La pandemia como síntoma del Capitaloceno: economía de guerra

La pandemia como síntoma del Capitaloceno: economía de guerra
20 abril, 2020 por Redacción La tinta

El virus que hoy nos interpela a todxs ha venido a poner en cuestión el actual modelo de civilización. En esta serie de artículos, la Ecología Política nos ayuda a mirar las angustias y desafíos de nuestro presente, y a tejer sentipensares desde la esperanza: para construir juntxs nuevos rumbos posibles, para que la pandemia valga la pena.

Por Horacio Machado Aráoz – Colectivo de Investigación de Ecología Política del Sur* para La tinta

“La agroindustria está tan centrada en los beneficios
que considera que vale la pena correr el riesgo de ser afectada por un virus
que podría matar a mil millones de personas”
(Rob Wallace, 2016).

La Pandemia en curso ha sido usada como excusa para la más reciente declaración de guerra. Ha forzado -se dice- una economía de guerra. Le llaman así a la parálisis temporaria de los mercados, los grandes flujos comerciales y gran parte del gigantesco aparato tecno-industrial global, con sus distintas ramificaciones sectoriales y geográficas. En nombre de esa economía de guerra, países de todos los rangos geopolíticos y gobiernos de todos los tintes ideológicos preparan enormes paquetes financieros para -se dice- “paliar la crisis”.

Bajo un engañoso abandono de la razón neoliberal que muchos se precipitan a declarar, de repente, todos parecen haberse vuelto keynesianos. Desde la derecha a la izquierda, se aboga por la necesaria intervención del Estado. Sin embargo, tal como se están pensando, esos salvatajes no van dirigidos a acabar con la economía de guerra, sino a profundizarla. Los enormes subsidios y ayudas financieras que se preparan pueden ser las municiones que carguen las armas de una nueva ola de despojo. A juzgar por las condiciones previas, podemos estar ante un nuevo capítulo de una vieja historia: el salvataje de los privilegiados de siempre, a costa de un nuevo expolio de lxs condenadxs de la Tierra.

Aunque esto no tiene que ser necesariamente así, para evitarlo y para tener chances de torcer el rumbo, es preciso que nos aclaremos, primero, la etiología de la guerra y de esta crisis. Partamos, entonces, por lo básico: el coronavirus no ha declarado ninguna guerra; mucho menos, una guerra económica. En cualquier caso, su irrupción ha detenido -por un tiempo y parcialmente- la economía de guerra en la que venimos inmersos. La economía de guerra es -ni más ni menos, como ya sabemos y está a la vista de todo el mundo- la propia economía capitalista.

Esta afirmación -somos conscientes- es tan evidente como problemática. Por un lado, desde una perspectiva de rigor histórico-científico y honestidad intelectual, resulta irrefutable; pero, por el otro, dada la contundencia y la radicalidad de los cambios que involucra asumirla, es fácilmente rechazable por “idealista”, “romántica” y cosas por el estilo. Lo sabemos, el capitalismo es el principal virus que ha afectado lo más profundo de los cuerpos -esto es, las estructuras perceptivas, emocionales, libidinales e intelectuales- de una enorme masa de población humana. Es, en ese sentido, la verdadera pandemia. Desde esas subjetividades infectadas -como dijera Fredric Jameson-, “es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo”. Pero lo cierto es que nada más realista hoy que reconsiderar la envergadura de los cambios que precisamos hacer. Porque ya no tenemos tiempo para perder en reformas gatopardistas. Necesitamos cambiar de manera significativa el actual curso civilizatorio hegemónico.

Para entenderlo, nada más claro que la pedagogía del coronavirus. Ésta nos muestra que -tanto en un sentido biológico-económico inmediato como en un sentido ecológico y político de fondo- la pandemia en curso es un síntoma del Capitaloceno. Es el capitalismo lo que funciona como una economía de guerra; una guerra de conquista, iniciada hace ya más de quinientos años, pero drásticamente acelerada e intensificada en las últimas siete décadas. Se trata, como dijimos, de la primera y única guerra verdaderamente mundial; una guerra que tiene fecha de inicio, pero que, hasta ahora, no ha cesado. Una guerra declarada, en primer lugar, contra las mujeres y los pueblos agro-culturales, contra las culturas así estigmatizadas como primitivas y salvajes; una guerra contra la Tierra en sí y contra el conjunto de seres vivos, “descubiertos” y “por descubrir” en cuanto objetos mercantilizables.

Un modo de producción que atenta contra la vida

El capitalismo hace que lo que llamamos modernamente “economía” sea efectiva y literalmente una gran maquinaria de guerra que funciona en una dinámica de destructividad inercial, avanzando a paso firme, creciente e incesante sobre el mundo vivo; produciendo, cada vez más, mercancías y necesidades; dueños -cada vez más pocos dueños- y despojadxs a mansalva; bienes necesarios y -muchísimos más – productos superfluos; residuos y más residuos. Como advertía André Gorz en los 70, “el desarrollo de las fuerzas productivas, gracias al cual la clase obrera debería haber podido romper sus cadenas e instaurar la libertad universal, ha desposeído a los trabajadores de sus últimas parcelas de soberanía… El crecimiento económico, que debía garantizar la abundancia y el bienestar para todos, ha hecho crecer las necesidades y la población bajo condiciones humillantes de vida”.

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Así, ya nada queda de aquella ciencia aristotélica, la ciencia de la buena administración de la Casa. La economía -bajo las reglas del capital- se ha convertido exactamente en su antónimo. Por eso, hoy, los debates en la esfera pública hablan con tanta naturalidad acrítica de la paradoja de “cuidar la salud” o “atender la economía”. Hablan desde una mirada que ha naturalizado lo económico como modo de producción que atenta contra la vida.

En ese marco, la acción del virus ha abierto una tregua en el curso de una economía de guerra. Por un tiempo, la paz volvió a la Tierra.  Por todos lados, tras esta parálisis, en un brevísimo lapso de tiempo, han proliferado indicadores y noticias reveladoras de la increíble recuperación de la salud biosférica. Aquí, sí estamos ante una gran paradoja: un microorganismo que constituye una amenaza a nuestra salud ha desatado un gran Jubileo de la Tierra; los cielos se han despejado y las aguas se han vuelto cristalinas. En todas las grandes ciudades, los niveles de concentración de CO2 y de otros gases contaminantes se han reducido significativamente; lo mismo ha sucedido con ríos y riberas marítimas. La vida silvestre ha empezado a salir tímidamente del confinamiento secular y cada vez más asfixiante a la que la tenemos sometida. En cuanto a nuestra especie, la aritmética epidemiológica no es lineal: a las tasas y números absolutos de morbilidad y mortalidad del covid-19, deberíamos considerar también los millares de muertes, de accidentes y de agentes patógenos que se han evitado a consecuencia del virus. La respiración puede ser una vía de contagio; y paradójicamente, eso que puede infectarnos ha purificado también -al menos estos días- el aire que oxigena nuestras células.

Los orígenes del virus

Se trata, entonces, de la necesidad epocal de poner en cuestión una economía que nos enferma y que nos mata. Entender la etiología profunda del coronavirus lleva, por un lado, a ver los motivos inmediatos, directos y concretos que explican los detonantes específicos de esta pandemia. Pero, también, permiten echar luz sobre los factores estructurales, generales y de larga duración que la incubaron.

En cuanto a lo primero, las investigaciones más serias disponibles nos indican que, más que buscar en costumbres exóticas y lejanos mundos salvajes, debemos buscar los orígenes de la pandemia en prácticas globalizadas de producción y consumo. Estamos más bien ante un virus de origen industrial[2], diseminado y propagado por las más usuales prácticas y rutas del mercado mundial. Lejos de ser los causantes, los murciélagos desempeñan un incidental papel de reparto en una película cuya producción y realización general corresponde a la gran industria agroalimentaria global.

En su libro “Big Farms make Big Flu” (Las grandes granjas producen grandes gripes), publicado en 2016, el biólogo evolutivo y fitogeógrafo especialista en estudios de salud pública, Rob Wallace, apunta que, como consecuencia de la acelerada expansión agronegocio, “el planeta Tierra se ha convertido ahora en la Granja del Planeta, tanto por la biomasa como por la porción de tierra utilizada (…). Como resultado, se están liberando muchos de estos nuevos patógenos que, antes y durante largo tiempo, se mantenían bajo control por los ecosistemas de los bosques, amenazando al mundo entero (…) La cría de monocultivos genéticos de animales domésticos elimina cualquier tipo de barrera inmunológica capaz de frenar la transmisión. Las grandes densidades de población facilitan una mayor tasa de transmisión. Las condiciones de tal hacinamiento debilitan la respuesta inmunológica. Los altos volúmenes de producción, un aspecto recurrente de cualquier producción industrial, proporcionan un suministro continuo y renovado de los susceptibles de ser contagiados, la gasolina para la evolución de la virulencia”.

En definitiva, el coronavirus emerge como síntoma de la expansión de los procesos de mercantilización hacia las últimas fronteras de la vida. La maquinaria agroindustrial está asfixiando la vida silvestre y la vida en sí. Estamos asistiendo a las últimas escenas del devenir plantación de la Tierra. Un proceso incesante y creciente de concentración (de la tierra, de los mercados, de los insumos y los productos), de simplificación y uniformización (biológica, de saberes, de sabores, de semillas, de alimentos, de consumidores) y de gigantismo (en las escalas y las unidades de producción, las infraestructuras de almacenamiento, procesamiento y transporte, y las distancias geográficas involucradas en los circuitos del agronegocio).

Del siglo XVI al siglo XXI, hemos dejado que el régimen de plantación fuera demasiado lejos. Hoy, es una pandemia. Una fábrica de pandemias. Antes que una metáfora, la Gran Plantación es una figura que condensa la trayectoria histórica seguida por este modelo civilizatorio. Da cuenta de la metamorfosis que el capital ha operado sobre Gea en poco más de cinco siglos. Como tal, la figura de la gran plantación nos conecta directamente a los problemas de fondo de este modelo, a sus raíces filosóficas, ecológicas y ontológico-políticas.

La plantación

La plantación, en efecto, es la institución económica y política que está en la matriz generadora de las formaciones sociales de América, pero también en la raíz de la producción capitalista de la Naturaleza, en general. Se trata de un régimen de propiedad y de poder (sobre la tierra y los cuerpos esclavizados) que delata las raíces coloniales y patriarcales del capitalismo.

Más que un tipo de producción agraria, la plantación es un régimen de relaciones sociales en sí mismo. Una tecnología política y ecológica de expolio de la vitalidad de los cuerpos y de la Tierra. La plantación es latifundio; vale decir, concentración de la tierra y el poder en pocas manos, y su contracara, despojo de mayorías de sus medios de subsistencia e imposición de regímenes diversos de trabajo forzado. La plantación es mercantilización/profanación de los alimentos; es dejar de concebir la labranza de la tierra para producir lo que nos nutre y lo que nos da vida, para, en cambio, pensarla, diseñarla y dirigirla como medio de maximización de ganancias.

La plantación, por eso, es monocultivo; es erosión de la diversidad biológica, agrocultural y también inmunológica de los sistemas vivientes, incluidos los humanos. No es agri-cultura, sino su contrario: una forma de explotación de la tierra; una técnica de guerra contra la fertilidad del suelo. Agricultura es el arte humano de cultivar la tierra para producir su propio sustento vital y, al hacerlo, es el modo también de cultivar lo propiamente humano, lo que nos debería distinguir como especie. Agricultura es un metabolismo energético que se basa en el aprovechamiento de la energía solar captada a través de la fotosíntesis como medio de nutrición. El régimen de plantación, en cambio, nos ha llevado a comer petróleo; ha provocado un drástico colapso geometabólico, tanto a nivel de los suelos, como de los cielos. Eso que llamamos calentamiento global y cambio climático es, en buena medida, un derivado del régimen de plantación.

Todos los trastornos ecológicos derivados del régimen de plantación tienen su correlato en el plano ontológico-político. Y es que la plantación, como tecnología política, se funda y supone la figura del conquistador. La plantación, la estancia, el latifundio, la Gran Granja, tienen su origen histórico y político en un individuo, varón y generalmente armado, que, a fuerza de violencia, se erige como dueño absoluto de la tierra. Piensa la tierra como de su propiedad. Y piensa a los cuerpos que trabajan la tierra para él también como una extensión de su propiedad. Piensa el proceso económico no como sustento, sino como explotación; no como colaboración humana en el proceso de re-producción ampliada de la vida en el mundo y del mundo-de-la vida, sino como maximización de la rentabilidad.

En definitiva, al frente de la Gran Granja, no hay un/a agricultor/a, sino un depredador. Ese es el gran problema de este modelo civilizatorio. La raíz -ecológica, económica y política- de nuestros males y la tragedia del presente. El régimen de plantación es la matriz de la necroeconomía del capital; una economía concebida y practicada como economía de guerra; guerra de conquista y de explotación de las energías vitales para la valorización abstracta. No en vano, la antropóloga Donna Haraway habla de nuestra Era como la Era del Plantacionoceno. Una Era donde el humano se desconoce como humus y empieza a comportarse como conquistador/depredador del mundo de la vida.

Por un tiempo, el coronavirus ha puesto en cuarentena al conquistador. Ha detenido la normalidad necroeconómica de la depredación. Ese parate permite también que respire la biósfera y que resurja la bioeconomía. En lugar de provocar desorden, diríamos, más bien, que ha venido a ponerle un freno; está poniendo a nuestro alcance la posibilidad de tomar conciencia del caos antropológico y geológico que ha provocado nuestra “normalidad”, nuestro “orden”.

Así, en los umbrales del capitaloceno, un microorganismo nos viene a regalar la oportunidad de revalorizar la economía del cuidado y de volver a practicar una economía centrada en la reproducción de la vida. Nos invita a tomar conciencia de cuáles son realmente las actividades económicas esenciales, cuáles son los bienes y servicios vitales; y, en consecuencia, quiénes son la/os trabajadora/es imprescindibles; aquellxs que sostienen y hacen posibles nuestras vidas. Honrar tanto dolor, tantas muertes y tanto sufrimiento provocado por esta pandemia significaría no desaprovechar las enseñanzas y las oportunidades de cambio que nos está ofreciendo.

*Centro de Investigaciones y Transferencia de Catamarca (CITCA) –dependiente del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET) y de la Universidad Nacional de Catamarca.

**Por Horacio Machado Aráoz – Colectivo de Investigación de Ecología Política del Sur para La tinta / Imagen de portada: 

Palabras claves: coronavirus, cuarentena, Ecología política

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