La canción de los vivos y los muertos, el pasado que siempre vuelve 

La canción de los vivos y los muertos, el pasado que siempre vuelve 
1 abril, 2020 por Gilda

Por Manuel Allasino para La tinta

La canción de los vivos y los muertos es una novela de la escritora estadounidense Jesmyn Ward, publicada en el año 2018. En ella, se retrata la pequeña epopeya de una familia y todos los fantasmas que la acechan. Jojo, de trece años, y su hermana menor, Kayla, viven con sus abuelos negros en una granja en la costa del Golfo de Misisipi, con la compañía siempre intermitente de su madre, Leonie, una mujer desbordada por la maternidad y con una vida muy atormentada por el consumo de alcohol y drogas. El padre de Jojo y Kayla, un hombre blanco, está a punto de cumplir una condena y salir de la cárcel, y Leonie insiste en ir a buscarlo con los niños. Es por eso, también, que La canción de los vivos y los muertos es una historia de carretera: Jojo, Kayla y Leonie deberán aprender a relacionarse como familia; y Jojo conocerá a Richie, otro niño con quien descubrirá el legado de la esclavitud y la importancia de reconciliarse con el pasado que siempre vuelve.

Con traducción de Francisco González López, la obra de Jasmyn Ward es una novela que ahonda en el corazón de la pesadilla americana.

“El olor a hígado en la sartén se queda pegado en el fondo de mi garganta a pesar de que Pa le ha echado antes grasa de tocino. Cuando Pa lo sirve, el hígado huele, pero la salsa que ha hecho para acompañarlo forma un pequeño corazón alrededor de la carne, y me pregunto si Pa lo habrá hecho a posta. Lo llevo a la habitación de Ma, pero no entro porque sigue dormida, así que regreso con la comida a la cocina, y Pa le pone encima una servilleta de papel para que se mantenga caliente y después lo veo trocear la carne y aliñarla con ajo y apio y pimiento morrón y cebolla, que hace que me piquen los ojos, y lo pone todo a hervir. Si Pa y Ma hubieran estado aquí aquel día, habrían evitado que Leonie y Michael se pelearan. <<El niño no tiene que ver esas cosas>>, habría dicho Pa. <<No querrás que tu hijo piense que así es como se trata a las personas>>, habría dicho posiblemente Ma. Pero no estaban aquí. Y eso no suele ocurrir. No estaban aquí porque se habían enterado de que Ma tenía cáncer y Pa tuvo que llevarla al médico. Era la primera vez que recuerdo que dependían de Leonie para cuidarme. Después de que Michael se fuera con Big Joseph, se me hacía raro sentarme en la mesa con Leonie y hacerme un sándwich de patatas fritas mientras ella miraba la nada y cruzaba las piernas y se golpeaba los pies y dejaba que el humo del cigarrillo le saliera de entre sus labios y le rodeara la cabeza como un velo, a pesar de que Pa y Ma odiaban que fumara en casa. Se me hacía raro estar a solas con ella. Había apagado los cigarrillos en una Coca-Cola vacía que se había bebido, y cuando le di un mordisco al sándwich, me dijo: -qué pinta más asquerosa. Se había limpiado las lágrimas después de la pelea con Michael, pero aún le quedaban restos en la cara, un brillo reseco por donde habían caído. -Pa se los come así. -¿Qué pasa, que haces todo lo que haga Pa? Negué con la cabeza porque parecía que eso era lo que esperaba de mí. Pero me gustaba casi todo lo que hacía Pa: la postura que ponía cuando hablaba; la forma en que se peinaba el pelo hacia atrás y se lo engominaba y parecía un indio de esos que salen en los libros del colegio sobre los choctaw y los creek; me gustaba cuando me dejaba sentarme en su regazo y conducir el tractor por la parte de atrás de la casa; me gustaba cómo comía, de forma uniforme, rápida, ordenada; me gustaban las historias que me contaba antes de dormir. Cuando yo tenía nueve años, Pa era bueno en todo. -Pues no lo parece. En vez de responder, engullí la comida. Las patatas estaban saladas y eran gruesas, apenas tenían mayonesa y kétchup, y se me quedaron un poco atascadas en la garganta. -Hasta el ruido es asqueroso  –dijo Leonie. Dejó caer el cigarrillo en la lata y la puso a mi lado. -Tira eso –salió de la cocina, fue al salón y cogió una de las gorras de béisbol que Michael había dejado en el sofá y se la puso con la visera baja, tapándole la cara. -Volveré –dijo. Con el sándwich en la mano, la seguí. La puerta se cerró de golpe y yo la empujé.  -¿Vas a dejarme aquí solo?, quería preguntarle, pero el sándwich se me hizo una bola en la garganta, inmovilizada por el pánico que me subía desde el estómago; nunca había estado solo en casa. -Ma y Pa llegan ya mismo -dijo, y cerró el coche de un portazo. Conducía un Chevy Malibu grande claro que Pa y Ma le habían comprado cuando terminó el instituto. Leonie salió del camino de acceso, sacó una mano por la ventana para coger aire o para saludar, no sabría decir bien, y se fue.  Quedarme solo en la casa, tan tranquila, me daba como miedo, así que me senté un momento en el porche, pero entonces oí a un hombre cantar en voz alta, cantaba fatal y repetía las mismas palabras una y otra vez. -Oh, Stag- o – lee, why can’t you be true?”.

(Nota del Traductor: Referencia a la canción Maybellene, de Chuck Berrie, cuyo primer verso reza: «Maybellene, why can’t you be true?» A su vez, Stag-o-lee, Stagolee o Stagger Lee son variaciones del nombre de un tema popular del folk norteamericano, que narra la historia del asesinato de Billy Lyons por Stag Lee Shelton en Misuri en las Navidades de 1895).  

La prosa de Jesmyn Ward es conmovedora y brutal, y más de un crítico la compara con William Faulkner, y está muy bien. Aunque, en La canción de los vivos y los muertos, el foco no está puesto en la decadencia de viejas familias terratenientes venidas a menos, sino en la gente de color y los conflictos raciales.

La sucesión de monólogos rotativos y contrapuestos es un recurso que atrapa. La aparición de un tercer chico que se suma al viaje (Richie), el recuerdo de las visiones de su hermano Given (asesinado cuando era adolescente) por parte de Leonie y el ritmo que tiene el relato le dan frescura a una novela dura y seca, donde la memoria cumple un papel tortuoso: el de los pasados imposibles de erradicar.

“Anoche, antes de que apareciese por el Cold Drink, Misty ha debido de doblar turnos, porque después de fregar el suelo y limpiar y cerrarlo todo, nos hemos ido a su cabaña rosa prefabricada en la que vive desde lo del huracán Katrina y se ha sacado tres gramos de coca. -Entonces, ¿va a volver? -le preguntó Misty. Misty estaba abriendo todas las ventanas. Sabe que me gusta escuchar lo que pasa fuera cuando me coloco.  Sé que no le gusta colocarse sola, y por eso me invita y abre las ventanas a pesar de que la húmeda noche de primavera se cuela en la casa como la niebla.  -Sí –Estarás contenta, ¿no?- La última ventana se abrió de forma violenta y se quedó encajada, miré por ella mientras Misty, sentada a la mesa, empezaba a cortar y a dividir. Me encogí de hombros. Me puse tan contenta cuando me llamó, cuando oí a Michael decir las palabras que llevaba meses, años, imaginando que diría, tan contenta que mis entrañas parecían una acequia llena de miles de renacuajos. Pero luego, cuando me fui, Jojo me miró desde el sofá del salón, estaba con mi padre viendo un programa de caza, y durante un segundo, la expresión de su cara, el modo en que sus facciones se arrugaron, me recordaron a Michael después de una de nuestras peleas más sonadas. Decepcionado. Serio por mi partida. Y no me la podía quitar de la cabeza. Su expresión me estuvo asaltando a lo largo de todo el turno, me hizo servir Bud Ligth en vez de Budweiser, Michelob en vez de Coors. La cara de Jojo se me quedó clavada porque sabía que él, en secreto, esperaba que yo le iba a hacer un regalo sorpresa, algo más que esa tarta que compré para salir del paso, algo que no se acabara en tres días: una pelota de baloncesto, un libro, unas Nike de suela gruesa para añadir a su único par de zapatos. Me incliné sobre la mesa. Esnifé. Un tirito limpio y abrasador hasta los huesos, y luego lo olvidé todo. Las zapatillas que no compré, la tarta derretida, la llamada de teléfono. La cría durmiendo en mi cama con mi hijo al lado, en el suelo, no sea que yo llegue a casa y lo eche de la cama al encontrármelo. A tomar por culo todo. -Estoy en la gloria –dije lentamente, haciendo resonar cada sílaba. Y entonces fue cuando Given volvió. Los niños del colegio se metían con Given por su nombre. Un día se enzarzó en una pelea en el autobús por eso, estuvo rodando por los asientos con un pelirrojo fortachón que llevaba ropa de camuflaje. Lleno de frustración y con los labios hinchados, llegó a casa y le preguntó a mamá: “¿por qué me habéis puesto ese nombre? ¿Given? No tiene sentido.” Y mamá se puso en cuclillas, le acarició las orejas y dijo: “Given porque rima con el nombre de tu padre, River. Y Given porque te tuve con cuarenta años. Tu padre tenía cincuenta. Pensábamos que ya no podíamos tener hijos, así que tú nos fuiste dado”*. Given tenía tres años más que yo, y cuando él y el chico de camuflaje empezaron a dar vueltas por los asientos, cogí la mochila llena de libros y le di en la cabeza al camuflado. Anoche me sonrío, Given -no – Given, el Given que lleva ya quince años muerto, el Given que aparecía cada vez que me metía una raya, cada vez que me tomaba una pastilla. Se sentó con nosotras en una de las dos sillas vacías, se inclinó hacia adelante y apoyó los codos en la mesa. Me estaba observando como siempre. Tenía la cara de mamá”. 

(Nota del Traductor: *Given: en inglés, participio del verbo “dar”).

Desde el comienzo, Jesmyn Ward nos sumerge en una realidad apabullante que nos atrapa y de la que no podemos salir durante toda la novela. Es un espacio asfixiante: una familia pobre, problemática, desestructurada y, en muchas ocasiones, hostil. Jojo, de trece años, el protagonista de la historia, tiene que hacerse cargo de su hermana pequeña, Kayla, tomando como referentes a sus abuelos, con quienes convive. Ya que su madre Leonie está ausente y su padre, encarcelado. La inminente salida en libertad de él lo modifica todo y hace que emprendan un viaje del que es difícil salir indemne.

“-¿Quieres este bebé, Leonie? El latigazo de un relámpago iluminó la casa y yo pegué un respingo cuando el trueno sonó. Me quedé sin respiración y empecé a toser; mamá me dio golpes en la espalda. La humedad daba vida al pelo alrededor de su cara, bucles que se levantaban y rizaban desde su grasiento cuero cabelludo. Volvió a caer otro relámpago, esta vez estaba justo encima de nosotras, a escasos metros de atravesar la casa, y su piel estaba blanca como una piedra y tenía el pelo ondulado y me acordé de la Medusa que había visto en una película antigua cuando era más joven, monstruosa y con escamas verdes, y pensé: <<medusa para nada era así. Era guapa como mamá. Por eso convertía en piedra a los hombres, por la impresión que les daba ver algo tan perfecto y feroz en el mundo>>. – Sí, mamá- dije. Todavía se me remueve algo dentro cuando pienso en ello: el hecho de haber dudado, de haber observado la cara de mi madre bajo esa luz y sentirme forzada a querer ser madre, a querer traer un bebé al mundo, a estar con él toda la vida. El modo en que estábamos sentadas en ese sofá, las dos con las rodillas apretadas, las espaldas curvadas, las cabezas gachas, hizo que me viera reflejada en ella y pensé en lo mucho que quería ser un tipo diferente de mujer, de lo mucho que quería mudarme lejos, ir al oeste, probablemente a California, con Michael. Él hablaba todo el tiempo de mudarnos al este, allí podría trabajar como soldador. Un bebé complicaría las cosas.  Mamá me miró y ya no era una piedra: tenía los ojos arrugados y la boca torcida, y eso me hizo ver que sabía exactamente lo que yo estaba pensando en ese momento, y me inquietaba que pudiera leer siempre la mente, que pudiera percibir cómo yo huía de ser alguien como ella.  Pero entonces pensé en Michael, en lo contento que se pondría, en que siempre tendría un trozo del él conmigo, y mi inquietud se derritió como manteca en un cazo de hierro fundido. -Quiero tenerlo –Me habría gustado que terminaras antes el instituto -dijo mamá. Otra pelusa, esta vez en mi pelo, en la coronilla. -Pero ha pasado ahora y se hará lo que se tenga que hacer. Entonces sonrió: una delgada línea, sin dientes, y me incliné y puse la cabeza de nuevo en su regazo y me acarició la columna, las escápulas, me apretó la base del cuello. Todo el rato susurrando como un arroyo, como si hubiera absorbido toda el agua del mundo exterior y la estuviera sacando fuera a chorritos para calmarme: <<Je suis la fille de I’océanl, la fille des ondes, la fille de l’ecume>>, susurró mamá, y lo supe. Supe que estaba llamando a Nuestra Señora de Regla. A la Estrella del Mar. Que estaba invocando a Yemevá, la diosa de los océanos y de las aguas saladas, con sus susurros y palabras, y que me estaba abrazando como una diosa, sus brazos portaban todas las aguas vivificadoras del mundo”.

La canción de los vivos y los muertos de Jesmyn Ward es una novela que retrata, de manera magistral, el conflicto racial y nos convoca a lidiar con el pasado y hacer las paces con los fantasmas que este acarrea.

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Sobre la autora

Jesmyn Ward (DeLisle, Misisipi, 1977) es autora de las novelas Where the Line Bleeds (2008) y Quedan los huesos, que, en 2011, obtuvo en Estados Unidos el National Book Award. También, es autora del libro de memorias Men We Reaped (2013), finalista del National Book Critics Circle Award, y editora de la antología de ensayos y poemas The Fire This Time: A New Generation Speaks About Race (2016). La publicación, en 2017, de La canción de los vivos y los muertos le valió de nuevo el National Book Award, convirtiéndola en la primera autora en la historia de Estados Unidos en ganarlo en dos ocasiones.

*Por Manuel Allasino para La tinta.

Palabras claves: La canción de los vivos y los muertos, literatura, Novelas para leer, Yesmyn Ward

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