Mi libro enterrado, una despedida literaria 

Mi libro enterrado, una despedida literaria 
17 junio, 2020 por Gilda

Por Manuel Allasino para La tinta

Mi libro enterrado es una novela del escritor Mauro Libertella, publicada en el año 2010. En el libro Libertella enfrenta a la figura de su padre Héctor, un escritor de culto y dueño de un canon alternativo en la literatura argentina (El paseo internacional del perverso, El árbol de Saussure o La arquitectura del fantasma). Y lo hace con un relato autobiográfico que tiene una gran sensibilidad. 

Ambientada en la Buenos Aires de fin de siglo, se la puede leer, sin embargo, como una novela sobre cualquier padre en cualquier ciudad del mundo, dentro de la gran tradición de la literatura de duelo. Es al mismo tiempo un homenaje, una despedida, una canción desesperada y un texto que relata el ingreso a la literatura: un libro sobre cómo se escribe un primer libro. 

Con una precisión perfecta y emotiva, Mauro Libertella, entrega una novela conmovedora. 

libertella-libro-enterrado-padre-hijo-2“Mi padre murió hace cuatro años, un mediodía de octubre, en su departamento de dos ambientes en el que ahora vivo yo. Me acuerdo de ese momento con especial nitidez, porque unos segundos antes de que dejara de respirar supe que a la cuenta regresiva le había llegado, literalmente, su último suspiro.  Fue un instante al mismo tiempo suave y dramático: yo arrodillado en el piso, él acostado en su cama, inconsciente hacía horas.  Con mi tío y mi hermana le dábamos de tomar un líquido medicinal, hecho para suplir las proteínas de lo que hacía días ya no podía comer. La escena era terrible, porque el deterioro físico se imponía con toda su visibilidad; estaba muy flaco, postrado, y tenía la mirada perdida. Y sin embargo, lo recuerdo todo con levedad y ternura, sin estridencias. Tomaba tragos cortos de un vaso de vidrio que nosotros inclinábamos en su boca: era un autómata en su último gesto de supervivencia. Tomá un poco más, tomá un poco más, le pedíamos nosotros, obstinados, repitiéndolo como una plegaria. El último trago le cortó al fin la respiración, que ya era un hilo tenue y frágil. Así lo vi morir, con la cabeza apoyada en la almohada y los ojos cerrados. Supongo que fue una linda forma de morir, entre sus libros y en su propia casa, donde en sus últimos años ya había estado muriéndose de a poco”.

En octubre de 2006 muere Héctor Libertella, escritor de culto de la literatura argentina, y padre de Mauro. Cuatro años después, su hijo escribe Mi libro enterrado, su primera novela, en la que recuerda los últimos días de su padre y también los momentos fundamentales de la relación entre los dos. 

Mauro por un lado acepta la herencia de su padre, la literatura, pero a su vez, tiene que rechazarla para tener su propia voz, y alejarse de lo que podría ser otro mandato: escribir y enfermarse. 

“Yo tendría doce, trece años, cuando empecé a inferir la inclinación de mi papá por el alcohol. Lo veía siempre con un vaso en la mano y una botella cerca, pero entre la inocencia natural de la edad y su propensión a invisibilizar el vicio, la recurrencia no cobró mayor peso. Alguna vez le saqué un trago de su coca-sola, a media mañana, y cuando lo probé me sorprendió el arrebato de un whisky inesperado. Cuando vivíamos todos juntos, mi hermana, mis padres y yo, él guardaba una damajuana enorme en un mueble de la cocina, y cualquier testigo atento podía ver cómo esos largos litros de vino tinto iban bajando con la velocidad con la que se desencadena un tsunami.  Tal vez yo de chico pensaba que mi papá siempre tenía mucha sed. De grande aprendí que era alcohólico.  Con el paso de los años la adicción se fue profundizando y hacia 1996 decidió ir a Alcohólicos Anónimos. Todas las noches, después de trabajar y antes de llegar a casa para la cena, manejaba hasta las instalaciones de un hospital público, en Barrio Norte, donde funcionaba el grupo de contención. A veces cuando volvía contaba alguna anécdota, pero nunca se explayaba demasiado. Durante esos meses cenaba con jugo de naranja; tomaba vasos y vasos como si de pronto lo hubiera dominado una sed infinita. La aventura con Alcohólicos Anónimos duró algo más de un año, pero papá tenía recaídas cada vez más frecuentes, y llegó a esconder botellas de whisky y cognac en los cajones de su escritorio o entre la ropa del placard. Al final , un día, dijo basta al grupo de contención. A los pocos meses mis viejos se separaron. Ahí empieza lo que llamo el derrumbe. Se mudó a un monoambiente a tres cuadras del parque Las Heras. Era un departamento pequeño y depresivo, que poco a poco se fue llenando de botellas. Salía poco y con mi hermana lo visitábamos dos veces por semana, una rutina que se extendió por años. Nunca me lo dijo, pero era obvio que ya había decidido empezar a encarar sus últimos años encerrado, casi sin dinero, fumando y tomando cantidades increíbles de alcohol y escribiendo sus obras completas. Su cuerpo se empezó a deteriorar con velocidad, y su rostro envejeció a base de mala alimentación y sedentarismo. Era diabético hacía más de dos décadas, y sabía que no soportaría por muchos años los embates de esa rutina. Por eso es lícito pensar que se fue muriendo de a poco, a conciencia, como una elección”. 

Existe una larga tradición literaria que convierte en tema la muerte del padre y el vínculo padre e hijo, desde Hamlet hasta La invención de la soledad de Paul Auster. 

En Mi libro enterrado, Mauro Libertella no es piadoso con su padre. Lo retrata como un hombre vencido por el alcohol, dueño de una bohemia que lastima, y  viviendo exclusivamente para escribir. 

“Cuando quedó claro que no le quedaban demasiados días, hubo que tomar la decisión de elegir una locación para su muerte, un escenario. Las opciones se reducían al hospital o a su casa.  Entiendo que no es una instancia frecuente: las personas de pronto mueren, o en una sala de terapia intensiva de un hospital, en un accidente, o en una larga siesta de vejez, pero no deciden a dónde van a ir a morir.  Supongo que una serie de contingencias menores se confabularon para que tuviéramos que tomar esa decisión. Tras algunos días de relativa calma médica, aparecieron los desmayos. Mi viejo estaba débil, muy débil, y por momentos se apagaba. Al principio esos eclipses eran impredecibles, y para mí eran escalofriantes. Pensaba, siempre, que ya se había muerto. Pero inmediatamente despertaba, y la espera de la muerte volvía a ser ese goteo lento y agónico. Al parecer, esa irrupción del factor desmayo acortó notablemente los pronósticos de vida que manejaban los médicos. Un día se me acercó uno de ellos, un médico de mediana edad, alto y corpulento, al que terminé respetando mucho, y me dijo que era momento de tomar una decisión. Ellos no podían hacer mucho más. Si lo dejaba en el hospital, iba a morir en una cama de habitación compartida, posiblemente solo, con un vaso de agua en la mesa de luz y todo lleno de cables y botones. Por el contrario, podíamos llevarlo a casa, en donde no iba a tener las garantías de un equipo médico especializado ni iba a disponer de una infraestructura preparada, pero moriría en el lugar en donde vivió, acompañado por su familia. Cuando el médico leyó mi mudez como una respuesta, se permitió por única vez la primera persona. “Si fuera mi padre, yo lo llevaría a su casa”, me dijo. Asentimos en silencio, como viejos amigos, y empezamos a hacer los trámites para el traslado. Había que contratar una ambulancia, y asegurarse de que las condiciones de higiene en su departamento fuesen las mejores posibles. Una vez resultas las exigencias materiales del asunto, empezó un periplo que en su momento fue tortuoso pero que hoy se me antoja como una viaje rocambolesco, casi hilarante. Cuatro enfermeros gigantes, que podrían haber conseguido ese mismo día un trabajo como patovicas de una discoteca, levantaban ese cuerpo frágil y quebradizo para subirlo a una camilla. Mi viejo se desmayaba y lo recostaban de nuevo en la cama para que se recompusiera. Él mismo daba la aprobación para reemprender las tareas, pero apenas se modificaba su eje de apoyo, zas: venía el desmayo. La sucesión demasiado constante de desmayos me asustaba, y pensaba que no había cuerpo capaz de sobrevivir a una embestida de ese fuste. Sin embargo, mi viejo se reincorporaba y relativizaba mis temores con un chiste: “Me hice el dormido, eh, se la creyeron”. Cuando al fin lograron subirlo a la ambulancia, tuvo uno de los desmayos más prolongados – hacía semanas que no veía la calle y fue la última vez que la vio – , y con mi hermana dudamos seriamente de haber tomado la decisión correcta. Tal vez ese cuerpo, tan leve, no estaba preparado para un movimiento tan drástico. Me resultaba insoportable la idea de que muriera ahí, en una ambulancia de cabotaje, tratando de llegar a un lugar reconocible. Preferimos, sin embargo, seguir. Ese viaje en ambulancia fue lento, trabajoso, y yo pensaba que no lo íbamos a lograr. Cuando llegamos a la puerta de su edificio, los enfermeros sacaron la camilla de la ambulancia, y de nuevo el desmayo. Aguantá un poco viejo, ya llegamos, le dije, y se despertó como un bebé al que lo consuelan de un llanto. Lo subimos por la escalera y por fin llegamos a su casa. Era media tarde, y un sol arisco, invernal, proyectaba sus últimos rayos contra la pared y la biblioteca. La luz y el clima eran perfectos. Era una postal de la muerte hermosa, muy dulce. Mi viejo había vuelto a la placenta, era un bebé que volvía al hogar, a los brazos maternos, para dejarse morir. En ese momento estuve seguro de que el viaje había valido la pena, y de que haberlo llevado a su casa había sido una decisión perfecta”.

Mi libro enterrado de Mauro Libertella es una novela en donde el autor apoyado sobre un puñado de escenas de enorme impacto emocional, genera una historia conmovedora, no sólo por los hechos que narra, sino por encontrar una voz propia. 

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Sobre el autor

Mauro Libertella (México D.F, 1983). Creció  y vive en Buenos Aires. Es licenciado en Letras por la Universidad de Buenos Aires. Publicó Mi libro enterrado – considerado el libro del año por críticos y lectores cuando apareció en 2013- , El estilo de los otros, El invierno con mi generación y Un reino demasiado breve. Fue editado en la Argentina, Chile, Colombia, Costa Rica, México e Italia. En 2016, la Feria Internacional del libro de Guadalajara lo seleccionó como una de las veinte nuevas voces de la narrativa latinoamericana y, en 2017, fue elegido por el Hay Festival como parte del grupo Bogotá 39, que reúne a los mejores escritores de ficción de América Latina menores de cuarenta años. 

*Por Manuel Allasino para La tinta.

Palabras claves: literatura, Mauro Libertella, Mi libro enterrado, Novelas para leer

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