El aula en cuadritos: apuntes sobre un escenario de exámenes en pantalla

El aula en cuadritos: apuntes sobre un escenario de exámenes en pantalla
22 septiembre, 2020 por Redacción La tinta

Por Soledad Galván para La tinta

Allá por el 2002, Naomi Klein advertía con datos, pruebas, pelos y señales la intrusión feroz de las grandes empresas en lo público: Disney y Mattel compraban ciudades que luego se convertían en un logotipo rosa o con orejas de roedor. Nike llenaba de enormes carteles barrios como el Bronx y Harlem, alimentando en los jóvenes afroamericanos el deseo furioso de zapatillas onerosas, pero que tenían “su” onda. Esa que el resto de la sociedad negaba y que Nike entendía tan bien, y de la que se apropiaba obscenamente para vaciarla en publicidad y eslóganes. Eso no era lo más bizarro ni lo más estremecedor: IBM dotaba de equipos a las escuelas y universidades a cambio de intervenir en el diseño de los planes de estudio. En un país en el que sólo el 3% de los pobres acceden a los estudios superiores, esto es- y bien vale la metáfora- moneda corriente. El dato no asombraría a ningún norteamericano medio.

Mi hijo mayor leyó No logo por estos días, casi a la misma edad que lo leí yo mientras estudiaba en el profesorado. No dejábamos de conversar y discutir amargamente –por no llorar- sobre lo terrorífico de esos análisis, de cómo, en muy poco tiempo, los efectos del neoliberalismo reflejado en esas escenas estaba prácticamente pisándonos los talones. Desgraciadamente, esas escenas que analizaba Klein, hoy, son una suerte de profecía autocumplida en el escenario que la educación pública en nuestro país atraviesa en este contexto de aislamiento social.

La pandemia nos puso a los docentes a pensar el modo de sostener un entramado ya de por sí débil y así aparecieron aplicaciones, plataformas, recursos varios, trucos compartidos, y la clase se convirtió en un storyboard en vivo y en directo. Una sucesión de pantallitas que simulaban una presencia, un “estar ahí”. Generamos materiales didácticos diversos, escribimos clases, volvimos al viejo y nunca bien ponderado campus virtual -recurso del Estado a disposición de las carreras de Nivel Superior- y casi alcanzamos la experticia del youtuber más novel. La necesidad tiene cara de hereje, dice el refrán. Y así, casi sin quererlo, traicionamos el sentido común que circulaba en salas de profes y maestros, que otrora detestaba la entrega de las netbooks e ignoraba las capacitaciones en TIC, y hoy, prácticamente, las añora y, en muchos casos, las reclama, ante la evidencia de los recursos que como trabajadores estamos poniendo al servicio de lo público, en desmedro de nuestros bolsillos y nuestras vidas.

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(Imagen: Greta Rico)

Confieso mi reticencia a este frenesí en el comienzo del ASPO. Nunca entendí demasiado la preocupación exasperada por la calificación o ante los silencios del whatsapp o de una cámara apagada. Estas circunstancias excepcionales desnudaban de manera obscena lo variopinto de las desigualdades a ambos lados del monitor y a veces se traducían en esos silencios/ausencias ante los que no podíamos siquiera interrogarnos. Sostengo y creo que la escuela no es escuela sin la presencialidad, sin el territorio, sin el diálogo, sin el cuerpo a cuerpo. Y esta situación inédita -comparable a cualquier catástrofe, llámese COVID, terremoto, fiebre amarilla, misiles iraquíes- irrumpía con eso, impedía ese modo de encontrarnos y nos dejaba en una intemperie con más incógnitas que certezas. De una manera tajante, salvaje. Obviamente, mi reticencia duró poco y yo también entré en esa lógica de videollamadas, reuniones virtuales y todo lo demás. Más allá de algunas sorpresas y momentos donde se dieron intercambios potentes, dudo muchísimo que esos encuentros constituyan una clase, dada la complejidad que supone ese despliegue de signos que supone transmitir un saber.

Intuyo que debemos repensar, a la vuelta, en lo que falta, más que en lo que se ganó, y hacerlo bien lejos de las lógicas productivistas y meritocráticas. Mientras tanto, nos debemos una pausa y un tiempo ante esta vorágine, que no estamos habilitando. Nos debemos ese tiempo que lo escolar posibilitaba, ese otro tiempo para el ocio, el fin primero de la escuela: arrebatar a los niños y a los jóvenes -y a los docentes- del tiempo de la sociedad. Y hoy por hoy, refugio ante la lógica mercantilista de ese uso del tiempo, que a toda costa se constituye en un hacer, a veces, sin sentido. Construir un tiempo-otro. Reinventarlo.

La intrusión de las grandes empresas en la educación norteamericana que tan bien explicita No logo ha sido relativamente débil en estas tierras, frente a la larga historia que tiene la educación pública en nuestro país. Con esto no quiero decir que esa intrusión no haya tenido diversas formas y presencias: tenemos bastantes ejemplos de sobra de larga data y potenciados en los años de los globos amarillos. Algunos de sus gestos e indicios superan, incluso, el nivel bizarro de las ciudades Mickey Mouse. Clases de yoga, educación emocional, comprensión lectora, el liderazgo y emprendedurismo en capacitaciones del Estado, con coordinadores de dudoso currículum en el campo pedagógico. Ministros de Educación que nos decían cómo vivir en la incertidumbre, cuya formación académica en universidades del Norte estaba bastante lejos de la Pedagogía. En tierras cordobesas, programas escolares cuyos espacios curriculares al servicio de los agronegocios se promocionan como educación experimental, con el mismo nivel que se invisibiliza la precarización laboral de sus docentes. La omnisprescencia de la OCDE a través de las pruebas estandarizadas como PISA, marcando agenda y rankings en los que países nórdicos, con historias y realidades muy diferentes a la nuestra, se convierten en la panacea educativa y en espejos deformes donde intentamos mirarnos.


Aún así, la mella de la escuela pública como bien común resiste, se impone y, muchas veces, hasta gana la partida. Ya describí cómo, aún en esta intemperie, docentes de todos los niveles pusimos manos a la obra en garantizar un derecho y construir un vínculo. Es parte de nuestro ADN como país, como cultura.


En el mes de septiembre, se tomarán exámenes en las carreras terciarias de Nivel Superior. En un memo donde se explicitan las indicaciones sobre el modo en que esa instancia tendrá en el formato videollamada. Lo que más llama la atención son dos cosas: una, que esa instancia quedará grabada a modo de registro, para resguardo, tal como en su momento lo fue el acta y la presencia física del tribunal. ¿De qué modo deviene lo público en estos nuevos registros? ¿Quién mira, quién analiza lo que allí acontece y bajo qué lupas? ¿Con qué grado de obscenidad una instancia laboral, pública, se inmiscuye en los hogares (muchos de ellos, precarios), en la intimidad (tantas veces violenta) y se pervierte? ¿Qué de estos videos de más de media hora será insumo para futuras decisiones políticas? Y lo más importante: ¿Quiénes acceden y quiénes quedan fuera de una instancia en carreras que, en su momento, fueron presenciales? ¿Cuáles son las condiciones materiales de docentes y estudiantes en esta nueva instancia?

El segundo aspecto singular de estos exámenes es que, si bien cada institución puede elegir la aplicación más adecuada, sólo una de las que se mencionan es de software libre: Jitsi. Muchas instituciones optaron por Zoom o Meet, y para cada examen se cuenta con cuarenta minutos. Esta no es una decisión plena del directivo ni de la institución. Ni siquiera obedece a razones didácticas acordadas por los docentes: el Estado compra a una empresa cantidad de tiempo para las sesiones que se necesiten. Traducción: Google o Zoom decidirán cuánto durarán nuestros exámenes de septiembre. Ante esta realidad, tendremos que añorar esa larga y distendida dialéctica de los exámenes presenciales, entre tantas otras cosas de esa poética compartida que bien conocemos los que caminamos las aulas de la formación docente. La poética de lo público, podríamos llamarla.

Recuperar esa poética, entonces, hoy urge. Y se convierte en nada más y nada menos que un gesto de protección. Sin embargo, ya lo sabemos, el horizonte se presenta algo desolador.

Me gustaría no haberme encontrado con el libro de Naomi Klein. Hoy, ante este escenario de cuadritos azules, tengo la misma sensación que tiene el protagonista de una película de vampiros: cuando se les abren las puertas de la casa, puede que sea demasiado tarde. Y no habrá crucifijo ni ristra de ajos que puedan defendernos del embate.

*Por Soledad Galván para La tinta / Imagen de portada: La Tercera.

**Soledad Galván es docente de Lengua y Literatura. Trabaja en dos institutos de formación docente de Bell Ville, donde reside. Es profesora en el Módulo Estrategias de Aprendizaje del cursillo de ingreso en la UNVM. También integra equipos de investigación en esta universidad y en la UNR.


Naomi Klein es una escritora y periodista canadiense, cuyas obras cuestionan la globalización y el capitalismo. Una de ellas, No logo, se editó en español en el 2002.

Palabras claves: aislamiento social, Docentes, educación, pandemia

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