Masacre en Bogotá
En los últimos días, la policía colombiana desató una cacería que ya le costó la vida a más de diez personas, en una acción represiva ante las masivas protestas en contra de esa fuerza.
Por Milena Passos para Revista Crisis
La masacre de, al menos, 13 manifestantes en la ciudad de Bogotá, donde también resultaron heridas alrededor de 400 personas, 66 de ellas por armas de fuego accionadas por la policía, ha reactivado el clamor por una reforma estructural de la policía nacional de Colombia. Este llamado exige escudriñar en lo hondo de la estructura política del Estado colombiano y, especialmente, de esta institución.
Las Fuerzas Armadas colombianas -militares y policía- nacieron juntas, como cuerpos bajo las órdenes de caudillos regionales alejados de un orden institucional democrático, manteniendo su vigencia hasta el día de hoy.
En su texto Colombia, laboratorio de embrujos: democracia y terrorismo de Estado, Hernán Calvo Ospina relata que, para la organización institucional de la policía colombiana, dentro de una lógica de república democrática, se contrató en 1891 al francés Marcelino Gillbert, pero sus esfuerzos fueron inútiles, pues no logró acabar con la injerencia de los militares y menos de los políticos en la organización policial. Ni se hizo caso a su pedido de reclutar solo a quienes supieran leer, escribir y no tuvieran antecedentes penales. Con la renuncia del francés, para complacencia de los dirigentes políticos regionales, el cuerpo de policía continuó estando bajo el mando militar y no sólo eso: fue amparado bajo el fuero militar creado por la Constitución de 1886 para evitar que los posibles delitos cometidos por las fuerzas armadas sean juzgados por la justicia ordinaria. A la fecha, esta disposición sigue vigente, lo que ha servido de burla a la justicia, dotando de impunidad los crímenes de Estado.
Es así como, en la actualidad, la policía nacional, que en su naturaleza debe ser un cuerpo civil para la protección de la ciudadanía, se encuentra bajo la orden del Ministerio de Defensa. Esto, sumado a la condición de conflicto armado interno que pervive en el país y la marcada doctrina del enemigo interno que ha orientado el accionar de las fuerzas armadas colombianas, se convierte en una preocupación profunda para la defensa y garantía de los derechos humanos civiles y políticos en el país.
Planteado lo anterior, no es de extrañar la exagerada dotación armamentista con la que cuentan los oficiales de esta institución civil, el uso de fusiles de largo alcance por policías motorizados y la flagrante violación del derecho internacional humanitario con el patrullaje, vigilancia y control de la ciudadanía, coordinado entre la policía nacional y el ejército con una lógica de confrontación y ataque a la movilización social.
Ahora bien, el legado de obediencia al caudillo alejado del orden democrático se ve reflejado en la probada convivencia de la policía nacional con grupos ilegales, al servicio de suprapoderes de horror. Según la declaración del paramilitar Francisco Villalva Hernández ante la Fiscalía General de la Nación, en febrero de 1999, “cuando íbamos a hacer alguna masacre, se coordinaba con el ejército y la policía a donde fuéramos”.
No resulta lógico, entonces, plantear que el asesinato del abogado Javier Ordoñez a manos de la policía el 8 de septiembre y los ocurridos durante las manifestaciones de protesta del 9 de septiembre sean atribuidos a la responsabilidad individual de “unas manzanas podridas”, sin cuestionar estructuralmente la forma en la que se ha erigido la institución policial en Colombia.
*Por Milena Passos para Revista Crisis / Foto de portada: Revista Crisis