La sal, un viaje de aprendizajes  

La sal, un viaje de aprendizajes  
7 octubre, 2020 por Gilda

Por Manuel Allasino para La tinta

La sal es la primera novela de Adriana Riva, publicada en el 2019. La historia comienza con un accidente que sufre en su infancia Ema, la narradora, y que la coloca por primera vez ante la frialdad de su madre. A partir de allí, Ema comienza a indagar en el vínculo con su madre y, embarazada de su segundo hijo, encara un viaje en busca de respuestas. Ese viaje es con destino a una pequeña localidad de La Pampa y en compañía de su madre, su tía y su hermana. Ema está convencida de que volviendo a las raíces podrá descifrar quién es verdaderamente su madre, una mujer que sepultó su pasado para permanecer al lado de un marido que le abrió las puertas de la alta sociedad. 

Con una prosa simple, pero contundente, Adriana Riva replantea los vínculos familiares a través de un viaje lleno de aprendizajes. 

la-sal-adriana-riva“Mamá y papá habían decidido no someterme a ninguna operación, desconfiaban de los atajos, así que mi recuperación ocurrió tres semanas después de mi ingreso al sanatorio, cuando los médicos aparecieron en mi habitación agitando una radiografía al aire y dictaminaron en voz alta: <médula desinflamada>. Para enyesarme, me llevaron con camilla a un salón donde me colgaron verticalmente de un arnés, mientras un tumulto de facultativos en bata me inspeccionaba. Volví a sentir el desdoblamiento de los primeros días: era como si me mirara a mi misma desde el extremo opuesto de la sala. Lo que veía era una marioneta de tamaño natural, a la que iban cubriendo con vendas y engrudo. Me sentía drogada, contenta; el yeso significaba que en unos días iba a poder dejar el sanatorio.  Pero cuando me llevaron de vuelta a mi habitación, el primer espejo en el que me vi reflejada fueron los ojos de mamá. Lloraba de espanto. Tuvo que llevarse una mano a la boca para ocultar el temblor de sus labios.  No había entendido que la armadura me iba a cubrir desde la cabeza incluida hasta el nacimiento de mis piernas, dejando al descubierto solo mi cara y mis brazos. Era una momia musculosa. –No pasa nada, ma, estoy bien -la consolé. No sirvió. No había manera de reanimarla. Hacía años que había incorporado a su anatomía un órgano negador. Las primeras horas con mi nueva coraza fueron asfixiantes. Me costaba respirar. Ni mi garganta ni mi barriga tenían espacio para practicar el subibaja, tenía que concentrarme para que no se atrofiase un mecanismo tan natural como el de inhalar y exhalar”. 

En La sal, Adriana Riva recurre al humor y a la crudeza para describir un vínculo entre una madre y una hija, que está lleno de misterios. Por más que Ema lo intente, hay una zona que ella no logra franquear, eso no cambió con el paso de los años. “Una mala madre. Como todas”, dice Elena de sí misma cuando su hija Ema le pregunta cómo es como mamá. 

Durante el viaje, Ema descubrirá que intentar conocer a su madre es un desafío muy complejo: cada vez que logra abrir una hendija, aparece otra igual de impermeable. 

“La recuperación en casa me llevó cuatro meses, tres de los cuales permanecí en posición horizontal, sin moverme de la cama, salvo cuando me transportaban en ambulancia a hacerme radiografías, para ver cómo evolucionaban mis vértebras. Juvencia aprovechaba esas mañanas para cambiarme las sábanas, que olían a transpiración y a pis y a grasa humana. Conmigo postrada, la limpieza era casi nula. Cada mañana, cuando el sol alcanzaba la cama, ella aparecía con su silbido manso y su trapo humedecido en agua tibia para que yo no tuviese frío, pero mi pelo, atrapado debajo del casco de yeso, no se lavó en meses. Cuando necesitaba hacer pis, Juvencia me acomodaba la chata entre las piernas y me dejaba sola para hacer mi descarga sin vergüenza. Arriba del amasijo de vendas usaba un camisón de algodón con un estampado de osos pandas, que tampoco se lavaba, y la roña se fue acumulando en el ambiente hasta pasar desapercibida, igual que un gato negro ovillado en un rincón oscuro. En promedio veía tres películas por día, y llegué a aprenderme de memoria el guión de La novicia rebelde: “me encanta imaginarte como madre de siete chicos ¿cómo piensas hacerlo? ¿Nunca has oído hablar de los encantadores internados? Siempre procuro conservar la fe en mis dudas, hermana. La lana de las ovejas negras también abriga”.  Lo más complicado de mi vida horizontal era tragar. Lo hacía a través de una manguera de plástico azul, por donde me pasaban licuados de puré de zapallo o manzana y nesquiks azucarados, que Juvencia me preparaba con médanos de maicena fundidos en leche caliente para evitar que yo siguiese perdiendo peso.  Nunca pedí un espejo, pero mi tía Sara, la única hermana de mi mamá, me llamaba <<ciruelita chupada>> cada vez que me visitaba. Julia me traía del colegio las cartas que me mandaban mis compañeros de clase. Venían en sobres decorados con figuritas y faltas de ortografía, y ofrecían un catálogo de novedades irrelevantes: <<Te cuento un secreto: ya no gusto más de Sebastián, ahora me gusta Felipe es re buenmoso pero medio enano>>. <<Me compré una campera de jean como la que tenes voz>>. <<Te vas a perder mi cumple, va a estar buenísimo>> <<Bueno, me tengo que ir a serámica, vesos, Mili>>. Al principio mi hermana traía montones de cartas, que me leía para pasar el rato conmigo sin aburrirse, pero como yo no quería contestar ninguna (porque no podía sola, y porque no quería dictarle a otra persona, menos que menos a mi hermana) los montones se redujeron a unas pocas cartas sueltas y al final a nada. Las visitas eran escasas. Mis amigas veían de a dos o tres hablaba más entre sí que conmigo. Acostada como estaba apenas podía verlas de perfil, y me volví una experta en disfrutar momentos fugaces. Llenaba el día con pequeñeces: el aire fresco que se colaba en la madrugada, las virutas de algodón que bailaban en los haces de luz color manteca, el olor a tierra húmeda después de la lluvia. Cuando mis amigas se me acercaban para despedirse, la visión de sus caras era tan disruptiva como un Picasso. Sus narices crecían a destiempo y algunas empezaban a tener sarpullidos de acné en la frente. Esas mutaciones eran prueba irrefutable de que mientras yo atravesaba una encrucijada en la que no podía volver a ser quien era pero tampoco me convertía en otra cosa, el mundo evolucionaba sin mí”.

Elena vivía agobiada por la entrega que demanda la familia como institución organizada en torno al hogar y los rituales. Ella solía encerrarse en su auto a leer o respirar el aire viciado de su nave. En esa tarea estaba cuando su hija Ema, con once años, cayó trepando una escalera. La recuperación tardó los meses que solo una mujer pudo soportar con su cuerpo: Juvencia, una mucama de uniforme que le cantaba en guaraní y le frotaba las plantas de los pies con pomadas mágicas para que pudiera, finalmente, ponerse de pie. 

“-¿Tomamos otro cafecito antes de salir?-pregunta mamá. Los cafecitos son su excusa perfecta para retrasar el día, la vida. Ella vive en esos paréntesis de café. –No, en todo caso paramos en la ruta a tomar algo. Julia acaba de avisarme que nos están esperando. Subimos al auto. Manejo yo. –Esta semana me ningunearon cuatro -dice mi mamá en el primer semáforo. Tiene la cabeza echada hacia atrás, los ojos entrecerrados. -¿Cuatro qué? -Pienso en el cuento del sastrecillo valiente, el que mató a siete de un golpe. –Me ningunean, yo sé que me ningunean. Arreglé con Clara Unzué para ir juntas al aniversario de los Anchorena y después ni siquiera me llamó para cancelar. Me dejó plantada, y yo como una tonta, esperando. Era la fiesta de Cuqui Anchorena, que cuando se enteró de que yo estaba al tanto del festejo trató de arreglarla y me escribió para decirme que me esperaban a mí también. El otro fue Carlitos, ¿podés creer?, Carlitos. Después de la inauguración en Proa fueron todos a tomar algo a su casa, y no me dijeron nada. Yo me mandé sola al cine. Y el cuarto no me acuerdo… Ah sí, ya sé, Miguel Otero, el periodista. Lo vi en lo de Teresa, en un té. Estábamos chalando los tres y cuando Teresa se levantó para atender a otra gente, él se levantó a los dos minutos y me dejó hablando sola. Te juro que me quedé muerta, no lo podía creer. –Hay un complot en tu contra…. –Por supuesto.  Desde que murió papá, mamá está esperando que la alta alcurnia con la que se codeó los últimos treinta y cinco años la destierre a Siberia. Espera que le bajen el pulgar, que le corten la cabeza, que el teléfono deje de sonar y se acaben las invitaciones a un vernissage, una cena a beneficio, un aniversario. Lleva toda su vida confusa acerca de quién es.  –Me parece que estás exagerando un poco, las cosas podrían tener otra lectura. –Pero no la tienen, justamente es un mundo de sutilezas y en las sutilezas está la verdad. ¿O vos crees que si Clara Unzué hubiese dejado plantada a Muni Álzaga no la hubiese llamado al día siguiente para disculparse? –No entiendo por qué te importan tanto esas cosas. –La vida es un toma y daca, y yo ahora no tengo nada para dar. Casi no hay autos en la avenida. Tres chicas con el pelo, los ojos y los labios pintados de negro, cruzan corriendo por la senda peatonal. Se ríen cuando llegan a la otra vereda. –Cuando vivía tu papá, yo podía andar en tacos porque me apoyaba en él. Ahora se me puede torcer el tobillo en cualquier momento y no tengo de quién agarrarme. Me gustaría decirle que me tiene a mí, que se puede apoyar en mí, pero yo no le intereso de esa manera. No sé qué ve cuando me mira”.

La sal de Adriana Riva es una novela en donde una mujer busca en su madre esquiva algunas respuestas sobre sus propias angustias. Es una historia conmovedora, intimista y cargada de imágenes certeras. 

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Sobre la autora

Adriana Riva nació en Buenos Aires, en 1980. Trabajó diez años como periodista. En 2017, publicó Angst (Tenemos las Máquinas), su primer libro de cuentos, y, en 2018, Entre las hojas que cantan, una biografía ilustrada sobre María Elena Walsh. Tiene tres hijas. La sal es su primera novela.

*Por Manuel Allasino para La tinta.

Palabras claves: Adriana Riva, literatura, Novelas para leer

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