Apuntes sobre cómo funcionan las cosas (II)
Perros
1. Cuando salimos a caminar con Abel, nos cruzamos con muchos perros encerrados; a varios también los escucho ladrar y aullar en otros momentos. La gente no tiene perros: los encarcela. O sabe tener (entiéndase encerrar, mimar en el mejor de los casos), pero no cuidar. Adoptar un animal: ocasionarle, incesantemente, un malestar que negamos o no percibimos. Cierto enojo (me) lleva a generalizar, ya sé. Existen felices excepciones.
2. No basta con querer tener, es necesario estar dispuesto a aprender cómo se cuida. De hecho, el deseo de cuidar sería preferible al deseo de tener. Quien pretende cuidar busca conocer qué le hace bien a quien cuida, para no confundir lo que esa criatura necesita, con lo que a él o a ella le sale, le gusta o aprendió a darle. Pienso en nuestra relación con los perros, pero no solamente: tener es fácil (capitalismo I). Cuidar es otra historia.
3. Continuamos la caminata y no dejo de imaginar un tipo de conversación en la cual no tengo nada para decir cuando la otra persona defiende su manera de proceder utilizando la palabra mío: los posesivos otorgan derecho (capitalismo II). Mientras, frente al encierro de los perros y a otras situaciones de maltrato, continúe actuando como ciudadano respetuoso de la propiedad privada (capitalismo III), me declararé culpable.
Ícaro (modo caída)
1. Formo parte de un grupo de WhatsApp llamado La planchita. En la descripción, dice una forma de mantenerse a flote. Una vez cada diez días, más o menos, alguien envía una consigna para motivar la escritura: la primera fue la foto de una inundación y a mí me salió un texto que titulé Peligro. Recuerdo el comienzo: “Me gustan esas experiencias en donde parece que corro peligro porque me permiten mentir valentía: los riesgos, cuando no lo son tanto, dan la posibilidad de actuar”. Escribir me obliga a una honestidad que me agrada y, sospecho, me mejora.
2. La consigna de esta semana es una foto del Ícaro de Brueghel. A simple vista, observo un paisaje al que parece no faltarle nada. De hecho, se asemeja a una síntesis de todos los paisajes posibles: cielo, piedras, agua, barcos, plantas, un pastor con ovejas, una persona abriendo surcos en la tierra con el arado, otra pescando en cuclillas bien al borde del mar, todas muy concentradas en sus actividades y (me lo señala mi pareja), entre el barco más cercano a la orilla y quien pesca, las piernitas de alguien que acaba de caer. Me impacta un verso del poema que acompaña la imagen: “Cada elemento da la espalda al desastre despreocupadamente”. Me corrijo: salvo compasión, al paisaje, que se asemeja cada vez más a una síntesis de todos los paisajes, parece no faltarle nada.
3. ¿Por qué me costó ver el accidente? ¿Por qué mi mirada fue igual a la de los personajes de la pintura y no a la del artista o a la del poeta? Un paisaje de normalidad es la mejor manera de ocultar la muerte, lo sabemos. ¿Qué más podría volvernos indiferentes a las desgracias? ¿La negación? ¿Un equilibrio que mantenemos a costa de ignorar dolores? El cuadro me habla de miradas, de emociones y de una forma de estar tan concentrados en nuestras actividades que nos quita la predisposición a ayudar: la normalidad consiste en actuar como si no estuviera pasando nada. ¿Quiénes serán los Ícaros en medio de nuestros paisajes? ¿Algunas formas de auxiliar terminaron de volvérsenos “imposibles” en esta cuarentena? Comillas porque, en el cuadro, no hay indicios de algo que realmente impida ayudar, a excepción de una costumbre. Casi escribo moral: la moral no es otra cosa más que la obediencia a las costumbres, cualquiera que estas sean, diría Nietzsche. El dolor ¿no altera nada?
Gente en situación de club
1. Al principio de la cuarentena, varias veces, escuché gritos de personas jugando al fútbol en el club municipal cerca del cual vivo y sentí ganas de denunciarlas sin siquiera acercarme. Me resultó fácil suponer impunidad y desear un castigo, del cual desconfío, por el recuerdo de una escena de la infancia (mi madre pegándome y yo, muy enojado, exigiéndole que, al menos, mi hermano sea castigado también), pero, además, por un pasado religioso donde aprendí que, cuando una persona se siente mal por cumplir, no quiere ver a otras pasándola bien por no hacerlo. Así como rechazo transitar la cuarentena como espectador, también me niego a atribuirle al miedo al contagio un tipo de comportamiento originado, en mi caso, en otro lugar.
2. Caminando con Abel, hace veinte días, me encontré frente al mismo club con Loló: iba a ofrecerles un taller de arte a cincuenta varones en situación de calle alojados allí mismo. Sonreí detrás del barbijo y me salió decirle que quería colaborar.
3. Todavía en medio de esa experiencia, percibo que:
-Muchos jóvenes son generosos (como lxs profesorxs de educación física, por ejemplo), pero algunxs otrxs ni siquiera queriendo ayudar pueden dejar de subestimar.
-Muchas de estas personas no quieren la comida preparada, sino elementos y mercaderías para cocinar, a pesar de lo cual las políticas asistenciales del municipio continúan ubicándolos en una posición de pasividad: los obligan a recibir, aunque después algún funcionario se queje porque sólo piden. Hoy, sí les iban a alcanzar harina para poder hacer pizzas.
-Algunxs, mientras juegan, reaccionan con violencia frente a un menosprecio inexistente en ese momento, pero que, en otras circunstancias y con otras personas, seguramente existió: el maltrato padecido distorsiona la visión, más que el enojo. Como dice Hannah Arendt, “el pasado nunca está muerto, ni siquiera es pasado: el mundo en que vivimos, en cada momento, es el mundo del pasado”.
-El odio, unido a la ilusión de cierta superioridad moral entre los que comparten ese sentimiento, produce sus objetos. Lo pienso mientras un grupo expulsa a uno de sus compañeros, obligándole a quedarse en la calle. El día anterior, no les quiso convidar flores.
-Toda sospecha de hostilidad acaba por desvanecerse en una reunión donde cada persona habla. Cercanía mata prejuicio.
-Quienes se dedican al arte pueden fabricarse una experiencia de libertad también en el encierro. Dos pibes lo confirman mientras diseñan, dibujan y pintan.
-Exagerar los logros al momento de presentarse es una estrategia de supervivencia: permite obtener reconocimiento. Para nosotrxs, escucharlos y dudar es una opción; reforzar la aprobación con la que ellos se miran, es otra. Un pibe hace freestyle y no para de rimar después o gracias a que lo felicitamos.
-Uno puede quedarse en la calle por accidente y “hacer” muchas veces es haber sido forzado a hacer. Ya lo decía Nietzsche: la responsabilidad es un invento de quienes gozan con castigar.
-Una conversación tal vez no logre modificar el rumbo de una vida, pero es lindo creerlo.
-Comprenderse no es un deseo de elite y los encuentros que posibilitarían hacerlo son una lotería, sobre todo, en los grupos sociales más marginados. Pensaba esto mientras alguien me contaba su sueño porque quería saber el significado. Como dice Laura Korovsky: en ocasiones, lo que no se entiende no se soporta.
-Ayudar, a veces, es simplemente estar parado en medio de un patio esperando que un encuentro suceda.
La banalidad del mal
1. Dice Arendt en Responsabilidad y juicio: “Para causar un gran mal no es necesario un mal corazón, basta con no pensar (…). Pensar condiciona contra el mal”.
2. ¿Qué no es pensar? Sentir que los memes pueden reflejar tal cual mis principales posturas políticas. Creer que compartirlos me permite expresar una convicción y encontrarme, en realidad, convencidx por ellos. Ignorar la diferencia entre conocer un problema e imaginarlo. Alentar soluciones simples y drásticas conforme a esa imaginación: rifle para quienes están en las cárceles, tratar la brutalidad policial como casos aislados (otra forma de negacionismo), por ejemplo. Resolver cuestiones de conciencia con clichés. Repetir frases hechas. Mejor dicho, vivir (sentir, analizar) incluso los acontecimientos más felices y terribles de la propia vida mediados por frases hechas. Coquetear con el odio clasista y racista, alimentarlo como si fuera a generar el cambio necesario en la sociedad. Estimar que alguien dice una cosa tal cual es cuando, en realidad, expresa su prejuicio tal cual es.
3. El Prólogo del Nunca Más dice: “La lucha contra los subversivos se convirtió en una represión demencialmente generalizada porque, entre otros factores, el calificativo tenía un alcance tan vasto como imprevisible. En el delirio semántico (el énfasis es mío), encabezado por calificaciones como ‘marxismo-leninismo’, ‘apátridas’, ‘materialistas y ateos’, ‘enemigos de los valores occidentales y cristianos’, todo era posible: gente que propiciaba una revolución social, adolescentes sensibles que iban a las villas, dirigentes sindicales que luchaban por mejora de salarios, jóvenes que habían integrado algún grupo estudiantil, periodistas no adictos a la dictadura, profesionales del grupo de las profesiones sospechosas, pacifistas, religiosxs comprometidxs, amigxs de cualquiera de ellxs, amigxs de esxs amigxs, gente denunciada por venganza personal y por secuestradxs bajo tortura, todos caían en la redada”. Quise recordar casi sin recortes ni paráfrasis la existencia de este párrafo: dejarse atrapar por el delirio semántico también es no pensar.
Karate Kid
1. Lucho tiene doce años y, cuando sucede, me encanta conversar con él. El otro día, por ejemplo, nos preguntamos si es posible tener ideas propias. Poco tiempo después, le digo: se ME ocurrió algo. Lo enfatizo porque a los dos ya nos resulta claro que la causa de nuestras ocurrencias no somos nosotros, sino nuestras relaciones, la famosa “muerte del sujeto” que le dicen. Lucho se ríe cuando uso esas expresiones como si él las conociera. ¿Qué pensaste?, me pregunta. Todas las noches, antes de dormir, anotá una idea y, cuando tengas diez, nos sentamos, elegimos alguna y charlamos, le contesto. La propuesta no le entusiasma, hace una seña como si fuera a explotarle la cabeza y me asegura no tener tantas: ¿¡Sabés lo que es juntar diez!? Insistente como soy, le explico que no se trata de ponerse a buscar ideas, sino de recibirlas, porque ellas vienen cuando quieren, no cuando yo quiero, según mi amigo Federico. Al día siguiente, nos sentamos a almorzar y Lucho dice: se ME ocurrió una idea, pensé en un mundo sin críticas. Todavía conservo en un papel todas las preguntas que hicimos, veinticinco más o menos.
El Lucho no es Ícaro, las ideas no son alas, yo no soy el señor Miyagi, pero, mientras armábamos esa lista, me agradaba imaginarlo adquiriendo, sin darse cuenta, un superpoder para limitar (un poco más) la banalidad del mal.
*Por Ariel Rivero para La tinta / Foto: La tinta.
*Docente. Profesor de filosofía.