Lila, una sociedad enferma de patriarcado

Lila, una sociedad enferma de patriarcado
13 mayo, 2020 por Gilda

Por Manuel Allasino para La tinta

Lila es una novela del escritor y poeta Gonzalo Unamuno, publicada en el año 2018. La historia aborda el femicidio de Lila por su pareja Germán Baraja, personaje ya conocido de Unamuno, devenido en psicópata confeso en esta oportunidad. 

Baraja cuenta, en primera persona, de manera perversa y revulsiva, cómo realizó el femicidio y va mechando en el relato fragmentos de su relación con Lila; y confesiones de su imposibilidad de adaptación y empatía con el entorno. La trama también detalla minuciosamente la historia de vida de Lila: su infancia como hija de un diplomático, su paso como actriz de televisión, su delicada salud y los profundos problemas familiares. 

Con una prosa contundente, Gonzalo Unamuno describe una sociedad enferma de patriarcado. 

gonzalo-unamuno-lila-1“Me levanto de la cama, estiro los brazos, desperezándome. Pienso en el primer antecedente serio de mi misoginia, de mis problemitas con las mujeres. Data de mediados de enero de 1985. Mis padres, mi hermana y yo sentíamos en el cuerpo la sensación de seguir todavía sobre el agua. El silencio era total en la ruta de Montevideo a Punta del Este. Yo viajaba sentado atrás con la frente apoyada sobre una de las ventanillas de la camioneta, dibujando siluetas inconexas sobre el vidrio empañado por mi respiración. De repente un auto alteró la monotonía del paisaje pasándonos por la izquierda. En esos segundos de suspensión y disputa en que un auto deja atrás a otro, por una de las ventanillas traseras me saludaron dos chicas de mi edad. Devolví el saludo, pero una de ellas me hizo cara de asco, ambas me sacaron la lengua y rieron mientras se recostaban sobre el asiento.  La burla me descolocó, me abrumó su femineidad, sentí un ardor en las sienes que no había sentido nunca, y ocurrió: me abalancé con velocidad sobre el volante, quise girarlo para embestir el auto antes de que se alejara definitivamente, pero mi peso y mi corta edad nos salvaron la vida.  Mi madre –que desde entonces no volvió a confiar en mí –frenó conmocionada al costado de la ruta sin entender lo sucedido. Mi padre, que siempre estuvo a otras distancias del desconcierto, me dio una paliza que me sigue doliendo. Mi hermana lloraba como si hubiese visto un monstruo. Treinta y dos años después el cadáver de mi mujer con nuestro hijo a medio hacer adentro suyo yace a mi costado. Miro la hora en el celular y lo apago. Son las 13.45, hora bisagra del día. Especulo sobre cuánto tiempo le llevará a la policía –exacerbada por la histeria colectiva cuando la víctima es mujer– arrastrarme a la ruina, a cuánto estoy de sentir el frío metal de las esposas ceñidas a mis muñecas que testimonien el fin de mi inteligencia o a cuánto de salirme con la mía. Y si bien no quisiera facilitarle al olvido su consistencia y a la opinión su ligereza, me enorgullecen mis palabras que, siempre estériles por precavidas, en el instante en que la maté me regalaron una redención cuando le borraron a ella su última sonrisa de este mundo”.

Lila tiene cuarenta años cuando su pareja, Germán Baraja, la asesina a golpes a poco de recibir la noticia de su embarazo. Lejos de arrepentirse por el crimen, Germán encarna las reacciones más violentas y enfermizas de los resabios de un machismo que se resiste a desaparecer. 

La novela está dividida en tres capítulos en donde se construye la voz de un femicida. Es ahí donde reside lo original de Lila de Gonzalo Unamuno: el gran desafío de abordar literariamente un tema tan complejo como el femicidio. Lo que hace de Germán Baraja un personaje novelístico tristemente memorable.

“Nunca fui fácil de acarrear a fiestas, a recitales, a manifestaciones grupales de algarabía y estupidez. Siempre preponderó en mí el instinto de imponer mi verdad relativa y su entramado de asociaciones, por sobre la posibilidad de enriquecerme con las de los demás.  Me repugna la interacción cuando es masiva, me incomoda el desgaste que supone lograr rápido la primacía verbal, lo que quizá se deba a la ausencia de fe con la que construyo la coraza que yergue el vulnerable frente a desconocidos.  Sin embargo lo hice: bajé del taxi y me detuve frente al portero eléctrico de la casa de Lila. Eran las doce y cinco de la noche. Una pastilla de menta agudizaba el frío en mi cuerpo mientras tocaba timbre. Un hombre en uniforme se acercó hasta la puerta de vidrio y me preguntó si iba a la fiesta, con la descortesía propia de los rendidos a ver de cerca una vida que les es inaccesible. Antes de que llegase a responder ya me había hecho pasar, me acompañó hasta el ascensor y marcó el piso 19. Desde el ascensor reconocí ese sonido eléctrico, mecánico, ese vibrato que tan pocas veces había sentido en carne propia, pero que tantas había visto en las películas. Cuando se abrieron las puertas quedé ofuscado por el tamaño del palier, por la preeminencia total del amarillo. Una mujer que no era flaca, sino exgorda abrió la puerta riendo porcinamente. La música electrónica lo invadió todo. Adentro reinaba una atmósfera que remitía a lo líquido, oceánico; peceras, caracoles incrustados por todas partes, cuadros con predominancia del azul, del turquesa, del verde alga, ventanales. Dediqué unos minutos a distinguir a mis posibles adversarios en lo físico y antagonistas en lo verbal y calculé el esfuerzo aproximado que me llevaría dañar la mayor cantidad de objetos irreparables en el departamento en caso de un brote de histeria extrema o mal humor. Después me acerqué a la cocina y pedí a un señor que hurgaba en la heladera si podía servirme agua. Que me sirviera yo, fue su respuesta, que se entrelazó con la voz de Lila diciendo mi nombre a mis espaldas. Nos saludamos sin énfasis, como si tuviésemos ensayada la escena. Sentí violentado mi olfato por su exceso de perfume y cuando la tuve de frente me sorprendió el tamaño de sus pupilas, que tuviera los ojos más oscuros, nítidos e incógnitos de lo que recordaba. No tardé en darme cuenta de que estaba empepada y que lo único que yo podía hacer en adelante sería improvisar, anticiparme a la burla, poner a salvo a los demás poniéndome a salvo a mí mismo. Habría cerca de sesenta personas cultivando con jactancia de clase la falsedad y el mal gusto. La mayoría eran exmachistas devenidos en homosexuales para poder ser en paralelo, con igual soltura y según qué circunstancias, maricas histéricas y machos violentos. El resto eran subnormales que parecían no estar ahí, sino recostados en la virtualidad de su repercusión en las redes sociales. Lila me agarró de la mano y con ella fui ingresando a un universo de actores venidos a menos, under o clase B, directores de teatro exitosos, productores, dueños de salas y centros y publicaciones culturales, diseñadores de moda, tatuadores, diseñadoras distantes y soberbias que apenas hacían el mínimo gesto para congraciarse cuando saludaban. El promedio de edad oscilaba entre los cuarenta y los cuarenta y cinco años, y la vida, a esa altura, era evidente, no los había confinado, gordos y estriados, a hacer la tarea con sus hijos”.

El mayor acierto de la novela es la voz narrativa de Germán Baraja, personaje que el autor Gonzalo Unamuno ya había presentado en Que todo se detenga (2015). 

En el segundo capítulo, de los tres que estructuran este relato, se cuenta la historia familiar de Lila, su infancia y adolescencia. En la contratapa del libro, la definición de la escritora Gabriela Cabezón Cámara es implacable: “Matar a la mujer como atributo del macho. Unamuno construye la voz de un femicida en una novela trepidante que nos hace sentir odio”. 

“El 17 de marzo de 1992 fue uno de los días más desconcertantes en la vida de la familia. Promediando las tres de la tarde solo había un tema, una noticia de la que se  hablaba en el país: una camioneta Ford F-100 con varios kilos de explosivos en su interior había chocado de frente contra la Embajada de Israel, haciendo estallar por los aires el edificio ubicado en la esquina de Arroyo y Suipacha. Los canales transmitían las mismas imágenes una y otra vez: escombros, gente herida, gente muerta, gente llorando, ambulancias, bomberos. Un hongo de humo negro en pleno centro de Buenos Aires. Esa noche, a las 23.15, el teléfono sonó en la casa de la familia Frei. Manuel estaba de viaje en Italia por el casamiento en Milán de un médico obstetra amigo suyo, e iba a quedarse al menos cinco días después de finalizado. Candelaria, que rara vez atendía el teléfono, pensó que era él quien llamaba y solo por eso salió de la cama y atendió de mala gana. –Hola. –Disculpe el horario. ¿Es el domicilio de Manuel Frei? -¿Quién habla? –Le habla Mariano Arriaga, subcomisario de la Policía Federal. ¿Es este el domicilio del señor…? –Sí, ¿qué pasa? Entonces el sub comisario le dijo lo que pasaba. Uno de los cadáveres hallados entre los escombros que dejó el atentado fue reconocido como el de Martina Judith Zarankin, de treinta años. Pelo castaño claro. Ojos mismo color. Estatura un metro sesenta y cuatro. Madre de un niño de cinco años, de nombres Sebastián Ariel y de apellido Frei.  ¿Me repite el apellido? –dijo ella, cuando de golpe entendió que la llamaban para decirle que el padre del niño no era otro que su propio marido.  Lila e Irupé se habían despertado por el volumen del timbre del teléfono –del que siempre se quejaban-, pero sobre todo por la intuición de que algo malo había pasado. Confirmaron sus sospechas cuando vieron desde el umbral de la puerta de la cocina cómo el teléfono inalámbrico se partía en dos y hacía saltar trozos de la pared del living. –Vuelvan a la cama. Mocosas de mierda –les gritó su madre. Ninguna pudo dormir esa noche. Candelaria supo que era cierto, que el subcomisario había dicho la verdad. Dirigió la noticia con la extraña sapiencia que la invadía en los momentos cruciales para domar la desesperación y los nervios. Pero ella tampoco pudo volver a dormir. Agarró un mazo de cartas del cajón del mueble del living, puso aquel casete de boleros versionados en el equipo de música y se tomó dos botellas de vino jugando al solitario y riendo a carcajadas de distintas situaciones que recordaba de su matrimonio, que ahora le parecía el error más grosero de su vida. A las cinco y media de la mañana la despertó el olor de su vómito espeso sobre el que estaba hundida su nariz y parte de su pelo. Se bañó, se hizo un café fuerte y empezó a empacar las pertenencias de Manuel”.

Lila de Gonzalo Unamuno es una novela contundente que revela las miserias de una sociedad enferma de machismo. Narra la violencia patriarcal tan naturalizada y la resistencia que ejercen muchos para que esta desaparezca. 

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Sobre el autor 

Gonzalo Unamuno (Ciudad de Buenos Aires, 1985). Narrador y poeta, es autor de los libros de poesía De otra luz (2007), Distancia que nadie ocupará (2011) y de la nouvelle Acordes para Marion Cotillard (2011), entre otros.

Su novela Que todo se detenga (2015), en la que ya aparece Germán Baraja, personaje principal de Lila, fue distinguida por la crítica en distintos medios y está siendo llevada al cine bajo la dirección de Juan Baldana.  

*Por Manuel Allasino para La tinta. Imagen de portada: Alexandra Levasseur.

 

Palabras claves: Gonzalo Unamuno, Lila, literatura, Novelas para leer

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