Llámame por mi nombre

Llámame por mi nombre
11 septiembre, 2020 por Redacción La tinta

Las residencias para personas mayores oscilan entre las tarifas impagables y los emprendimientos clandestinos con condiciones indignas para quienes allí viven encerrados. Y, en general, funcionan gracias a la extenuación laboral femenina. Sin embargo, están más vigentes que nunca porque son el paliativo para una paradoja todavía irresuelta: la carrera por alargar la vida se acelera mientras las formas comunitarias están estalladas.

Por Natalia Gelós para Revista Crisis

No siempre fue así. Nunca fue así, en realidad. Las botas blancas, los mamelucos blancos, los guantes, las mascarillas, los uniformes de esos que se mueven como astronautas, la puerta abierta de la ambulancia arrimada a la vereda como una boca que traga. Entran y sacan en camillas a señoras y señores, de quienes apenas se aprecian sus canas, sus arrugas, tapados con mantas. Las cámaras filman y las familias, que hace más de tres meses que no los ven, miran todo por tevé como el resto de los televidentes que ya conocen ese despliegue de memoria.

El primer caso confirmado de coronavirus en una residencia para adultos mayores en Argentina fue en el barrio de Montecastro en Capital, el 2 de abril. Luego se sumaron 19 en una residencia de Belgrano y en el mismo día un muerto y siete contagios en otra institución de Parque Avellaneda. En julio, Eugenio Semino, defensor de la Tercera Edad, denunció que un tercio de los fallecidos a causa de la enfermedad en AMBA habían sido personas de más de sesenta años con internación geriátrica. En otras provincias las residencias para mayores también fueron el foco de atención. Salvo que se tratara de un Carlos Salvador Bilardo o un Cacho Fontana, los residentes trasladados por sospecha de COVID–19 fueron cuerpos que desfilaron como números, nombrados con una batería de eufemismos para evitar esa palabra: viejos. Hasta hace poco estaban quietos y en silencio, figuras adivinadas tras las cortinas de residencias que en sus páginas web sí invirtieron en diseño, que venden postales de tranquilidad, limpieza y armonía, y en sus carteles de entradas, cuando los hay, enuncian una esperanza de cartón. Esa quietud, ese halo de tiempo suspendido que envolvía a estos lugares, desde la irrupción de la pandemia se quebró en mil pedazos. No solo la “rutina” cambió. También fue una oportunidad para mirar ahí donde atendemos únicamente cuando es nuestra puerta la que suena; todavía falta saber si alguien va a recoger el guante.

El juego de la oca

Quienes saben del tema le sacan tarjeta amarilla a la palabra geriátrico. Por mal expresada. O poco precisa. El término mueve muchas capas de sentido; tantas como decirle a alguien abuelo sin tener con él un vínculo, solo por el cuerpo inclinado, el bastón. ¿Cuándo a alguien lo llaman viejo por primera vez? Más allá de las apreciaciones de quien nombra o señala, en los papeles en Argentina se considera adulto mayor, en sintonía con lo que delimita Naciones Unidas, a las personas que tienen más de sesenta años. En las residencias de larga estadía –la expresión más políticamente correcta– viven personas de esa edad con muchas diferencias entre ellas de acuerdo a la autonomía de la que gocen. Lo geriátrico se reduciría a un tratamiento de enfermedades o prevención y estas casas en realidad lo que ofrecen es alojamiento, y cómo nombrarlo es parte de una batalla que intentan dar quienes desde hace años estudian el tema. “Geriátrico remite a la medicina y no se trata de eso. No son sanatorios. Son residencias colectivas. Casas comunitarias. Aunque se los piense a veces como acumulador de viejos”, dice Mónica Roqué, ahora a cargo de la Secretaría de Derechos Humanos, Gerontología Comunitaria, Género y Políticas de Cuidado de PAMI, aunque antes ya tenía una larga carrera dedicada a atender y pensar la tercera edad.

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(Imagen: Victoria Veber)

Roqué asumió en diciembre de 2020. ¿Cómo encontró a la mayor obra social de América Latina?: “Quebrada, con lista de espera de tres mil personas, con normativas muy viejas, de asistencialismo. Buscamos que las instituciones modernas no sean depósitos, apostamos a un Modelo de Atención Centrado en la Persona”, dice. En el medio, a tres meses de estrenar el cargo, llegó el tsunami y hubo que pegar el volantazo. El 7 de marzo dieron a conocer el protocolo para los hogares: “instituciones cerradas, suspensión de las visitas, se comenzó a comer de a dos, con distancia, se propició la virtualidad para el contacto con las familias, el buen trato, mantener las actividades cotidianas”. Pero su norte es el caso español, más allá de la coyuntura su idea es poder empoderar a este sector que suele ser corrido del eje de la discusión. En ese sentido, y sobre el lugar que ocupan en nuestra sociedad, Eugenio Semino, el Defensor de la Tercera Edad, dice: “Vivimos en la cultura Dorian Gray. Nadie va a hablar mal de un viejo, pero en paralelo no morfan, no se los cuida. En Europa los que activaron el mercado fueron ellos. Se les mantenía la salud en el cuerpo y la plata en el bolsillo. Acá eso no pasa y los viejos se convirtieron en sobrantes sociales que pasan de ser de consumidores a consumidos por las políticas de la enfermedad: para todo una pastillita. Todavía no existe un sistema previo de atención y todo se resuelve cuando la situación estalla en la casa”.

Según el Centro Latinoamericano y Caribeño de Demografía, en el año 2050 en nuestro país, una de cada cinco personas tendrá 65 años y más. No todas vivirán en instituciones, claro, pero ese segmento crece. En Argentina, según el último censo nacional había, en 2010, 3584 residencias de larga estadía, con cuatro grandes núcleos: CABA, Córdoba, provincia de Buenos Aires y Santa Fe. Roqué informa que de ellas hay 568 residencias de PAMI, cinco de gestión propia y el resto a través de convenio (son privadas y se paga la prestación). En las instituciones privadas el abanico es tan amplio que abarca hasta la informalidad, y aparecen esos casos como el de Bahía Blanca en el que la muerte de una mujer por coronavirus y el contagio de otras en un geriátrico destapó que se trataba de un lugar clandestino que pertenecía a un pastor evangélico, quien en paralelo había realizado ceremonias religiosas y entre el culto y el negocio del geriátrico trajo y llevó el virus. Con apenas un poco de archivo surgen noticias de esas a lo largo y a lo ancho de todo el país. Roqué aclara que el control de estas instituciones depende de cada región.

Lo que cada familia transita, si llega el momento de buscar hogar para un familiar mayor, es un peregrinaje largo y cargado de angustias. Un recorrido, la mayoría de las veces, por demás solitario. No es fácil hablar de estas cosas ¿Quién quiere hablar de pañales para adultos, de escaras en la piel, de comida en la boca? No son así todas las situaciones, pero, como advierte Semino, cuando una familia toma la decisión de internar a su padre, madre, abuelo, tío mayor, lo que sea, lo hace por lo general luego de un trajín por demás estresante que, en la mayoría de los casos, recayó en una mujer: la esposa, la hija, la nuera. Y cuando el deterioro llega, se toma la opción de una residencia para adultos con un estrés familiar ya acumulado. En ese camino de avances y retrocesos, antes de optar por un lugar, empieza una búsqueda que tiene como primera vara la del bolsillo: un lugar “cinco estrellas” puede valer de doscientos mil pesos mensuales en adelante. Los hay de cuarenta mil por mes y también de quince mil. La diferencia se verá en algo más que la cantidad de hilos de las sábanas de la cama.

“Más o menos todos los que hemos pasado por eso hacemos el mismo recorrido –dice María Soria. Empezás con las cuidadoras domiciliarias pero en mi caso tenía que tener tres turnos de personas por ocho horas por día los siete días a la semana y era imposible de pagar”. El peregrinaje para encontrar una residencia duró unos meses. “Yo vi lugares horrorosos, de película de terror”, dice. Aunque lo ideal es fomentar que los adultos mayores lleven su vida en la propia casa y que la residencia sea la última opción, muchas veces –lo saben bien quienes han pasado por ello– se hace imposible cuidar como corresponde a un familiar si su autonomía se ve alterada. Soria cuenta eso. Desde hace unos años, logró que la prepaga aprobara el trámite para que su mamá pudiera ingresar a una residencia en Flores que por mes les cobra 102.560 pesos. “Este es más o menos el precio en el que ronda un lugar medio, ni horrible ni de luxe. Por supuesto que para cualquier mortal que depende de sus ingresos este importe es imposible de afrontar así que hay que recurrir a la prepaga para que se haga cargo en las situaciones que corresponde”, dice y cuenta que ese monto depende de un nomenclador nacional que desde hace tiempo no varía, aunque sí cambiaron los precios de la residencia, que aumentó dos veces en lo que va del año. ¿Qué incluye el pago mensual? Hotelería, alimentación, enfermería y lavado de la ropa. Remedios, los artículos de higiene personal y los pañales van por cuenta de la familia. Su madre sigue en la residencia y desde marzo no la puede ver.

(Imagen: Victoria Veber)

No hay clases sociales preferidas para el coronavirus: desde el inicio se gastó esa frase, y parte de su veracidad la vemos en el circuito de contagios en las residencias porteñas: hubo casos en The Senior Home, en Almagro, donde vive Bilardo, una residencia high class que cuenta con varios salones de esparcimiento, pecera, patio con gazebo y salas con varias computadoras para los que ahí habitan, y también lo vemos en el Buenos Aires, en Flores, una casona refaccionada sobre la calle Bolivia que fue evacuada. “La pandemia es como una inundación. Cuando las aguas están arriba todo se mira pero cuando bajan se va el foco de atención ¿Alguien se pregunta por la situación de los viejos?”, pregunta Semino.

Lo que siempre marcó los avances en temas de legislación y controles fueron casos que de alguna manera, aunque sea por un día, ocuparon las páginas de los diarios. En 2001, por ejemplo, en enero, luego de una tormenta de las que son feroces, Belgrano R se inundó y el agua entró por la ventana de una residencia en la calle Superí. En el acto murieron cuatro ancianas. Al otro día, en el Hospital Tornú, la quinta. Eso apuró la sanción de la ley 661 de la Ciudad de Buenos Aires, que crea el “Registro Único y Obligatorio de Establecimientos Residenciales para Personas Mayores”. La reglamentación llevó su tiempo. Cuatro años, hasta que en 2005 el que entró en escena fue el fuego: un hombre murió calcinado en una institución y la reglamentación llegó por decreto. En esa legislación se deja en claro que lo que brinda un hogar colectivo para los adultos mayores, además de alojamiento, es: “alimentación, higiene, recreación activa o pasiva y atención médica y psicológica primaria”.

La reglamentación sin embargo no combatió la clandestinidad de los lugares. Muchos de Capital se mudaron al conurbano, otros quedaron silbando bajo. Desde la Defensoría de la Tercera Edad estiman que son unos 1100 en AMBA. Casas pequeñas con veinte, treinta personas, que muchas veces se vuelven la única opción de familias desesperadas y con pocos recursos. Fabián D. es inspector de una empresa de servicios y hace poco debió hacer un repaso por lugares registrados para ese fin. Encontró muchos cerrados y la información llegaba de la mano de los vecinos: “Se mudaron a provincia”, le decían. “Lo que me llamó la atención – cuenta– fue el tamaño de las casas en las que habían funcionado muchos. Algunas de tres ambientes… ¿Cómo podían vivir tantas personas en un lugar así?”.

Viejos lobos

Somos un país que envejece y es una buena noticia. Cuando los números indican eso es porque la esperanza de vida sube. En Argentina, entre las mujeres llega a los 81 años, entre los varones, a los 74. Pero que ese segmento de la población aumente abre preguntas que no tienen todavía respuestas definitivas: ¿cómo planear políticas que igualen en oportunidades? En especial, y pese a vivir más, como en muchas otras cuestiones, quienes llegan en condiciones más precarias son las mujeres. Es que la vejez, como dice Roqué, es un fenómeno femenino. “Llegamos en peor estado de salud. Como las que cuidamos somos las mujeres, y por lo general enviudamos, nos quedamos más solas y sin recursos económicos. Eso es un combo fatal”. El 70% de la viviendas de larga estadía son ocupadas por mujeres. También recae sobre ellas el cuidado de otras personas mayores en casa y los trabajos pagos en las instituciones son, a su vez, llevados adelante por personal femenino en su mayoría. Semino resalta esos viajes largos que hacen muchas hasta residencias de capital o cercanías, para atender en lugares donde las tareas se multiplican y el personal se reduce. Poner el cuerpo para cambiar la ropa a otros, para bañarlos, para dar de comer en muchos casos, y acompañar puede ser un trabajo agotador.

Isabel, enfermera profesional y trabajadora de una clínica de La Plata, da cuenta de ello. Un domingo a las 10.30 de la noche vuelve a su casa en colectivo. Está cansada. En el lugar en el que trabaja hay 20 ancianos y poco personal. Antes eran 40, y funcionaba como geriátrico, pero debieron trasladarlos porque no podían dar la atención necesaria. “Ahora con el coronavirus trabajamos más estresados –dice. Yo me compré material de protección, pero hay que tener más cuidado y no paramos en ningún momento”.

Ella habla de los modos en los que “los abuelos se vienen abajo” cuando no tienen contención emocional y cómo ha visto situaciones de mejoras increíbles luego de que pudieran trasladarse a instituciones pequeñas, con tratos más humanizados. En su caso, cobra como enfermera, entonces su sueldo es más alto, pero no pasa igual con quienes asisten.

Para dar batalla sobre ciertos prejuicios, la Convención de la OEA para Adultos mayores de 2015 habla de pensar la vejez y su universo desde una mirada de los Derechos Humanos. Eso implica algo que va más allá de los cuidados básicos, que incluye potenciar la autonomía y mirar cuestiones tan fundamentales como la vivienda, por ejemplo. Roqué señala las falencias con las que se da pelea. Los mayores no tienen créditos para la vivienda, les cuesta encontrar trabajos, las prepagas son más caras. Y muchas personas que tienen más de 65 años tienen habilidad y capacidad como para tener una vida plena. Siguen activos. Es el cuerpo, nomás, el que cambia. Pero en una sociedad como la nuestra, donde la arruga, la cana, el pelo fino son sinónimos de deterioro, ciertas estéticas son aptas en los cuadros de Lucian Freud. Solo se admiten si son pinceladas.

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(Imagen: Victoria Veber)

“El geriátrico es un invento del siglo veinte que marca un antes y un después en la relación de una cultura con sus mayores. ¿Hacia dónde se dirige una sociedad que invierte en alargar la vida al mismo tiempo que se despreocupa del destino de la ancianidad?, ¿cómo se explica que los mismos que desprecian a los viejos se esmeren para vivir la mayor cantidad de años posibles (es decir, quieran también llegar a viejos)?, ¿cuál es el sentido de la sobrevida?, ¿se disfruta o se padece?”, escribe la filósofa Esther Díaz en “El rigor científico y sus consecuencias biopolíticas como propedéutica para una filosofía de la educación”. Un título que, en definitiva, habla de cómo la sociedad ve a la vejez. Díaz habla desde las entrañas de ese grupo, tiene ochenta años, y navaja en la boca para cortar cualquier lugar común a la hora de pensar estas y otras cuestiones. En los días en los que el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires había puesto un toque de queda para los mayores de 70 años, como estrategia para frenar los contagios, Díaz fue una de las que salió a cuestionar la medida.

Eva Giberti fue otra y lo decía bien gráfico en una nota de Página 12 en la que graficaba con la idea de cómo se les dejaba un plato de comida en la puerta a los viejos, de la soledad que los rodeaba. Roqué, por su parte, dice: “En Occidente, la revolución industrial introdujo que para el mercado vale más un varón en edad productiva que una mujer mayor”. El valor del mercado puesto en la productividad de los cuerpos. Un modo de dejar atrás a quien no se ajusta a la larga marcha, un modo mucho menos poético que ese cuento de Jack London, Ley de vida, en el que el viejo Koskoosh va siendo abandonado en la nieve por su tribu en la noche, en el bosque, hasta que finalmente, resignado, se entrega a los lobos, justamente a ellos que, en la manada, cuidan a sus viejos porque saben que observando sus actitudes de caza tienen un 150% más de posibilidades de sobrevivir que cualquier otra manada. El tema sería cómo lograrlo, cómo abrir el juego y cambiar la mirada. Volviendo a las batallas por el sentido, al menos, Díaz, filósofa punk, lo dijo hace poco en el diario El Ciudadano: “Si quieren ser tiernos con los viejos no nos digan abuelos, pregúntennos el nombre”.

Roqué, Semino, todos hablan de perder el miedo a esa edad y derribar prejuicios. El defensor de la Tercera Edad lo resume en algo que siempre surge y que lo ve incluso en charlas de personas de noventa que hablan sobre otro que ocupa una mesa metros más allá, supongamos en la entrada: “Incluso para alguien que tiene noventa años, acá siempre el viejo es el otro”.

*Por Natalia Gelós para Revista Crisis / Imagen de portada: Victoria Veber.

Palabras claves: Adultos Mayores, covid-19, pandemia, vejez

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