Jugar por jugar

Jugar por jugar
10 mayo, 2020 por Redacción La tinta

Se apagó la historia de Tomás Felipe Carlovich. El Trinche, mito, leyenda y fantasma del fútbol nuestro, se fue sin dejar registro, pero no sin dejar huella. El mejor jugador del mundo no tuvo quién lo filme, pero sí quiénes lo cuenten. Los futboleros elegimos creer.

Por Gregorio Tatian para La tinta

Esta noche juega el Trinche. La fábula pone la frase en boca de hinchas rosarinos –y no tanto- de todos los clubes que iban al estadio de Central Córdoba, tercer club de una ciudad que solo tiene dos clubes, a ver al prodigio. La frase tiene algo de vértigo. La inminencia de la inminencia. Una promesa que echa el ancla en dos variables: esta noche –esta noche y nunca más, porque no habrá ningún video para ninguna posteridad- juega el Trinche, que entonces y por su sola presencia es el único que juega y los otros 21 pasan a ser unos pataduras que están ahí para completar, aunque se llamen Kempes, Aimar, Obberti o Killer.

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Si esta noche pasa algo, lo va a hacer el Trinche. Y seguro que pasa.

Carlovich nadó contra la corriente de una época en la que el fútbol criollo –el fútbol ‘nuestro’, nos gusta decir- empezaba a copiar los artificios industriales de la vieja Europa. Faltaba poco para que empezaran a verse marcas de cervezas, vinos o fiambres en el pecho de las camisetas y menos todavía para que la televisación masiva entrara rompiendo a martillazos el espectáculo que teníamos para convertirlo apenas en un show. Los pies de los futbolistas ya eran carteles publicitarios y el fútbol les daba la bienvenida a sus peores satélites: los representantes.

En ese magma, en un fútbol argentino confuso y confundido, el Trinche Carlovich fue el futbolista presocrático. De Rosario a Mileto, se preguntó por el arkhé del fútbol, sus principios. Lo fundamental, lo real, el elemento primigenio, la pelota. Digámoslo fácil: el Trinche jugó al fútbol. Jugó, del verbo jugar, no del verbo ser profesional. Rechazó el plástico de la industria del fútbol: la guita, las cámaras, la fama, los sponsors. Se negó a ser un producto. ¿No es esto acaso un poco de anticapitalismo?

Capaz el Trinche fue todo eso, o capaz fue solamente un talentoso agobiado por su propia vagancia, un elegido que no entrenaba y que no supo enfrentarse a sus propios fantasmas para convertirse en lo que estaba llamado a ser.

En cualquier caso, subvirtió mandatos. Voto a favor.

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Pudo seguir en Rosario Central. Pero no siguió. Pudo ir a Vélez. Pero no fue. Pudo ir al Cosmos de Nueva York y de Pelé. Pero no fue. Pudo ir a Boca o a River. Pero no fue. Le daba para ir al Real Madrid, al Barcelona. Pero no fue: fue a Sporting de Bigand. 5.200 habitantes, tiene Bigand hoy. Cincomildoscientos. “Soy un hombre solitario”, repetía.

Después, llevó su soledad a Central Córdoba, a Independiente Rivadavia de Mendoza y a Flandria. Y coqueteó un poco en Colón. En todos lados sembró las semillas de su propio mito en esa tierra fértil que son los recuerdos cuando están atravesados por los años y se ponen amarillentos. La historia del doble caño, del partido en el barro en el que la llevó de taco y en el aire los 90 minutos. Ese mito lleno de anécdotas de las que después diría no acordarse con olvido selectivo.

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Pero ¿qué pasaría si todo esto fuera mentira? O exageración, como mínimo.Si así fuera, miraríamos para otro lado porque el Trinche es la leyenda en la que elegimos creer. Es la historia que más nos gusta que nos cuenten.

Porque también la cosa está en los nombres, en cómo suenen, en las palabras, pero más, más en los nombres (gracias, Fontanarrosa). Maradona, por ejemplo. Un nombre redondo, italianísimo, llena la boca. Se puede estirar, saborear. Maradona, Diego Armando, para colmo. Lionel Messi no. No se puede masticar Lionel Messi. Es Lionel Messi y chau. En cambio el Trinche Carlovich. O Carlovích, como le dicen en Rosario. Ese sí. Ahí sí que hay algo. Un dejo croata que ya por sí solo pone al oído atento, pero además prologado por ese apodo articulado: el Trinche. Un nombre que dan ganas de relatarlo. El Trinche ¿Cómo no te van a dar ganas de contar la historia de un tipo que se llama el Trinche Carlovich? O Carlovích, nunca supe.

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Muchos dicen que la historia del Trinche Carlovich, el mito de Rosario, el fantasma del fútbol, debió tener otro final. Permítanseme algunas reservas. Poco antes de morir, Carlovich se dio un abrazo con Maradona. Los dos, a su modo, triunfaron. Los dos, a su modo, fracasaron. Por eso nos cautivan. Se mantuvieron abrazados un rato largo, Diego garabateó su firma y escribió: “Al Trinche, que fue mejor que yo”.

“Yo me disfrazaría para entrar a una cancha. Daría mi vida. Me voy a donde sea: arriba o abajo. Yo creo que más tirando para abajo que para arriba, pero no importa. Me voy, lo quiero jugar, lo firmo”, decía en una entrevista mientras señalaba al cielo y al infierno y discutía los términos de un pacto con el diablo que estaría dispuesto a aceptar: jugar 45 minutos más y partir. ¿Y con quién jugarías, Trinche? “Con el Diego, papá”. El Trinche murió con una espina, pero en un abrazo con Maradona quizás se sacó otra. Ojalá que sí.

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(Imagen: Alejandro Nannini)

En el Informe Robinson sobre Carlovich –pieza audiovisual excelsa, de colección-, Jorge Valdano dice que ser rosarino es una forma exagerada de ser argentino. Fútbol, bohemia, sangre y delincuencia. Ritmo y sustancia de la ciudad de pobres corazones.

En esta puta ciudad, todo se incendia y se va / matan a pobres corazones.

No vamos a cometer la torpeza de decir que Carlovich murió en su ley, ese triste lugar común de las necrológicas. Pero sí vamos a decir: el Trinche murió como se muere en Rosario.

Falleció el Trinche Carlovich. Bah…falleció. No falleció, lo mataron. Por una bicicleta de mierda. Son días tristes.

*Por Gregorio Tatian para La tinta

Palabras claves: Trinche Carlovich

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