El coronavirus: miniaturas filosóficas

El coronavirus: miniaturas filosóficas
3 abril, 2020 por Redacción La tinta

Intentando comprender el mundo, los filósofos solemos caracterizarnos más por hacernos preguntas que por efectuar afirmaciones taxativas como las que, últimamente, y de forma algo desgraciada para el quehacer filosófico, han hecho Zizek o Agamben, para poner dos ejemplos bastante conocidos. Para empezar, ejemplos del preguntarse, podrían ser estos. ¿Es esta pandemia mundial de coronavirus un fenómeno nuevo en la historia? Si la respuesta es afirmativa, ¿está dotada la filosofía, digamos, la filosofía política y/o moral, de las herramientas adecuadas para entender las principales aristas del fenómeno pandémico? Si, como Hannah Arendt entrevió con temas como la burocracia del holocausto, se trataba de cuestiones que eran de cierta pavorosa novedad y que, como tales, demandaban una rearticulación revisora del pasado de la filosofía política o moral, ¿deberíamos practicar esta rearticulación de nuevo, pero, ahora, por un tema de otra clase de novedad como el coronavirus?

Por Guillermo Lariguet para La tinta

Mi -de momento frágil- intuición es que, aunque el fenómeno tenga cierta singularidad histórica comparada con fenómenos pandémicos del pasado (pensemos como ejemplo en la epidemia recordada por Boccaccio en Decamerón o la Peste de Camus como ejercicio de ficción histórica), no es preciso ir tan lejos como quería Arendt, al punto de tener que realizar una revisión tan honda de nuestras tradiciones filosóficas. Las herramientas, diversas, están a la vista. El desafío intelectual, más bien, es cómo hacer filosofía de aspectos, como el de esta pandemia, que, literalmente, se están “moviendo” con nosotros, facetas que se desplazan de manera algo acelerada, con pigmentos de incertidumbre, planteándonos incógnitas que van en un amplio arco desde lo empírico-científico hasta lo humanístico.

Hacer filosofía con lo que se mueve era la inquietud de Hegel y, por eso, él decía que la filosofía debía encarnarse en una persona dotada de la suficiente paciencia como para esperar que el búho de Minerva levantase vuelo al atardecer. Esta paciencia era requerida porque, a menudo, los filósofos aspiramos a que nuestra comprensión del mundo si, de máximas, no tiene eternidad conceptual, al menos, contenga una fijeza respetable, una cierta manejable estabilidad conceptual. Entonces, el primer problema filosófico es cómo, si es posible, aprehender aquello que se mueve y rápido con las redes de pescador estabilizantes de los filósofos.

El segundo gran aspecto filosófico de la pandemia es su multidimensionalidad. Con la pandemia, se están revelando hebras de múltiples dimensiones de la vida humana: morales, políticas, jurídicas, económicas, sociales; dimensiones que, a su vez, se fragmentan en muchos filamentos diversos. La pregunta aquí podría ser: ¿puede el filósofo encajar todos estos aspectos en un cuadro completo y complejo coherente? Si lo que se pretende es la mirada del águila, combinada con la de la hormiga, es casi imposible, conceptual y empíricamente, que un filósofo, ahora, pueda acometer esta tarea. Sólo podría o podrían encararla aquellos que han reunido el suficiente material humano, y el tiempo adecuados, como para brindar una pintura así. Además, es (algo) improbable que un filósofo o los filósofos puedan hacer esta tarea en soledad: sería menester armar una rica concurrencia de antropólogos, sociólogos, sanitaristas, economistas, politólogos, epidemiólogos, juristas, psicólogos, etc., que, de modo unificado y congruente (un problema epistémico en sí mismo), lograsen reunir algo parecido a una mirada. Lo cual sería medianamente equivalente a lograr que fuese real lo que Bacon conjeturó con los sabios de la casa Salomón de su Nueva Atlántida.

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(Imagen: Iván Brailovsky)

Acaso los temas enunciados, la movilidad e incertidumbre, junto a la multidimensionalidad, puedan verse como formas de una precaución intelectual cobarde: de lo difícil que, como filósofo, me resulta decir algo. Sin embargo, no lo veo así. Sino, más bien, como la necesaria delimitación de los problemas metodológicos que un filósofo pronto enfrentaría para decir algo mínimamente decente sobre esta pandemia. Y me parece claro, desde el punto de vista ético, que, si nos resulta fácticamente posible, los filósofos debemos pensar en este fenómeno. Más aún, hacerlo se vuelve una medida profiláctica, saludable, para sacarnos del encastillamiento habitual; para sustraernos, por un rato, del fenómeno de pensar de manera muy especializada en tópicos cerrados sobre sí mismos. En efecto, es común que la academia filosófica nos imponga el destino de pensar, deliberar y publicar papers donde el juego principal parece ser discutir el alcance de una herramienta, la interpretación de un concepto o la réplica -a veces, narcisista, más que filosófica- a la objeción de algún colega. Los filósofos debemos ser y hacer más que esto. Sin embargo, no suele ser una tarea tan sencilla como pudiera parecer. Suele ocurrir que muchos intelectuales, o filósofos a secas, publican “argumentos” risibles. Supóngase, por ejemplo, que Usted es un filósofo político -especialista, por ejemplo, en el republicanismo contemporáneo de Pettit. Y en sus redes, a modo de argumento, pregunta al mundo “que le diga en virtud de qué clase de respuesta no fascista Usted no puede andar en bicicleta como en Bélgica”. La primera cuestión que surge es cómo, siendo Usted filósofo entrenado en el ámbito de las cuestiones conceptuales y normativas de lo político, se pregunta tal sandez. Después de todo, ¿Usted ha hecho realmente una “pregunta” o simplemente ha querido provocar algo en los demás sin interés por el verdadero intercambio con lo que otros puedan decirle? Un problema moral surge cuando los filósofos, inclusive en contra de lo que predicamos, no argumentamos realmente bien o no estamos genuinamente interesados en escuchar lo que otros tengan para decirnos. Defendemos que el diálogo es esencial a la democracia, pero disfrutamos más de nuestros soliloquios. Así, hay intelectuales que no usan los argumentos como posibles detectores de verdad, sino como juguetes vistosos para mostrar, supuestamente, que somos más astutos que los demás. O sea, no somos filósofos que amemos la verdad realmente, sino que nos parecemos a los tertulianos franceses que competían en el siglo XVIII para ver quién era más divertido y sagaz. Por lo tanto, hay aspectos de la integridad, o del carácter, como quería Aristóteles, que parecen explicar parte de nuestros fallos argumentativos.

De los múltiples aspectos que la pandemia nos enrostra, quisiera, cerrando esta breve reflexión, centrarme en dos. Al primero, lo llamaré el problema del “laboratorio moral”; al segundo, lo denominaré “el quirófano de la racionalidad”.

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(Imagen: Iván Brailovsky)

Cuando hablamos de pandemias, epidemias, virus o bacterias, es posible que asociemos estas palabras con las imágenes de los laboratorios en que los científicos intentan entender una secuencia genética, identificar proteínas, elaborar vacunas. Y es probable que, después de esta imagen, algunos digan, como dijo una científica española, que “… a ver quién les hará la vacuna ahora: ¿nosotros que ganamos 1500 dólares o Messi que gana millones?». La pregunta plantea un punto legítimo. Si, por ejemplo, pensamos, en el contexto del crónico retraso de los sueldos de científicos y profesores universitarios argentinos, la pregunta es más que válida, pero, también, ¿no es (ligeramente) problemática? Es verdad que los científicos argentinos ganamos irritantemente muy poco, pero ¿comparados con quién? Surge así una pregunta de teoría de la justicia porque las comparaciones requieren precisiones sobre nuestras nociones de igualdad y qué clase de bienes contrastamos. Y, por supuesto que creo que debemos ganar decentemente, algo que no hacemos, pero eso no quitaría del medio la cuestión moral: llevar una vida dedicada a la ciencia, o a la filosofía, son formas no sólo remuneradas, sino que, bien llevadas, son cristalizaciones de vida buena. Para un filósofo, una vida buena es aquella que es valiosa en sí misma y que vale la pena ser vivida. Por supuesto, la definición es más compleja.


Hay “bienes externos”, como decía Aristóteles, sin los cuales la vida buena puede estar en peligro: y ganar un mal sueldo parece un buen candidato. En términos de no tan intrincados razonamientos sensibles a la igualdad, no deja de ser desconcertante que Messi gane abultadamente más que un científico cuya vacuna ayudaría a salvar miles de vidas. Una teoría de la justicia decente encuentra muchos problemas intrigantes en un dato del mundo como éste.


Hechas estas pocas consideraciones, la pregunta de la científica no deja ser paradójica: encierra una verdad con consecuencias contradictorias: está bien cobrar adecuadamente, y los científicos argentinos no lo hacemos, pero, en el caso del ejemplo de la española, ¿está justificado -y hasta dónde- verter esa amargura envidiosa (hacia los Messi), olvidando que la empresa académica involucraría deberes que surgen de una forma de vida buena? Mi pregunta, después de todo, excava en la naturaleza de nuestras emociones morales y el modo en que se justifican o no. Y llegamos, por la vía asociativa del laboratorio de virus y/o bacterias, al laboratorio de la moral. Si algo he podido ir apreciando estos días es la miríada compleja de actitudes morales e inmorales frente a la pandemia, y la satisfacción o infracción de los deberes de cuidado hacia los demás. A la par del que viajaba en un vuelo contagiado y no lo decía, o de quien violaba la cuarentena yendo a trabajar a su empresa y poniendo en peligro a sus empleados, está la soprano italiana que dedica una bella ópera desde un balcón a los desolados corazones de sus vecinos o de quien se anota como voluntario para llamar a ancianos enfermos, asustados y solitarios.

La figura del laboratorio no está lejana de la del quirófano de la razón. Y decirlo es casi como una forma de tesis filosófica: es afirmar, aunque sé que probarlo es parte de una ardua tarea, que moralidad y racionalidad tienen vínculos importantes que elucidar. En estos días, se han podido observar actitudes heterogéneas en términos de la palabra racionalidad. Una palabra que, como muchas palabras filosóficas, remite a diversos e intrincados conceptos. Por ejemplo, hay un sentido en que alguien que, en el medio de la pandemia, escoge ir a un homenaje a una gran filósofa, parece violar una norma de la racionalidad entendida como prudencia. Sin embargo, supóngase que, en el momento de adoptar la decisión de viajar al homenaje, la información empírica es algo confusa, no del todo rotunda, y la filósofa homenajeada es ya anciana, viene de un lugar lejano y no hay garantías a priori de que este homenaje se repetirá. ¿No hay, como me propuso pensar mi colega Daniel G. Lagier, algo así como un tipo de conflicto entre deberes, el de cuidarse para cuidar a otros y el de honrar justicieramente a la colega? La pregunta, por ser auténtica, probaría que no es tan claro siquiera hablar de imprudencia. O sea, habrá casos de irracionalidad como violación de normas de prudencia y casos menos claros. Pensemos en otra situación de mayor importancia ética, quizás, que la anterior: usted es un héroe moral y se anota en un hospital como enfermero voluntario, ¿su conducta es racional? La respuesta a la pregunta tiene un rasgo contextual: dependerá la respuesta de factores diversos (es Usted o no inmunodeprimido, es Usted o no mayor de 60 años, está Usted solo o tiene familia que depende de Usted), etc. Sin embargo, el gran tema filosófico es: esta actitud que, supongamos, cuenta como moral con todas las letras, ¿puede ser tildada en ciertos contextos de irracional? Si la pregunta es genuina, ¿no será que las relaciones entre moralidad y racionalidad son más intrincadas de lo que pudimos suponer?

He titulado este breve escrito con el sintagma “miniaturas filosóficas” y, al hacerlo, tomo conciencia del contacto de mi metáfora con un rasgo destacado por Wittgenstein en sus Investigaciones filosóficas. Los filósofos, decía él, podríamos intentar reconstruir casos particulares del mundo, dejando, digo yo, cada tanto, la tentación de sucumbir a las grandes teorías -presuntamente filosóficas- abstractas. No es que sea tan tajante como Wittgenstein parece serlo en cuanto a que tales teorías son inútiles y nos conducen a pseudoproblemas. No. Pero sí que esas grandes teorías urdidas en estos días por Zizek o Agamben para dar cuenta del coronavirus parecen ejercicios de impaciencia, de falta de humildad epistémica y, lo que es más gravoso, de enunciación vaga de tesis prácticamente indemostrables empíricamente o defendibles conceptualmente. En todo caso, son evaluaciones, mezcladas con pensamientos desiderativos, que habrá que valorar filosóficamente con otras herramientas que aquí no puedo ya desplegar.

Una lección de mis miniaturas (o aguafuertes filosóficas, si Usted prefiere en el tono de R. Arlt, como es el caso de mi amigo Federico Abel) es que esta pandemia, desde el punto de vista moral y racional, levanta preguntas filosóficas de implicaciones vitales. En estos momentos de cuarentena, buscando toda la distancia que me sea posible ganar, experimento muchos pensamientos en tensión lógica sobre las implicaciones vitales de la pandemia. Y, mientras lo hago, recogido sobre mí mismo, como pedían los estoicos antiguos, intento “mirar” mejor a mis hijos y a mi esposa. El ajetreo académico endemoniado en el que he estado viviendo no me había dado esta pausa que tengo ahora para hacerlo. Así, en mi caso, la mala suerte moral parece premiarme con algo de buena suerte si me ayuda a ser mejor persona.

*Por Guillermo Lariguet para La tinta / Imagen de portada: Iván Brailovsky.

Palabras claves: coronavirus, filosofía

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