Un viejo que leía novelas de amor, la verdadera sabiduría 

Un viejo que leía novelas de amor, la verdadera sabiduría 
22 abril, 2020 por Gilda

Por Manuel Allasino para La tinta

Un viejo que leía novelas de amor es un libro del escritor y cineasta chileno Luis Sepúlveda, publicado en el año 1989. La historia se desarrolla en El Idilio, un pueblo chico en la región amazónica de los indios shuar. El protagonista, Antonio José Bolívar Proaño, aprendió de los indios a conocer la selva y a respetar a los animales, pero también a cazar el temible tigrillo. Un día, decidió leer las novelas de amor que, dos veces al año, le lleva el odontólogo Rubicundo Loachamín, cuando viaja a la zona. Proaño, cuando bucea en la lectura, se aleja de la estupidez de esos forasteros que creen dominar la selva porque van armados, pero que no saben cómo enfrentarse a una fiera enloquecida.

Un viejo que leía novelas de amor fue llevada al cine con guion del propio Sepúlveda y bajo la dirección del australiano Rolf de Heer. Lamentablemente, hace unos días, este enorme periodista, escritor y cineasta chileno nos dejó por causa del Coronavirus. Esta reseña de una de las obras más importantes de este genio es apenas un simple homenaje.  

sepulveda-libro“El doctor Loachamín odiada al Gobierno. A todos y a cualquier Gobierno. Hijo ilegítimo de un emigrante ibérico, heredó de él una tremenda bronca a todo cuanto sonara a autoridad, pero los motivos de aquel odio se le extraviaron en alguna juerga de juventud, de tal manera que sus monsergas de ácrata se transformaron en una especie de verruga moral que lo hacía simpático. Vociferaba contra los Gobiernos de turno de la misma manera como lo hacía contra los gringos llegados a veces desde las instalaciones petroleras del Coca, impúdicos extraños que fotografiaban sin permiso las bocas abiertas de sus pacientes. Muy cerca, la breve tripulación del Sucre cargaba racimos de banano verde y costales de café de grano. A un costado del muelle se amontonaban las cajas de cerveza, de aguardiente Frontera, de sal y las bombonas de gas que temprano habían desembarcado. El Sucre zarparía en cuanto el dentista terminase de arreglar quijadas, navegaría remontando las aguas del río Nangaritza para desembocar más tarde en el Zamora, y luego de cuatro días de lenta navegación arribaría al puerto fluvial de El Dorado. El barco, antigua caja flotante movida por la decisión de su patrón mecánico, por el esfuerzo de dos hombres fornidos que componían la tripulación y por la voluntad tísica de un viejo motor diésel, no regresaría hasta pasada la estación de las lluvias que se anunciaban en el cielo encapotado. El doctor Rubicundo Loachamín visitaba El Idilio dos veces al año, tal como lo hacía el empleado de Correos, que raramente llevó correspondencia para algún habitante. De su maletín gastado sólo aparecían papeles oficiales destinados al alcalde, o los retratos graves y descoloridos por la humedad de los gobernantes de turno.  Las gentes esperaban la llegada del barco sin otras esperanzas que ver renovadas sus provisiones de sal, gas, cerveza y aguardiente, pero al dentista lo recibían con alivio, sobre todo los sobrevivientes de la malaria cansados de escupir restos de dentadura y deseosos de tener la boca limpia de astillas, para probarse una de las prótesis ordenadas sobre un tapete morado de indiscutible aire cardenalicio.  Despotricando contra el Gobierno, el dentista les limpiaba las encías de los últimos restos de dientes y enseguida les ordenaba hacer un buche con aguardiente”.

En Un viejo que leía novelas de amor, Sepúlveda enlaza armoniosamente la exuberancia tropical, la falsa ingenuidad y la verdadera sabiduría. 

Desarrollada en una aldea perdida en el Amazonas, El Idilio, la historia retrata la vida de Antonio José Bolívar Proaño, un hombre mayor que llegó al pueblo junto a su esposa, quien muere al poco tiempo de una grave enfermedad. Bolívar Proaño siente pasión por las novelas de amor y pasa las horas del día evadiéndose del mundo con sus lecturas. A los libros se los trae su amigo el dentista Rubicundo de Loachamín, de una selección que hace una joven fogosa que visita habitualmente, llamada Josefina.  

Pero no todo es placer para Bolívar Proaño, sino que tiene que lidiar con el alcalde de El Idilio, un hombre obeso y descarado que cree saberlo todo; y a quien sólo le importa el dinero y el poder.

“El dentista y el viejo miraban pasar el río sentados sobre bombonas de gas. A ratos intercambiaban la botella de Frontera y fumaban cigarros de hoja dura, de los que no apaga la humedad. – ¡Caramba! – Antonio José Bolívar, dejaste mudo a su excelencia. No te conocía como detective. Lo humillaste delante de todos, y se lo merece. Espero que algún día los jíbaros le metan un dardo. -Lo matará su mujer. Está juntando odio, pero todavía no reúne el suficiente. Eso lleva tiempo –Mira. Con todo el lío del muerto casi lo olvido. Te traje dos libros. Al viejo se le encendieron los ojos. -¿De amor? -El dentista asintió. Antonio José Bolívar Proaño leía novelas de amor, y en cada uno de sus viajes el dentista le proveía de lectura. -¿Son tristes? -preguntaba el viejo.  -Para llorar a mares      -aseguraba el dentista. -¿con gentes que se aman de veras? -Como nadie ha amado jamás. -¿Sufren mucho? -Casi no pude soportarlo –respondía el dentista.  Pero el doctor Rubicundo Loachamín no leía las novelas. Cuando el viejo le pidió el favor de traerle lectura, indicando muy claramente sus preferencias, sufrimientos, amores desdichados y finales felices, el dentista sintió que se enfrentaba a un encargo difícil de cumplir. Pensaba que haría el ridículo entrando a una librería de Guayaquil para pedir: ´Déme una novela bien triste, con mucho sufrimiento a causa del amor, y con final feliz´.  Lo tomarían por un viejo marica, y la solución la encontró de manera inesperada en un burdel del malecón. Al dentista le gustaban las negras, primero porque eran capaces de decir palabras que levantaban a un boxeador noqueado, y, segundo porque no sudaban en la cama. Una tarde, mientras retozaba con Josefina, una esmeraldeña de piel tersa como cuero de tambor, vio un lote de libros ordenados encima de la cómoda. -¿Tú lees? Preguntó. -Sí. Pero despacito –contestó la mujer. -¿Y cuáles son los libros que más te gustan? -Las novelas de amor –respondió Josefina, agregando los mismos gustos de Antonio José Bolívar. A partir de aquella tarde Josefina alternó sus deberes de dama de compañía con los de crítico literario, y cada seis meses seleccionaba las dos novelas que, a su juicio, deparaban mayores sufrimientos, las mismas que más tarde Antonio José Bolívar Proaño leía en la soledad de su choza frente al río Nangaritza. El viejo recibió los libros, examinó las tapas y declaró que le gustaban”.

En la novela del chileno Luis Sepúlveda, la selva amazónica es también un personaje que se destaca a lo largo de toda la obra. Y a través de ella, se desarrolla la historia particular de Antonio José Bolívar Proaño, un hombre viejo, con valores éticos y ecológicos. Este personaje junto a los shuar, aborígenes del lugar, transmiten la idea ancestral de que el hombre es sólo un elemento más de la naturaleza. Del otro lado, se encuentran los invasores, el gobierno corrupto, los gringos con sus expediciones violentas y los colonos y buscadores de oro que nada respetan.

“Con las primeras sombras de la tarde se desató el diluvio y a los pocos minutos era imposible ver más allá de un brazo extendido. El viejo se tendió en la hamaca esperando la llegada del sueño, mecido por el violento y monocorde murmullo del agua omnipresente. Antonio José Bolívar Proaño dormía poco. A lo más, cinco horas por la noche y dos a la hora de la siesta. Con eso le bastaba. El resto del tiempo lo dedicaba a las novelas, a divagar acerca de los misterios del amor y a imaginarse los lugares donde acontecían las historias. Al leer acerca de ciudades llamadas París, Londres o Ginebra, tenía que realizar un enorme esfuerzo de concentración para imaginárselas.  Una sola vez visitó una ciudad grande, Ibarra, de la que recordaba  sin mayor precisión las calles empedradas, las manzanas de casas bajas, parejas, todas blancas, y la plaza de Armas repleta de gentes paseándose frente a la catedral. Esa era su mayor referencia del mundo, y al leer las tramas acontecidas en ciudades de nombres lejanos y serios como Praga o Barcelona, se le antojaba que Ibarra, por su nombre, no era una ciudad apta para amores inmensos.  Durante el viaje a la amazonía, él y Dolores Encarnación del Santísimo Sacramento Estupiñán Otavalo pasaron por otras dos ciudades, Loja y Zamora, pero las vieron muy fugazmente, de manera que no podía decir si en ellas el amor encontraría territorio. Pero, sobre todo, le gustaba imaginar la nieve. También de niño la vio como una piel de cordero puesta a secar en los bordes del volcán Imbabura, y en algunas ocasiones le parecía una extravagancia imperdonable que los personajes de las novelas la pisaran sin preocuparse por si la ensuciaban. Cuando no llovía, abandonaba la hamaca de noche y bajaba hasta el río para asearse. Enseguida cocinaba porciones de arroz para el día, freía lonjas de banano verde, y si disponía de carne de mono acompañaba las comidas con unos buenos pedazos. Los colonos no apreciaban la carne de mono. No entendían que esa carne dura y apretada proveía muchísimas más proteínas que la carne de los puercos o vacas alimentadas con pasto elefante, pura agua, y que no sabía a nada. Por otra parte, la carne de mono requería ser masticada largo tiempo, y en especial a los que no tenían dientes propios les entregaba la sensación de haber comido mucho sin cargar innecesariamente el cuerpo. Bajaba las comidas con café cerrero y tostado en una callana de fierro y molido a piedra, el que endulzaba con panela y fortalecía con unos chorritos de Frontera”.

Un viejo que leía novelas de amor de Luis Sepúlveda es una emotiva obra ambientada en la selva amazónica que describe minuciosamente cómo los seres humanos se relacionan con la misma. A través de las páginas, el escritor nos señala dónde radica la verdadera sabiduría.  

sepulveda-libro

Sobre el autor

Luis Sepúlveda (Ovalle, Chile, 1949) ha recorrido casi todos los territorios posibles de la geografía y las utopías, del Amazonas al Sahara, de la Patagonia a Hamburgo o al barco de Greenpeace. Y de esa vida agitada, ha dado cuenta en obras como Mundo del fin del mundo, Patagonia Express o Historia de una gaviota. Un viejo que leía novelas de amor, traducida a 33 idiomas y con ventas millonarias, es la novela que lo lanzó a la fama. 

*Por Manuel Allasino para La tinta.

Palabras claves: literatura, Luis Sepúlveda, Novelas para leer, Un viejo que leía novelas de amor

Compartir: