La Argentina desde el pie
Por Mariano Pinedo para Panamá
Hay momentos en la historia de las naciones en los que el camino a seguir se impone con mayor claridad. La senda se traza no tanto a partir de teorías abstractas y diseños institucionales construidos en usinas intelectuales, sino simplemente desde la capacidad de los pueblos de observar y decidir (conforme a su propio pulso, su mapa físico territorial, su sentir y su cultura) el curso que se debe tomar para ser protagonista de su propio destino. Desde hace 200 años, la Argentina es escenario de una tensión aún no resuelta. Esa puja de protagonismos históricos tiene, de un lado, a los pueblos que pretenden vivir y realizarse construyendo su propia cultura, en territorios a los que perciben y sienten como parte esencial de su identidad. Del otro lado, están las élites, que definen su pertenencia en la cultura europea y su rol político en la instauración de un modelo acorde a una integración presidida por los intereses financieros. Así, se encuadran en una suerte de ideología científica y consideran a todo lo que queda fuera de ésta como marginal y revulsivo al sistema mundial.
La construcción de una Nación, de acuerdo con nuestra propia impronta territorial, política, económica, social y cultural, no debe ser vista como una pretensión de tipo ideológico. Es más bien la voluntad de ser de nuestro pueblo. Es un camino en el que se compromete la identidad y la propia libertad. Trabajar, producir y comerciar van de la mano con un modo de decidir, de vivir y de estar en el propio hogar. Todo aquello que desligue al hombre y la mujer concretos de su tierra, a las familias argentinas de sus saberes y conocimientos tradicionales, de su cultura y sus formas de construir la decisión política comunitaria, es un proceso que desnacionaliza el proyecto y le quita al pueblo su potencia creadora, su capacidad de ser y de transformar. En definitiva, le priva al pueblo del poder que la democracia dice brindarle.
La situación originada por la pandemia, si bien universaliza la cuestión sanitaria y los mecanismos para afrontarla y superarla, produce en nuestra región la explicitación de un problema estructural que sostenemos desde hace años: es inviable un proyecto de Nación en el que cada hombre y cada mujer aspire a un desarrollo humano integral (es decir, una Nación soberana, equitativa y justa) con una estructura económica de matriz financiera tan centralizada en los puertos, con un perfil productivo tan primarizado y de poco despliegue industrial, y, por último, con semejante concentración poblacional en los grandes centros urbanos.
Dicho esquema determina un modelo político hiperconcentrado, abocado a resolver las urgencias y desigualdades de las mega urbes (a veces, con miras meramente electorales). Las medidas nunca salen de la coyuntura y del aporte estatal directo, y apuntan a sostener niveles mínimos de dignidad en términos de acceso a alimentos, educación, salud, hábitat y seguridad ciudadana, entre otros aspectos básicos.
Un modelo político basado en la voluntad popular debe aspirar a un desarrollo integral, ocupando y repoblando todo el territorio de la Nación: lo urbano, lo semiurbano y lo rural. Ello exige una disposición política a que el protagonismo popular en la toma de decisiones esté definido e institucionalizado. Tanto en la concepción de las políticas públicas en cada territorio como en su planificación, desarrollo e implementación, tiene que existir una participación, bajo un formato estable, previsible y junto a un Estado fortalecido, de empresarios, trabajadores organizados, trabajadores de la economía popular, hombres y mujeres de ciencia y del pensamiento, educadores, miembros de los parlamentos, gobiernos locales. En suma, todos aquellos que, de manera orgánica, estén dispuestos a construir propuestas, programas y proyectos para una Argentina que no regale al mercado la ocupación territorial, el uso de la tierra, el acceso a la vivienda o la política alimentaria.
Un modelo político que pretenda lograr el arraigo de su población en todo el suelo patrio debe concebir a la tierra como algo más que un recurso. Lejos de una visión mercantilista, debe pensar al territorio como ámbito de relaciones sociales y culturales que definen una identidad, que aspiran a una plenitud distinta y en las cuales la satisfacción de las necesidades materiales deben y quieren estar acompañadas de ideales solidarios que realicen al conjunto.
Creemos que es necesario ampliar el concepto de arraigo. No limitarlo a una bucólica y romántica idea de irse a vivir al campo, a la idílica propuesta de que allí se está en contacto con la naturaleza y no se recibe el influjo del stress citadino. No se trata de comer frutas silvestres y vivir con lo puesto. Seamos serios: la propuesta política debe contener elementos de realismo, que exijan pensamiento, trabajo y esfuerzo de toda la comunidad; pero también debe sugerir una verdadera mística en torno a comprender la enorme trascendencia política, geoestratégica, social y económica de diseñar un país integrado físicamente, industrializado y ocupado en toda su extensión, protagonizado por actores que producen, trabajan y viven sin necesidad de abandonar sus lugares de origen.
Es evidente que la mirada del arraigo, en cuanto igualador social y generador de equilibrio territorial, participa de la idea de la igualdad distributiva y justicia social; exige más democracia, más innovación tecnológica y científica. Por supuesto, también exige más acceso a la educación pública, garantizada en cada territorio desde los 45 días en adelante, vinculando a la escuela primaria y secundaria con las universidades y los organismos de investigación, enraizando el hecho educativo a su propia comunidad, a su sistema productivo y a los intereses comunes de su pueblo o su ciudad.
Por otra parte, para planificar una política de arraigo concretable y real, se deben construir nuevas estrategias productivas en el marco de una mirada agropecuaria y agroindustrial (tal vez corresponda decir una mirada rural). A su vez, esa mirada debe ser pensada desde las comunidades y organizaciones con hombres y mujeres reales, y no en el marco de los grandes debates ideológicos e históricos que atraviesan la visión urbana. Una nueva ruralidad tal vez requiera un marco institucional distinto y nuevas estructuras de decisión en las que las lógicas locales, de relacionamiento en vecindad, pongan el foco en las posibles complementariedades de los actores, para lograr una mutua potenciación.
Esa ruralidad nueva requerirá de un estado municipal activo, que ordene objetivos, armonice intereses y facilite la organización para que el poder del mercado no anule los aportes que cada uno puede hacer en una mejor estructura productiva. En ese sentido, la creación de mesas de encuentro o consejos económicos y sociales municipales y provinciales pueden ser una herramienta que vincule a los gobiernos locales con organismos e instituciones de la vida comunitaria, tanto productivos como relacionados con la ciencia y la tecnología, cámaras empresariales, gremios y entidades de la sociedad civil.
En esa nueva ruralidad, podrán promoverse, difundir y fomentar sistemas de producción agroecológico que se complementen con otros denominados de chacra mixta. Sin dudas, el foco en el arraigo nos interpela en la necesidad de una reconversión agroecológica de las franjas periurbanas, cercanas a las ciudades y pueblos, para impedir las fumigaciones indiscriminadas y definir usos de suelo relacionados con el consumo local. El trabajo concreto, en ese sentido, estará en el desarrollo participativo y comunitario de planes de ordenamiento territorial que así lo contemplen y exijan.
Aspectos como el fortalecimiento de mercados locales o de cercanía, que vinculen la producción de valor agregado con el acceso de vecinos y vecinas a alimentos sanos y baratos, deben complementarse con mecanismos sencillos de compra pública para los productos de la agricultura familiar, donde el treinta por ciento de las compras del Estado para los programas sociales o servicios alimentarios en escuelas u hospitales deban adquirirse a las familias productoras.
La agenda del arraigo, es decir, una política que frene la migración forzada hacia los grandes centros urbanos, debe contemplar la mejora de la infraestructura de caminos vecinales que perfectamente pueden realizarse bajo el modelo de consorcios con productores. Además, estos consorcios pueden organizar sistemas de abastecimiento de energía eléctrica u otras alternativas, el manejo de las aguas, los canales, etcétera. Todo parte de una concepción de mayor articulación estatal en concurso con las organizaciones del pueblo.
Por último, aunque son mucho mayores el alcance y los detalles que se requiere observar para concretar esta verdadera epopeya nacional de repoblar la Argentina, no podemos dejar de mencionar la necesaria revisión del régimen de tenencia y uso de la tierra. Es evidente que el arraigo requiere de acceso a la tierra para la producción. Es cierto que esto supone una disputa cultural, pero también implica una identificación del sujeto o los actores que participan en toda la cadena de producción agropecuaria, a los fines de delinear políticas apropiadas y justas. Las tierras del Estado pueden aportar mucho a esta solución, siempre que la propuesta tenga un enfoque completo y complejo, abarcador de una problemática mucho más profunda. Eso requiere más trabajo y muchísima articulación política.
No se trata de ofrecer tierra para que los ciudadanos vayan a producir. Hay una distancia enorme entre la enunciación de ese objetivo y la puesta en práctica del mismo. Se trata de una combinación trabajosa, pero posible, entre políticas macroeconómicas y mucho trabajo militante en el territorio, con las comunidades. Es más importante configurar y promover comunidades organizadas, que sepan y puedan darse a sí mismas las formas adecuadas para implementar políticas, que diseñar herramientas financieras de mejor acceso a los productores, que financien la producción y no la especulación. La organización cooperativa o mutualista, en el marco de las nuevas herramientas de la economía popular, necesita de mucha presencia del Estado local y mucha comprensión política militante para ponerse en funcionamiento en todos los territorios. Aquello es más vital que proponer formas descentralizadas de comercialización o el ambicioso sistema de monedas complementarias virtuales, por mencionar algunas propuestas. No podemos enunciar de manera descoordinada propuestas sueltas, por valiosas que sean, si no nos convencemos de que no hay política pública posible sin organización en los territorios.
La vuelta al campo, el arraigo o la repoblación de la Argentina necesita construirse a partir de una nueva democracia. El Estado que propiciamos y las políticas públicas que sostenemos necesitan de un alto protagonismo de la comunidad, y esto exige transformar la política. ¿Quién decide? ¿Cómo se toman las decisiones? ¿Cómo protagoniza la gente de a pie? Necesitamos nuevas formas de participación, más organización de la comunidad y saber escuchar todas las voces. Los gobiernos locales, en ese sentido, son actores clave de una comunidad democrática, de cercanía, que tenga capacidad de transformar e implementar las grandes líneas políticas de planificación y gestión cotidiana con la comunidad. El pueblo como protagonista y las ciudades como ámbitos justos de identidad común pueden hacer posible las políticas de arraigo.
*Por Mariano Pinedo para Panamá / Imagen de portada: Juan Di Loreto.