Danza con toros

Danza con toros
24 abril, 2020 por Redacción La tinta

Alerta. Las primeras imágenes pueden ser spoilers para quienes no conozcan la historia moderna de la NBA. Si querés leer sólo lo referido al documental El Último Baile, adelantá hasta el final. Eso sí, corrés el riesgo de perder la marca.

Por Luis Zegarra para La tinta

Faltan 28.4 segundos cuando Karl Malone, figura de Utah Jazz, ingresa a la zona pintada que defienden los Bulls de Chicago. Dennis Rodman, su defensor, lo acompaña, a poco más de un metro de distancia. Sabe que el “Cartero” irá hacia el lado opuesto, desde donde llega con drible controlado John Stockton, su complemento en uno de los mejores dúos de la historia del básquet.

Faltan 24.7 segundos cuando Malone va por la pelota. Usando como cortina a su compañero Jeff Hornacek, que obstruye el paso de Rodman, recibe el pase y deja a su defensor detrás.

La jugada replica un movimiento ejecutado hasta el hartazgo por Utah, con resultados positivos en la mayoría de los casos.

El reloj marca 22.8 segundos para el cierre. El público local ruge. Utah gana 86 a 85 y está a un paso de forzar otro juego en las finales de la temporada 97-98 de la NBA. Chicago, que juega su sexta final en ocho años, parece condenado a disputar, por primera vez, un séptimo partido. Sus jugadores se ven cansados. Un semestre pleno de contratiempos añade peso a sus desplazamientos.

Malone recibe y mira a Stockton. Acaso espera que el base corra hacia el aro. Ninguno se mueve. Ambos parecen hesitar una milésima de segundo y no advierten que Michael Jordan (MJ) corre hacia el jugador posteado.

En seis décimas, el jugador de los Bulls llega a su target para duplicar su marca. Diez más le toma recuperar el balón tras cachetearlo de las usualmente seguras manos de Malone, que tropieza y cae al piso con torpeza.

Faltan 16.4 segundos cuando MJ cruza la mitad de cancha botando la pelota. Todos saben que tomará el tiro final. Especialmente, Bryon Russell, su marcador.

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Con 9.1 segundos en el reloj y el defensor pegado, el número 23 comienza su ataque al aro. Baja el torso y apunta a su derecha, hacia el corazón de la defensa rival que tarda en cerrarse, el lado contrario que tomara un año atrás cuando definiera el primer juego de las finales, ante el mismo rival.

Un segundo después, frena abruptamente. Su mano izquierda se apoya sobre la cintura de Russell, que se desliza, pierde el equilibrio y patina alejándose.


El defensor tarda poco más de un segundo en recuperarse para obstaculizar al ayuda base rival. Es tarde. El de rojo ya disparó. La pelota viaja hacia el aro con parábola perfecta y roza, apenas, la red. Chicago vuelve a tomar la delantera.


Faltan 5.2 segundos, el doble de lo que insumió a Jordan dar esa estocada. Pero los Jazz no lo lograrán. Chicago levantará su sexto trofeo. Su figura se llevará el premio al mejor jugador de las finales en idéntica cantidad de participaciones.

Ambos costados

La imagen de la sexta coronación ni siquiera es la última de su carrera. Volviendo por segunda vez del retiro, jugaría entre 2001 y 2003 en los Washington Wizards.

Sin embargo, la participación en esa sucesión de jugadas, ejecutadas en menos tiempo del asignado para la posesión de balón (24 segundos), resume las virtudes que permiten considerar a MJ como el mejor de la historia. Al menos, desde que la NBA comenzara a ser televisada al mundo entero, allá por los albores de los 90.

En un deporte en que el reloj es condicionante y obliga a pasar incesantemente de la defensa al ataque, y viceversa, el escolta brilló en ambos lados de la cancha. Deslumbró como un jugador sin falencias.

Fue un tenaz defensor. Elegido nueve veces al equipo defensivo ideal de la liga, en 1988, su cuarta temporada, directamente fue ungido como el mejor en esa tarea. Fue una fuerza indetenible en ataque. En sus primeros años, deleitó con volcadas espectaculares y canastas inverosímiles gracias a su capacidad de permanecer suspendido más tiempo que cualquier mortal. Sus penetraciones no perdían elegancia, pese a las faltas que recibía. Derrochaba plasticidad donde otros malabareaban. “Dios disfrazado de Jordan”, lo describiría el austero Larry Bird tras una actuación de 63 puntos en el Boston Garden.

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Pero si Dios es todo, no puede mejorar (Indio Solari dixit). Y Michael siempre pudo añadir atributos a su legajo.

Cuando sus piernas perdieron explosividad, perfeccionó su precisión desde la media distancia. En particular, el denominado fadeaway, que ejecutaba tras recibir la bola de espaldas al aro. Aunque predecible, el movimiento resultaba indefendible.

En 15 años de carrera, también demostró una cualidad para elegidos: puntería en momentos clave. Tiros como el de la final ante Utah se repitieron por decenas. La pelota no parecía pesarle en esos momentos. Por el contrario, como él mismo reconoció, los disfrutaba porque para ellos se había preparado.


He allí otra virtud: Jordan siempre entrenó duro. No le pesaba ningún tiro porque ensayaba cientos por día. En sus palabras: “He fallado más de 9.000 tiros en mi carrera. He perdido casi 300 partidos. Veintiséis veces han confiado en mí para tomar el tiro que ganaba el partido y lo he fallado. He fracasado una y otra vez en mi vida, y es por eso que tengo éxito”.


Tal mentalidad le permitió establecer récords aún vigentes en la liga. Algunos en la fase regular: mejor promedio de anotación con 30.1 puntos, 10 títulos de goleador. Otros, más importantes, en etapas decisivas: mejor promedio de puntos en playoffs: 33.4; mejor promedio en una final: 40.1 puntos en 1993; seis títulos como jugador más valioso de las finales, en idéntica cantidad de instancias.

En síntesis, un jugador que incrementaba su rendimiento, de por sí superlativo, en instancias decisivas y estaba dispuesto a superarse en cada partido clave.

MJ era el mejor y se lo hacía saber a quien tuviera enfrente. También un especialista en explotar debilidades ajenas. Un asesino, en palabras de rivales a los que sometía a burlas y críticas durante el partido. Las controversias aupaban su motivación. Los desafíos derivaban en apuestas, dentro y fuera del parquet.

Trepetir

Aquella renuencia a un resultado negativo fue siempre su combustible. El rechazo a integrar el equipo del instituto al que acudió para su educación secundaria, en la racista Carolina del Norte, forjó un competidor feroz. Exigente con sus compañeros, inclemente con quienes no entregaran el 100 por ciento.

Por ello, aunque sus récords personales no paraban de acumularse, pronto entendió que debía ganar un título: sin anillo de campeón, no hay credencial al Parnaso. Y para triunfar en un deporte colectivo, se necesita un equipo.

Ese equipo que necesitaba, en realidad, fueron dos, a cual más atractivo.

El primero terminó de moldearse en 1990, luego de la tercera derrota consecutiva en playoffs ante los Detroit Pistons. Conocidos como los Bad Boys, estos empleaban violencia y defensas asfixiantes para detener al 23. Siempre al borde de un reglamento que cada año merecía revisión: foules arteros y peleas se sucedían ya en época de apertura de la liga a otros mercados.

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Recién en su séptima temporada, junio de 1991, tras sortear a los Pistons en la final de conferencia Este, los de Chicago levantarían su primer trofeo de la historia. Y lo harían ante los célebres Lakers que capitaneaba un tal Magic Johnson.

Ya entonces, presentaban una formación sin fisuras. El versátil y polivalente Scottie Pippen relevaba en muchas tareas, sobre todo, defensivas, a MJ. Un técnico zen, como Phil Jackson, les brindaba esquemas de ataque automáticos que ejecutaban sin chistar y los ayudaba a deponer egoísmos.

Con la misma estructura, los Bulls repetirían en 1992 y 1993. Una franquicia, hasta entonces, mediocre lograba tres campeonatos al hilo, proeza con sólo dos precedentes en la historia de la liga: aquellos Lakers y los Celtics de Boston. Threepeat, según el neologismo yanqui. Trepetir, con vuestro permiso.

Entre ambas temporadas, Jordan lideraría al Dream Team, el estelar seleccionado del baloncesto estadounidense que arrasaría a sus rivales en los Juegos Olímpicos de Barcelona. Una exhibición de proyección planetaria en un mundo donde aún caían barreras de regímenes otrora cerrados al comercio internacional.

Era 1993 y el mundo entero hablaba de él. Su rostro comenzaba a ser venerado en países donde se aplauden a futbolistas. Sponsors propios y ajenos multiplicaban ganancias. Los estadios desbordaban de espectadores.

En paralelo, la NBA profundizaba su proyecto expansionista, iniciado nueve años antes (exactamente, el año en que MJ era elegido en el draft), sumando equipos en Canadá y aumentando exponencialmente sus dividendos.

Pero justo en esa coordenada, él decidiría bajarse. En una decisión condicionada por el reciente asesinato de su padre, MJ dejaría el baloncesto para dedicarse al béisbol. “Perdí la motivación”, añadiría en rueda de prensa.

El último baile

En 1995, con la temporada llegando a su fin, MJ decide volver a calzarse las zapatillas para correr por pisos flotantes.

Una dura derrota en semifinales de conferencia ante Orlando devuelve a Tierra a Michael, quien percibe las consecuencias de la inactividad y decide comenzar a formar el segundo equipo, siempre con Pippen al lado y Jackson coordinando.

A aquellos Bulls de rendimiento menguante les faltaba ritmo y también músculo, algo que proveerá un ex Bad Boy: Dennis Rodman, el más excéntrico y jodido de aquellos chicos malos, pero también el menos egoísta.


La química es inmediata. Hay tanta experiencia en el roster como tolerancia a las exigencias planteadas por el ídolo, quien se muestra más mandante y demandante, y demuestra seguir siendo el mejor.


El reconstruido equipo arrasa en la temporada 95/96. Su récord de 72 triunfos y 10 derrotas marca un hito. En playoffs, barren a sus oponentes. Jordan festeja y llora evocando a su padre. El mito, la ausencia, su eterno retorno.

El triunfo opera como aperitivo. Con pleno dominio de sus rivales, Chicago repite la temporada siguiente. En la final, derrotan, por primera vez, al Jazz de Utah.

Pero, esta vez, las celebraciones terminarían bien pronto. Tensiones acumuladas explotan durante el verano del hemisferio norte. Sin rivales, son las grietas apenas visibles las que conmueven el sólido edificio.

Arrecian cuestionamientos contra Jerry Kraus, el gerente general (el mismo que lo había elegido en 1984), quien impulsa una renovación con la champaña aún servida. Primero, intenta reemplazar a Jackson. Luego, niega una suba salarial a Pippen, quien decide presionar a su manera: priorizando vacaciones, se opera al inicio de la temporada y deja al equipo sin una pieza clave por casi 40 juegos.

Ante los reclamos de Jordan, el presidente termina inclinándose por la continuidad del técnico. Acuerdan prorrogar el contrato por una temporada más, la última. El Último Baile, como titula su proyecto anual el propio coach.

Six rings

Precisamente en ese interregno, está la génesis del documental lanzado por ESPN y Netflix el pasado lunes.

En la previa de la temporada 1997/98, jugadores y dirigentes acceden a que un equipo de filmación registre todo lo que suceda en torno a la campaña hacia el sexto anillo.

Lo que los productores obtienen supera largamente lo que esperaban. No hay una marcha sinfónica, más bien, choques y acoples que anuncian una despedida con varios traumas.

Se sabe, los Chicago Bulls ganarían su sexto anillo, impulsando a esa segunda formación al podio de las mejores de la historia.

Sin embargo, lo más atractivo aparece cuando se asiste al registro de peleas, mezquindades, inflamaciones de egos y manejos empresariales detrás de una aventura que miles compran bajo interés deportivo.


En plena cuarentena por una pandemia, millones podrán ver algo a lo que millones no accedimos: la magia y su trasfondo; el ápice, la caída y el goaltending. Las dificultades que conlleva conformar un grupo para competir, elevarlo al triunfo y, sobre todo, mantenerse tanto tiempo en lo más alto. La gloria y las miserias.


Con el coronavirus también apuntado a devorar récords, jóvenes y no tan jóvenes redescubrirán que, hace 20 años en el básquet, era tan importante el juego interior como infrecuentes los tiros para tres puntos.

Por encima de todo, podrán ver, en otra plataforma que no sea YouTube y sin googlear, que, alguna vez, hubo un jugador al que le bastaba una sola posesión para ser el mejor en defensa y en ataque.

*Por Luis Zegarra para La tinta

Palabras claves: Básquet, Michael Jordan, NBA

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