Graffiti Cuenta conmigo, son historias de tipos. Y si voy más atrás y pienso en las influencias literarias que mucho tiempo después fui dándome cuenta de que tenían que ver con el universo de Dostoievski, con el universo de Sallinger, Bukowski un poco. Dostoievski probablemente sea lo que más haya impregnado porque pienso en Crimen y castigo, y las mujeres siempre tienen como un rol medio ordenador en el relato y la exploración del personaje masculino pone a las mujeres como un ideal o como una figura ordenadora. Ahora que lo mencionás, pienso en la vieja de Crimen y castigo que tiene algo que medio que deriva en la vieja de la escena del Docke…

—En relación con el camino del héroe, el que sufre la transformación más marcada es Ricardo, porque los demás personajes ya están cómodos en sus perfiles, pero él, con ese vacío que siente, necesita la transformación, pero termina para la mierda…

—Es que, desde la perspectiva del viaje del héroe, asume los riesgos de que la cosa termine para mal. Igual yo siento que, de alguna manera, los cuatro se transforman. Bueno, de hecho, Chiqui sufre una transformación te diría… vital. Pero siento que en todos hay una transformación que pasa por el descubrimiento del afecto y de la sensación de pertenencia a un lugar que, al comienzo, no tenían tan claro. De hecho, pensando en Walter y Chiqui, ellos arrancan con mucho conflicto y, al final, es Walter el que se queda llorando en la tumba del Chiqui. Hay como un viaje hacia al afecto, independientemente de toda la oscuridad que rodea ese viaje.

—¿Y por qué decidiste matar al Chiqui?

—No podría darte una respuesta racional. Es como que, a medida que uno va escribiendo, de alguna manera, uno también es un espectador de lo que sucede. Sí te puedo decir que, de alguna manera, la muerte de Chiqui estuvo signada desde hace mucho tiempo antes de que lleguemos a ese capítulo y fue algo que paradójicamente vino al rescate de la escritura porque nos fue ayudando a estructurar el recorrido hasta ese momento.

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Así se ve hoy en día la fachada del “antiguo caserón del orto” (Imagen: Ignacio Marchini)

Son esas cosas que no sabría muy bien cómo explicarlas, pero vino muy de la mano con el momento en que, ya con el proceso de producción iniciado y con hasta el capítulo 3 o 4 escrito, teníamos que encontrar la locación donde iba a ser la casona. Y Claudio Sambi, el jefe de producción que ya tenía el otro gran mérito de haberme presentado a Dante, me dice que ya teníamos el exterior de la casa, pero que estaba medio complicado encontrar el interior y me propone ir a filmar a una casona que quedaba en San Fernando. A mí me parecía una locura porque era la loma del orto e ir todos los días hasta allá para hacer el interior me parecía un delirio.

Cuando entro y veo ese vitraux, inmediatamente se me configuró al mismo tiempo: “Balazo al vitraux y muerte de Chiqui”. Porque el vitraux pedía que alguien le dé un balazo y la razón para dárselo tenía que ser contundente y dolorosa. Todo quedó anudado en ese momento. A partir de ese momento, lo terminé de ubicar el personaje, incluso vivo todavía. Cada vez que lo veía, sabía que estaba viendo un tipo que iba a ser sacrificado por el relato y eso lo ponía en un plano distinto de los demás, que estaban en un plano más mundano.

—En la serie, hay diálogos que dan la sensación de ser improvisados o tomas de cámara que parecen casi documentales, como el viaje en tren a Quilmes o la manifestación de jubilados que atraviesa Ricardo en una escena, ¿cómo fue ese trabajo?

—Fue un poco de todo. Yo siento que los disparadores fueron dos. Primero, esta cuestión de la espacialidad. En el universo audiovisual, y particularmente la televisión, yo notaba que se negaba la realidad, la geografía urbana real de la ciudad y siempre me llamaba la atención. Justamente, es una dimensión más del relato que, por ejemplo en las pelis yanquis, está súper explotado y muchas veces la ciudad es un personaje más. En las series de acá, y en las películas, yo observaba una intención de invisibilizar eso y tratar de mostrar un “no lugar”, como si fuera un limbo que podría ser cualquier lado. Eso fue un factor muy importante. Ya estaba bastante presente en Pizza… pero siento que lo extremé más en Okupas, en el sentido de anclar mucho más la historia en una geografía que existía independientemente del relato. Me gustaba la idea de que los espacios vos los respires y lo sientas y puedas decir “yo conozco ese lugar”. A mí me sucedió de muy pendejo con El Eternauta. Creo que me marcó mucho. Esta convivencia de los tipos yendo por la cancha de River o por Libertador o las Barrancas de Belgrano, donde yo vivía a 6 cuadras. Yo iba a jugar ajedrez al ombú que está al lado del lugar donde se encuentran por primera vez con el Mano. Eso quedó muy impregnado en mí.

Y la decisión fue anclarla en esta zona de Congreso porque era una zona que yo transitaba muchísimo en esos años, que conocía y que tenía esta particularidad de que era una dualidad muy marcada entre la atmósfera de día y la de noche. Convivían dos mundos muy disímiles. Por un lado, tenías el mundo laboral y medio ricachón del día, y, al mismo tiempo, lo que irrumpía una vez que se iban los oficinistas que era como el lumpenaje y esas mismas calles se transformaban en tierra de nadie. Ese contraste siempre me pareció muy rico como punto de partida.

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El temible Negro Pablo, un extraordinario antagonista que marcó un antes y un después en el léxico televisivo

Lo otro tenía que ver con la cuestión de la oralidad, otra cosa que ya habíamos explorado bastante en Pizza…, pero yo siento que en Okupas definitivamente avanzamos mucho más, gracias a varios factores. El hecho de haber encontrado a Dante (Mastropierro) fue determinante en ese sentido. El tipo le aportaba verdad a una forma de hablar que para nosotros estaba totalmente fuera de nuestro registro y nuestras posibilidades. Y más allá de Dante, creo que también cada uno de los pibes desde su lugar le aportó frescura. Lo paradójico es que no es que sucedía espontáneamente, sino que desde nuestro lado estaba dentro de una intención, de ir al encuentro de eso, y que sucedía dentro de una estructura narrativa que más o menos lo iba conteniendo. No es que los actores iban improvisando sobre la marcha y la cosa se iba acomodando, sino que había una convivencia en los dos planos que resultó en que se potencien.

—En la serie, mostrás dos caras posibles de la marginalidad: la solidaria y la violenta. Nos parece que no buscabas ni espectacularizar la violencia ni romantizar la pobreza. ¿Cómo hiciste para evitar eso?

—Eso fue bastante deliberado porque me parecía un riesgo las dos cosas. Tanto la visión paternalista hacia la pobreza como vanagloriar el lumpenaje o la marginalidad en sí misma. Básicamente, intentamos ceñirnos al plano humano y seguir a los personajes, y tratar de ser honestos respecto de sus claroscuros. De hecho, en algún momento, leí algo que planteaba que era una visión como medio porteño centralista porque ubicaba al “mal” en el Docke y la ciudad ubicando al “nido del mal” en la periferia, y la verdad que me pareció una boludez porque nos tomamos el laburo de poner, por ejemplo, al personaje del fletero como para dejar claro que la maldad y la bondad están en todos lados por igual: en el Docke, en Palermo. Tiene que ver con la condición humana y no con el espacio físico donde están las personas. Uno puede encontrar eso en todos lados.

Además, en el plano personal, me pasaba algo muy querible con el puente Avellaneda, que es un puente que yo quiero mucho porque forma parte de un paisaje muy querido de mi niñez. Cuando era pibe, mi nona vivía en un edificio que está justo en frente del puente y para mí, ir a lo de mi nona y escuchar la campana que indicaba que iban a levantar el puente -porque los remolcadores entraban al puerto sobre el Riachuelo- era una fiesta, era como Netflix. Lo veías levantarse y era increíble.

Si bien yo termino llegando al Docke por otro lado, el hecho de transitar ese puente me parecía que estaba bueno desde varios puntos de vista. Primero, desde el plano personal, y después, porque tenía que ver con el personaje de Ricardo y esta cuestión iniciática, y lo que ganaba y perdía atravesando ese puente. Él lo atraviesa en momentos fundamentales de la historia que son cuando comete el error de, por culpa, ir a buscar al Pollo al Docke; cuando comete el peor error de después ir a cagar a trompadas al Negro Pablo y lo deja atado en ese lugar. Ahí es cuando la historia termina de quebrarse, cuando el Negro se libera. Ahí, justamente, hay algo que se rompe para siempre.

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Las torres del Docke, lugar clave y peligroso en la trama de la serie

—Y cuando cruza de vuelta para ir a matarlo, es todavía un mayor momento de quiebre para Ricardo…

—Totalmente, me había olvidado. Sí, igual yo creo que ya estaba quebrado antes. Se termina de cristalizar algo que él venía arrastrando… esa escena está todo oscuro, se escucha todo sonido ambiente. No sé qué mierda era, como unos respiradores metálicos y ruido de hierros.

—¿Cómo fue la relación del equipo de trabajo?

—Se generó una dinámica de mucho compañerismo y mucha mística grupal que para mí fue absolutamente fundamental y que Ideas del Sur, en ese sentido, tuvo la astucia de no interferir. Eso fue muy atinado porque permitió que le diéramos una impronta semi-amateur, te diría. Si bien ya éramos profesionales, al mismo tiempo, estábamos muy embebidos de la cosa de “grupo de amigos” haciendo algo que tenían muchas ganas de hacer.

—Eran un grupo de amigos contando una historia de un grupo de amigos…

—Claro, totalmente. Básicamente era eso. La verdad que después, no sabría decirte exactamente cuándo, hubo un momento en que nos dimos cuenta de que como equipo estábamos muy contentos. Es lo mejor que te puede pasar. Supongo que tenía que ver también con la edad que teníamos y que éramos muy pibes, pero todo el mundo de las horas extra y el cansancio, que era real y muy importante, pasó a segundo plano porque era algo que queríamos hacer. Y no solamente los cabezas del grupo, que eran los chicos que había llevado de Pizza… y mis amigos, sino que eso se trasladó al resto del equipo. Todo el mundo tenía muchas ganas de aceptar el reto de llegar en tiempo y forma a que todos los capítulos terminen, lo cual era muy difícil. Porque el rango que teníamos era muy jodido y fue cada vez más difícil hasta el extremo del capítulo final, que nos llevó 25 horas seguidas de filmación y realmente llegamos cagando, al punto tal de que editamos los primeros dos bloques, lo mandamos a Canal 7, empezaron a pasarlo, terminamos de editar los bloque 3 y 4, y en la publicidad, entre el bloque 1 y 2, llegamos con el beta para pasarlo. Obviamente lo recibieron a las puteadas, el chabón lo chequeó fast forward y salió. Se llegó de esa manera porque de entrada estuvo planteado así.

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Bruno Stagnaro, director y creador de Okupas

—¿Alguna sensación a 20 años de Okupas?

—Yo siento que lo que quiero decir se nota. Es algo a lo que le guardo enorme afecto y que para mí sigue muy vigente, sobre todo en el plano emocional, por todo lo que significó. Aun sabiendo el desgaste que me generó, que no me fue gratuito porque después estuve mucho tiempo sintiendo físicamente mal por el grado de agotamiento al cual llegamos, pero, independientemente de eso, es el recuerdo de algo muy, muy querido de tu juventud al que siempre volvés porque casi que te diría que forma parte de tu identidad. Siento que lo quiero así, de esa manera. Y no solamente por el resultado, sino también por todo lo que significó en el plano emocional hacerlo, con toda la gente involucrada. Siento que, de alguna manera, son esas cosas que te marcan, ese lugar común de que pueden pasar mil años, pero, sin embargo, hay un lugar en el que vos te sentís conectado con esa persona porque viviste algo único. Con Okupas realmente lo siento así. Hay algo íntimo y sagrado.

*Por Nadia Fink e Ignacio Marchini para Marcha.

Palabras claves: Bruno Stagnaro, Okupas, Series

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