Algún día, si querés, te aviso y tomamos un té
Tal vez no lo recuerdes, pero vuelvo a esa noche y me acuerdo que nos sentamos juntos en una mesa de bancos sin respaldar y a mí me cambió el color de la piel. Me gustabas de antes, pero fue ahí, en ese encuentro donde los buenos son siempre los mismos y los malos son los otros que lo percibí mejor. Hablamos de que con el trabajo humanitario las personas se sienten re bien y que cuando alguien dice que ayuda automáticamente se toca el pecho certificando que el corazón no esté en el lugar equivocado. Quería que me convidaras tabaco y terminé tumbando una copa. El vino se derramó en un mantel blanco precioso, vos te fuiste para un lado y yo para otro. Tiempo después me confesaste que yo también te gustaba, que hablaba lindo y miraba penetrante, aunque sabías que nada de eso iba a pasar porque escuchaste, sin querer, o tal vez queriendo, que estaba con otra chica.
Tal vez no lo recuerdes, pero esa semana dije de tomarnos una cerveza. “¿Todavía estamos a tiempo?”. Me preguntaste. A los pocos días, cada uno buscaba colores a la distancia. Mientras yo presumía un mar cerúleo con la arena de Ipanema en mis dedos deformes de los pies, vos beboteabas en una cabina de teléfono inglesa. A destiempo y con horas de hemisferios cruzados, jugábamos a regalarnos corazones de Instagram y con suerte de malabaristas prometíamos, a falta del primero, un tercer o cuarto encuentro. Hablamos de realidades escurridizas y de cómo frecuentemente tenemos que apuntar con el dedo para señalar lo que uno quiere porque en otro país – y muchas veces en el propio-, la lengua ya no sirve ni como muleta. Fue por eso que te conté que en Río de Janeiro conocí a una piba de Chaco que decía que en esa tierra húmeda de calor, ella dejaba su lengua sólo para la intimidad, y que luego de cuatro o cinco años viviendo en Brasil confirmó, sin tristezas, que no sabía amar en portugués.
Tal vez no lo recuerdes, pero a los meses, en la mejor noche de verano de Córdoba, cuando nos vimos en un bar de la cañada, llevabas un pantalón de cuerina negra y una campera de jean del mismo tono que contrastaban con esas zapatillas que perdieron el blanco, pero que con los días y los usos sus plataformas se agrandaban. Pedimos dos promos de cerveza, creo que una fue de trigo que tanto me gusta y nadie toma. Después fuimos a tu casa, te avergonzaste de tus plantas muertas, fumamos porro y me agitaste: “¿por qué no querés una seca más?”. Te respondí que el faso me atornilla la lengua. Yo re quería seguir hablando, pasa que cuando no me animo a besar, pero me gusta mucho alguien busco temas para seguir hablando. Fuimos al balcón, a la mesa y a la cocina. A la cocina, a la mesa y al balcón. A las 5 de la mañana, sentados en un sillón que ya no merecía el nombre de sillón fuiste corrosiva: “no me gusta Madonna”. Dijiste que aburría y que su música era malarda. Quedamos a veinte centímetros de distancia, a mí me transpiraban las manos, te miré tronando con ojos achinados y por dentro no podía entender cómo la reina del beboteo despreciaba a la reina del pop. Ahí todo. Ahí más abajo. Y ahí más alto y luz verde para que nos besáramos y apretáramos contra la pared dejando caer la ropa camino a la cama.
De esto seguro que te acordás. Cuando las instituciones se desplomaban y cerraban porque al parecer el primer caso de coronavirus aterrizaba en Argentina, nosotros comenzábamos a encontrar excusas para vernos. Cuando todos buscaban un patio y un perro en forma de guarida, vos y yo nos sentamos en las escalinatas de un museo sin gente a buscar palabras con “D”: Dinamarca, Dinosaurio, Drácula, Damián, Daniel Johnston. O con “C”: Canadá, Canguro, Calamaretis, Carandiru, Candela, Charles Chaplin. Te dije que al tutti fruti sólo ganó haciendo trampa y nos despedimos caminando cerquita de otro museo cerrado. Esa fue la última vez que nos vimos cara a cara.
Ya confinados y en ciudades distintas la seguimos de ciento un formas posibles. No hicimos cine en paralelo, pero apuntamos en un papel del tamaño de un castillo las cosas por hacer. Me armaste una playlist y yo flashé que con esa música, una oración a Axel Fiks y dos curitas se curaban los enfermos. Jugamos con fotos, un poco de video y mucha escritura para narrarse con fuego. “En la historia de nuestra conversación – me dijiste – tengo un montón de charlas guardadas con estrellitas”.
¿Todo fue realmente tan maravilloso? Me gusta pensar que el amor es en una ficción. Se inventa. No es que sea una mentira, de hecho tiene importantes consecuencias materiales, pero se inventa. A veces por vanidad otras veces para resguardarse de la lluvia. Ahora, encerrados, frente a una cotidianeidad que se desmigaja todo el tiempo seguimos inventando, una y otra vez, piedra sobre piedra, para que al otro día, al levantarnos, la mesa, la cama y las sillas sigan en su sitio y por favor que nada ni nadie las saque de ahí. Da trabajo, pero es así. Y con esto que siento pasa algo parecido, porque no hay utopía más ingenua y mezquina que pretender el cuerpo del otro sin exponer el propio. Please, dejemos los saludos sanitanizados. Please, dejemos los saludos codo a codo. En eso soy campesino y zapatista te dije: “El amor como la tierra, es de quién la trabaja”. Me respondiste que podría ser, aunque quizás, ahí, estaba nuestra diferencia. “Eu te quiero. Estoy muy perdida, pero te quiero”.
La semana pasada decidiste tomar otro rumbo, el castillo se derrumbó y vos no te animaste a decirlo. Creo que es lo que les pasa a las personas cuando evitan las conversaciones e invitan algún día (el indolente “¡algún día!”) a tomar té en vez de vino. Ya va pasar. Me estoy rearmando, pero soy un empedernido recayente: la playlist casi que no me funciona, ya no rezo con Axel Fiks y tampoco uso las curitas. Ya va a pasar. No sé me da bien la dependencia, me siento parado en un patín de 1 rueda, y aunque voy en picada no me gusta que me den la mano, puedo solo. Ya va a pasar. Los besos de aeropuertos me enseñaron que todo cabe en una mochila y que ya no quiero relaciones prístinas. Todo va a pasar. Ya dejé de contar muertos, de esperar que pase la cuarentena, de esperar que haya cura, de esperar que termine el virus, solo espero salir a caminar y pisar la tierra como un bisonte, y a cada paso pensar distinto. ¿Adónde se marchan los bichitos segados a la lámpara cuando ésta se apaga? Seguramente al mismo lugar adonde muchos otros vamos a tomar el té con el sabor de una eterna falta de qué hablar.
Por El Niño Pascal para La tinta / Imagen: Lucía Prieto