La nieta del señor Linh, la lucha por preservar la identidad

La nieta del señor Linh, la lucha por preservar la identidad
8 abril, 2020 por Gilda

Por Manuel Allasino para La tinta

La nieta del señor Linh es una novela de Philippe Claudel, publicada en el año 2005. El señor Linh, una fría mañana de noviembre, luego de un penoso viaje en barco, desembarca en un país en donde no conoce a nadie y cuya lengua ignora. El protagonista de la historia huye de una guerra que le ha robado todo menos a su nieta, llamada Sang Diu. Los días transcurren de manera  monótona y con una sola preocupación: cuidar de su amada nieta. Hasta que, una tarde, conoce al señor Bark, un hombre robusto y amable. Entre ellos, surge un afecto espontáneo y verdadero, y capaces de comprenderse en silencio, se encuentran regularmente en el banco del parque. 

La nieta del señor Linh es una novela sobre el exilio, la soledad y la lucha cotidiana por preservar la identidad. 

Por fin, un día de noviembre, el barco llega a su destino. Pero el anciano no quiere bajar. Abandonar el barco es como abandonar definitivamente lo que todavía lo une a su tierra. Así que dos mujeres lo acompañan al muelle con gestos suaves, como si se tratara de un enfermo. Hace mucho frío y el cielo está encapotado. El señor Linh aspira el olor del nuevo país. No huele nada. No hay ningún olor. Es un país sin olor. Aprieta a la niña contra su pecho y le canta al oído la canción. En realidad, también la canta para él, para oír su propia voz y la cadencia de su lengua. El señor Linh y la niña no están solos. En el muelle hay centenares de personas como ellos. Viejos y jóvenes esperando dócilmente, junto a su escaso equipaje, a que les digan adónde ir y pasando un frío como nunca han pasado.  Nadie habla. Son frágiles estatuas de rostro triste que tiritan en absoluto silencio.  Una de las mujeres que lo ha ayudado a bajar del barco vuelve a acercarse a él. Le hace señas de que la siga. El anciano no entiende sus palabras, pero sí sus gestos. Le enseña la niña. Ella lo mira, parece dudar y por fin sonríe. El anciano se pone en marcha y la sigue. Los padres de la niña eran los hijos del señor Linh. El padre de la niña era su hijo. Murieron durante la guerra que asola el país desde hace años. Una mañana fueron a trabajar a los arrozales, con la niña, y por la noche no volvieron. El anciano corrió a buscarlos. Llegó jadeando al arrozal. Ya no era más que un enorme agujero lleno de lodo, y al lado vio un búfalo despanzurrado, con el yugo partido en dos como una brizna de paja. También vio el cuerpo de su hijo y el de su nuera, y un poco más lejos a la niña, envuelta en sus pañales, con los ojos muy abiertos e ilesa, y a su lado una muñeca, su muñeca, tan grande como ella, pero decapitada por un trozo de metralla. La niña tenía diez días. Sus padres le habían puesto Sang Diu, que en el idioma del país quiere decir <<Mañana dulce>>. Le habían puesto ese nombre y luego habían muerto. El señor Linh recogió a la niña. Y se fue. Decidió irse para siempre. Por la niña”. 

La nieta del señor Linh comienza con una hermosa dedicatoria a todos los señores Linh de la tierra y a sus nietas como símbolo de aquellos que emigran por necesidad. Es un pequeño homenaje a los desheredados de la tierra, a los que les toca la peor parte: la guerra, el hambre y el desarraigo.

Es una novela corta y dividida en 22 capítulos breves. Con un detalle no menor, no se especifica ni el tiempo ni el espacio, porque la intención es universalizar la historia.  

“Ahora el señor Linh es viejo y está cansado. Aquel país desconocido lo agota. La muerte lo agota. Lo ha chupado como los ávidos cabritillos a su madre, que se tumba sobre un costado porque no puede más. La muerte se lo ha quitado todo. No le queda nada. Está a miles de kilómetros de una aldea que ya no existe, a miles de kilómetros de unas tumbas huérfanas de sus cuerpos, muertos a unos pasos de ellas. Está a miles de días de una vida que antaño fue hermosa y feliz. Sin darse cuenta, acaba de apoyarse en el banco enfrente del parque. El mismo en que el día anterior se sentó a descansar. El mismo en que aquel hombre sonriente y más bien gordo le puso la mano en el hombro y le habló con amabilidad. El señor Linh se sienta y, de pronto, lo asalta el recuerdo del hombre, de su boca, que parecía tragarse los cigarrillos, de sus ojos serios y risueños a un tiempo, de la cadencia de su voz, que pronunciaba palabras incomprensibles para él, y recuerda también el peso de su mano cuando se la puso en el hombro haciéndolo estremecer de miedo, antes de avergonzarse de su reacción. Sí, fue aquí, se dice, y coloca a la niña en su regazo. La pequeña ha abierto los ojos. Su abuelo le sonríe. –Soy tu abuelo –le dice, y tú y yo estamos solos, somos los dos únicos, los dos últimos. Pero estoy aquí, no tengas miedo, no va a pasarte nada…  Soy viejo, pero tendré fuerzas mientras haga falta, mientras seas un pequeño mango verde que necesita al viejo árbol.  El anciano mira a los ojos de Sang Diu. Son los ojos de su hijo, los ojos de la mujer de su hijo, y los ojos de la madre de su hijo, su adorada esposa, cuyo rostro está siempre presente en él, como un retrato primorosamente trazado y pintado con colores maravillosos. Bueno, otra vez el corazón. Ha empezado a latirle con fuerza al recordar a su mujer, pese al tiempo transcurrido desde que la perdió, cuando todavía era un hombre joven y su hijo apenas tenía tres años y aún no sabía cuidar los cerdos ni atar el arroz paddy. Su mujer tenía ojos grandes, de un castaño casi negro y orlados de pestañas tan largas como palmas, y un cabello fino y sedoso; se lo trenzaba ella misma en cuanto acababa de lavárselo en la fuente. Cuando caminaba por los senderos de tierra que discurrían entre los arrozales, apenas más anchos que dos manos unidas, llevando sobre la cabeza un cuenco lleno de buñuelos, su cuerpo hacía soñar a los chicos que trabajaban en los campos anegados en agua fangosa. Ella se reía con todos inocentemente, pero fue con el señor Linh con quien se casó y fue a él a quien le dio un hermoso hijo, antes de morir de unas fiebres, o quizá porque una mujer estéril y envidiosa que había pretendido al señor Linh le echó una maldición. El anciano piensa en todo eso. Sentado en ese banco que en sólo dos días se ha convertido en un pequeño rincón familiar, un madero flotante al que se hubiera agarrado en medio de una ancha, turbulenta y extraña corriente. Y con su cuerpo calienta el último brote de la rama, que de momento duerme sin temor, melancolía ni tristeza, con ese sueño de criatura ahíta, feliz de sentir la calidez del ser querido, su tibia suavidad y el arrullo de una voz acariciante”.

El señor Linh desembarca con una pequeña maleta que sólo contiene ropa usada, una fotografía casi borrada por el sol y un saquito de tela en el que ha metido un puñado de tierra. Eso es todo lo que le queda de su vida anterior. Eso y su preciosa nieta Sang Diu, cuyo padre y madre fueron asesinados en la guerra. Linh, para calmar a su nieta, le canta una canción muy antigua, una melodía que han cantado durante mucho tiempo distintas generaciones y que habla, al igual que el nombre de su nieta, de la mañana que siempre vuelve con su luz. 

Con el correr de los días, su relación con Bark se profundiza. Bark comprende lo duro que es perder a toda la familia. El choque, el rechazo que suele producir en la mayoría de los habitantes la llegada del otro y el miedo que genera lo desconocido no se produce en Bark. Linh percibe eso y lo agradece. Es por eso que la fuerza de esa amistad hace que ese lugar frío y hostil se convierta en algo cálido, cercano y amable. Ambos han perdido cosas muy valiosas y están solos, pero juntos mantienen la fuerza, la lucha y la esperanza.

“Un día, en el café, mientras saborea la extraña bebida, que todavía sigue subiéndosele un poco a la cabeza y produciéndole una lánguida calorina, como cuando tenemos fiebre pero sabemos que la enfermedad que anuncia no es nada grave, el señor Linh saca de un bolsillo su fotografía, la única que ha tenido en toda la vida. La ha cogido de la maleta esa misma mañana para enseñársela a su amigo. Se la tiende. El señor Bark comprende que es importante. La toma con infinita delicadeza entre sus gruesos dedos. La contempla. Al principio no ve nada, porque los años y el sol han decolorado la imagen, desvaneciéndola hasta casi borrarla. Por fin, distingue a un hombre joven delante de una curiosa casa, ligera y erigida sobre postes de madera, y al lado del hombre una mujer más joven y muy hermosa, con el lustroso pelo recogido en una larga trenza. Ambos miran directamente a la cámara. No sonríen y se los ve un tanto rígidos, como asustados o impresionados por la ocasión. Cuando el señor Bark examina el rostro del hombre con más atención, constata sin ningún género de duda que es el señor Taloai, el anciano que está sentado frente a él. Es el mismo rostro, los mismos ojos, la misma forma de la boca, la misma frente, pero treinta o cuarenta años atrás. Y al volver a mirar a la joven, comprende que se trata de la mujer del señor Taloai, seguramente fallecida como la suya, puesto que nunca la ha visto con él. Entonces contempla las facciones de la mujer, joven, muy joven, y de una belleza a un tiempo humilde y misteriosa, misteriosa por humilde quizá, una belleza que se ofrece sin aderezos, con una sencillez ingenua y turbadora.  El señor Bark deja la fotografía en la mesa con cuidado, se lleva la mano al bolsillo interior de la chaqueta y saca la cartera, de la que también extrae una fotografía, la de su propia mujer, que sonríe con la cabeza ligeramente ladeada hacia la izquierda. Sólo se ve el rostro, un rostro redondo y pálido, unos labios pintados y unos ojos grandes y entornados, debido a la sonrisa y sin duda también al sol, que le da directamente en la cara. Detrás, todo se ve verde. Probablemente se trata de un árbol. El señor Linh intenta reconocer las hojas, descubrir qué árbol es, pero no lo consigue. En su país no hay hojas como ésas. La mujer parece feliz. Es una mujer gorda y feliz. Debe de ser la esposa del hombre gordo. El anciano nunca la ha visto. Puede que trabaje sin parar. O puede… sí, puede que sea eso, puede que haya muerto.  Está en el país de los muertos, como la suya, y quizá, se dice, quizá en ese lejano país su mujer y la mujer del hombre gordo se han encontrado, como se han encontrado ellos.  La idea lo emociona. Lo reconforta. Espera que haya ocurrido así”. 

La nieta del señor Lihn de Philippe Claudel es una novela minimalista que aborda el exilio y la soledad con una enorme precisión. Claudel retrata el dolor y el coraje que hay que tener para no darse por vencido y abandonar la lucha. Es una exquisita declaración de valentía. 

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Sobre el autor  

Philippe Claudel (Nancy, 1962) ha sido profesor y guionista de cine y televisión. Además de dar clases en liceos y en la Universidad de Nancy II, dedicó su tiempo libre a enseñar a niños discapacitados y presos. Sus novelas y cuentos han sido objeto de numerosos galardones: entre ellos, el premio France Telévision por J´abandonne, el Bourse Goncourt de la Nouvelle por Petites mécaniques y, finalmente, el prestigioso premio Renaudot por Almas grises, publicada por Salamandra en 2005. Un año más tarde, el éxito se repitió con La nieta de señor Linh, que permaneció en las listas de libros más vendidos durante meses. Philippe Claudel ha escrito y dirigido también dos largometrajes: Hace mucho que te quiero, galardonada con dos Premios César, y Silencio de amor. Claudel es miembro de la Académie Goncourt y sigue residiendo en Dombasle, en Lorena, la región en la que se crió.

*Por Manuel Allasino para La tinta.

Palabras claves: La nieta del señor Linh, literatura, Novelas para leer, Philippe Claudel

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