Un regalo envenenado

Un regalo envenenado
9 septiembre, 2020 por Redacción La tinta

Las donaciones son solo un buen negocio para marcas y oenegés, y para entender por qué hay que ver Haití. Después del terremoto de 2010, la filantropía copó calles y oficinas prometiendo ayudas que nunca fueron tales. Una de las más recordadas fue la de Monsanto, que intentó entrar al país con 475 toneladas de semillas transgénicas, pero encontró un campesinado que lleva la resistencia en la sangre y que jamás se pondría de rodillas.

Por Milo Milfort para Bocado

Haití, agosto 2020

Enero del 2010, un poderoso sismo de magnitud 7.3 en la escala de Richter golpea severamente a Haití. Más de 200 mil personas mueren y 1.5 millones quedan desamparadas. Cientos de miles de construcciones se derrumban en 35 segundos. Hay importantes daños, sobre todo, en el departamento del Oeste donde vive un tercio de la población total del país, en la zona de la capital, Puerto Príncipe.

A esa catástrofe, le siguió otra: la invasión de cientos de organizaciones no gubernamentales (ONG), organismos humanitarios y multinacionales. Llegaron de todos lados, aprovecharon la situación para hacer base en Haití.

Se estima que llegaron casi 10 mil ONG y organismos humanitarios, los que, durante algún tiempo, casi reemplazaron al Estado, que estaba bajo los escombros, creando una situación de dependencia total en la población.

Cuando comenzaron a agotarse los fondos, en 2014, la ayuda se retiró. No dejaron nada duradero y, hoy, los problemas y dificultades estructurales aún persisten.

En ese contexto, en la primavera de 2010, en un país devastado que no salía del shock, a través del proyecto Watershed Initiative for National Natural Environmental Resources (WINNER) de la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID, por sus siglas en inglés), la compañía agroalimenticia mundial Monsanto hizo una “donación” de 475 toneladas métricas de semillas de maíz y legumbres bajo argumento de “apoyar el esfuerzo de reconstrucción” en Haití.

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(Imagen: Mediahacker)

Monsanto, el primer productor mundial de Organismos Genéticamente Modificados (OGM); el antiguo fabricante del Agente Naranja que es ahora la mayor compañía de semillas del mundo y uno de los mayores fabricantes de pesticidas ofreciendo “ayuda” a un país que es en un 70 por ciento agrícola, bajo un sistema productivo tradicional. Después del terremoto, sus semillas llegaron a la isla y no fueron bien recibidas. Los campesinos haitianos, aún en medio del colapso, se opusieron a la “donación” y la compañía no pudo completar la distribución de sus semillas. Esa es la historia conocida. Narrada, incluso, como una película donde triunfa el bien.

Pero el proyecto WINNER siguió adelante. Con un plan de cinco años, financiado aproximadamente con 126 millones de dólares, decía buscar “reducir la pobreza mediante el crecimiento agrícola”. Fue dirigido por Chemonics International, el gigante contratista que ejecuta los planes de USAID con más de 5.000 empleados en 100 países. El manager local del proyecto fue Jean Robert Estimé: antiguo ministro de asuntos externos bajo la dictadura de Jean-Claude Duvalier, quien, además, ya había trabajado para Chemonics en África.

A grandes rasgos, WINNER prometía mejorar las condiciones de vida de las poblaciones e invertir en el crecimiento económico, regalando fertilizantes y semillas de maíz amarillo, además de sorgo, arroz, melón, espinaca, brócoli, berenjena, cebolla y sandía para cubrir miles de hectáreas. El programa se ejecutó entre 2010 y 2015. Según los propios informes de la ONG, ayudó “a 1.500 campesinos” con “técnicas innovadoras”. El balance oficial de USAID dice que “los agricultores haitianos experimentaron aumentos dramáticos en los rendimientos de los cultivos este año gracias a un programa innovador dirigido por la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional”, es decir, ellos mismos.

Lo cierto es que WINNER nunca rindió cuentas de forma transparente ni concedió ninguna entrevista a la prensa. Pero el programa sirvió para entrada, más a cuentagotas, pero entrada al fin, de las semillas que los campesinos no querían. WINNER dijo que eran “híbridas”, muchos temen que fueron de Monsanto, semillas OGM. Un combo que no logró mover los índices de inseguridad alimentaria, que siempre están peor.

Haití fue otro país

Haití es hoy el país más pobre de América, pero también fue la primera república negra libre e independiente del continente. Un país que se rebeló al colonialismo francés hasta ponerlo de rodillas en 1803. Y a la ocupación estadounidense en 1915. Un país en donde, a pesar de los muchos esfuerzos, nunca nos gustó el baseball. Un rechazo que no es un detalle, sino una marca de resistencia.

Hasta hace no tanto tiempo, Haití era otro país.

Era autosuficiente a nivel alimenticio. Alimentos como el tamarindo y el árbol verdadero -o árbol de pan-, que da una fruta tropical de piel verde y corazón blanco, buena para hacer jugos o comerla cocida, era usada para alimentar a animales como los cerdos. Los campesinos producían en cantidad y el hambre no les molestaba el estómago.

«Solíamos cultivar maíz, mijo y algodón. Vendimos algodón a grandes comerciantes. Eso nos hizo ganar dinero”, recuerda Franck Chérilus, un hombre de 68 años de edad, padre de 5 hijos. “Yo sabía cómo comerciar. Compré mijo, lo molí y lo vendí. Fue una realidad que no duró mucho con (François) Duvalier, las plantas empezaron a desaparecer”.

Haití es también una tierra de terremotos y huracanes. Un país que arrastra más de 30 años en crisis social, política y económica. Devastado por la pobreza: 8 de cada 10 habitantes no pueden satisfacer sus necesidades básicas. Tiene la renta per cápita más baja de todo el hemisferio occidental y ocupa los peores puestos mundiales en cuanto al Índice de Desarrollo Humano de Naciones Unidas (145 de 177). Asolado también por la corrupción (ocupa el puesto 168 entre los 180 países que mide Transparencia Internacional), sus calles están asediadas por diversas formas de violencia.

El suizo Jean Ziegler, primer relator de Naciones Unidas para el Derecho a la Alimentación (2000-2008), ha documentado cómo Haití sufrió los planes de ajuste del Fondo Monetario Internacional (FMI). “Entre 1985 y 2004, las importaciones haitianas de arroz saltaron de 15 mil a 350 mil toneladas al año. En simultáneo, la producción local colapsó, de 124 mil a 73 mil toneladas”, escribe en el libro Destrucción masiva. Casi el 80% de los gastos públicos de ese país se direccionan a la compra de alimentos.

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(Imagen: Sophia Paris gerais)

Políticas de ajuste estructural, disminución de tarifas aduaneras y falta de inversión en la agricultura local fueron los principales factores del derrumbe hacia el presente. Haití dejó de tener cerdos criollos porque dejaron de producirse bajo pretexto de que tenían peste. En realidad, fue una estrategia para introducir cerdos nacidos en Estados Unidos. También se introdujo el arroz, que antes solo se comía en ocasiones. Y, ahora, todos los granos que llegan al plato son importados. Arroz, maíz o frijoles, como parte de un gusto creado.

En las calles, los haitianos consumían alimentos hechos con productos locales como el Acasan (puré de maíz) y la Cassave (un pan de mandioca), además de otras preparaciones con maíz, mijo y tubérculos. Los hábitos alimentarios comenzaron a cambiar hace más de tres décadas, con la introducción del pollo y las bebidas azucaradas. La gente solía beber jugo de frutas locales como limón y comer pollos criados aquí, pero, desde por lo menos tres décadas, los agricultores han estado liquidando las frutas para comprar jugo ultraprocesado, que es importado, y pollos industriales, también importados, desde República Dominicana.

Los haitianos comían en las calles con platos reutilizables. En esta última década, vía “importación masiva”, el país también fue invadido por platos desechables y placas de espuma de poliestireno no biodegradable que contaminan el medio ambiente. En la dieta, se incorporaron espaguetis, que nunca habían sido parte del menú local.

Haití es hoy un país donde la miseria aumenta día a día, la desesperación se ve en los rostros, la comida se está convirtiendo en un lujo y los jóvenes se van masivamente a otros lugares en busca de una vida mejor. Entre el 10 y el 12 por ciento de los haitianos viven fuera de su país de origen. La mayoría de ellos emigran a la República Dominicana, el Canadá, los Estados Unidos, el Brasil, Chile, Ecuador y el resto de América del Sur. Entre los migrantes, hay muchos campesinos que vendieron su porción de tierra para comprar un boleto para ir trabajar en otros países de América Latina –por ejemplo, Chile–.

Regalo envenenado

Es mediodía. Luego de viajar tres horas en auto y quincena minutos en moto desde Puerto Príncipe, llego a Papaye, tercera sección comunal de la ciudad de Hinche, en la región llamada Plateau Central, a 112 kilómetros de la capital. Un lugar donde la deforestación es dura, la sequía salvaje, las rutas están en mal estado y la agricultura muere. Al igual que en 2019, varios cientos de plantaciones están siendo eliminadas por colonias de orugas que, desde hace meses, están destruyendo todo a su paso.

Papaye es una localidad calma en la que la gente vive como si no hubiera COVID-19 e, incluso, cree que no llegará. No se respeta el uso obligatorio de máscaras ni el distanciamiento social ni la limitación del movimiento.

Este tiempo de crisis es, tal vez, otra oportunidad para que las transnacionales se acerquen a los campesinos a ofrecerles sus semillas. Todavía no lo han hecho. Y aunque aseguran que están vigilantes para volver a protestar, también sufren porque las autoridades los olvidan mientras las plagas destruyen sus plantaciones.

Esta región es, pese a todo, el emblema de las resistencias en Haití. Conocida por su oposición a la ocupación estadounidense en 1915 y, en años más recientes, sede de la más influyente organización campesina, el Mouvement Paysan Papaye (MPP). Un grupo que tiene como objetivo unir a todos los trabajadores rurales haitianos y, sobre todo, reunir a los jóvenes para buscar mejoras culturales y económicas.

Chavannes Jean Baptiste, coordinador del MPP, viste una camisa de estilo campesino y me recibe cerca de su casa, en una granja que tiene área de entrenamiento para los miembros de MPP y dormitorios. El líder campesino habla entre árboles, con el sonido de fondo de pájaros cantando. Son pájaros endémicos, el aire es frío, el lugar es muy agradable: bueno para vivir.

Diez años después, Baptiste recuerda lo que sucedió cuando hasta aquí llegó el gigante agro-alimenticio Monsanto. Cuenta que, entonces, consiguió un saco de fertilizantes en Croix-Des-Bouquets para tener pruebas, para saber con certeza qué les donarían.
“Era un complot mundial -dice Baptiste-. Era un signo de solidaridad y también una manera de crear empleos, pero mientras algunos fueron golpeados por la catástrofe, otros vieron una oportunidad para mover sus propias piezas”, dice el presidente y fundador del MPP.

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(Imagen: Mediahacker)

Recuerda el 4 de junio de 2010. Ese día, cerca de 20 mil personas que venían de todo el país se reunieron en la localidad de Papaye. Marcharon hacia la plaza principal, que se llama Charlemagne Péralte en honor de un revolucionario nacionalista que combatió contra la ocupación estadounidense. “Nos manifestamos para protestar contra un regalo envenenado. Era una movilización enorme. Al final de la marcha, quemamos semillas de Monsanto”.

—¿Por qué se oponían?

Porque sabíamos que modificarían las semillas locales. Quisimos mostrarle al mundo entero que, mismo si fuimos víctimas de un sismo devastador, no aceptaríamos que multinacionales venenosas se aprovechen de nuestra malaria para hundirnos aún más.

Era una atmósfera festiva, de carnaval, al ritmo de bandas de rara, grupos tradicionales haitianos que suenan con tambores, trompetas hechas de cañas y latón, y otros instrumentos nativos. A pesar del sol, del calor, los manifestantes bailaban. Lanzaban eslóganes hostiles a Monsanto y al gobierno de la época. Los campesinos estaban muy enfadados con la compañía multinacional y exigieron a las autoridades que detuvieran la distribución de semillas en el país. Llevaban pancartas, estandartes y retórica anti-Monsanto. La gran mayoría de ellos usaban sombreros de paja. Eran de ambos sexos, pero, sobre todo, jóvenes, niños y adultos.

La pelea no acabó ahí. El MPP llevó el caso a organismos e instancias internacionales. Jean Baptiste, el fundador y director de la organización campesina haitiana, viajó a Estados Unidos, donde plantearon su defensa jurídica internacional contra Monsanto ante el Ministerio Americano de la Agricultura, el Congreso Americano en Washington y la Organización de las Naciones Unidas (ONU).
Joanas Gué, ex ministro de agricultura durante el gobierno del ex presidente René Preval (2006-2011), en entrevista para Bocado, considera que “el sector campesino tiene razón en tener inquietudes. Al entrar a esta dinámica (de Monsanto), tendrán que comprar semillas cada año a las grandes filiales multinacionales. Semillas híbridas y OGM”.

País de campesinos

Justimé Octave tiene 50 años y es padre de 8 hijos. Vive en Bassin Zim, en el departamento del Centro, en la localidad de Terrier, cerca de una cascada muy visitada en vacaciones. Parece mayor que su edad, pero transmite la energía de un joven. Resulta evidente que tiene una buena relación con los miembros de su comunidad. Es un ferviente miembro del MPP y también un campesino que ha estado involucrado en la agricultura desde su infancia.


Comenzó a trabajar la tierra cuando tenía 12 años. Lleva 38 años sembrando, cuidando, cosechando. “Pudimos ver que, si ingresaban, perderíamos toda nuestra producción nacional. Pasaríamos a comprarles semillas cada año. Nos decíamos que, si dejábamos que Monsanto entrara a nuestro país, estaríamos en la mierda. Nuestra miseria crecería. Por eso, nos manifestamos contra él”.


Al igual que ocurre en muchas partes de la región, los campesinos son una parte marginada en la sociedad: cuentan con pocas herramientas y eso genera bajos niveles de producción, además que el Estado no invierte en el campo y los bancos no ofrecen créditos.

Aquí, quienes trabajan la tierra apenas tienen como herramientas el machete, la rueda y picos viejos, muchas veces usándose los mismos desde la época de la colonia. Una bota de goma en los pies, las piernas del pantalón levantadas, un sombrero de paja en la cabeza: así se ve a los campesinos en la región de Plateau Central, Departamento del Centro. Sacan la hierba con sus manos, no tienen ni guantes protectores.

Se enfrentan a problemas como la erosión, el acceso deficiente a los medios de producción y la dependencia de las lluvias. También suelen ser víctimas de peligros ambientales contra los que no están protegidos.

Sus granjas son pequeñas. A los agricultores, les resulta difícil sacar provecho de su actividad de subsistencia y el pequeño excedente que obtienen se invierte en la educación de sus hijos.

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(Imagen: Sophia Paris gerais)

Esta situación de opresión hacia el pasado, sumada a las políticas de importación de alimentos, hace que el campesinado no pueda trabajar como querría, sabe y es capaz. Pero, desestimándola, fue utilizada como pretexto para el ingreso del proyecto extranjero que, lejos de llegar a la agricultura local, fue otro enclave foráneo de laboratorio.

La multinacional Monsanto logró ingresar semillas valiéndose del programa WINNER, aunque no a escala masiva como pretendían. Mientras, la agricultura haitiana sigue desplomándose y la inseguridad alimenticia se agrava cada día. Muchas oenegés que se habían instalado en 2010 se retiraron un tiempo después. Pero ahora, con la pandemia de COVID-19, encuentran otra oportunidad para hacer “donaciones” que terminan siendo buenos negocios para ellos mientras en Haití solo dejan dependencia.

*Por Milo Milfort para Bocado / Imagen de portada: Marco Dormino.

Palabras claves: Emergencia alimentaria, Haití, Monsanto, pandemia

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