Devenir zombi, jaque mate

Devenir zombi, jaque mate
3 abril, 2020 por Redacción La tinta

Hay tanto ruido estos días que ya ni escucho música. Tuve que desenchufar la heladera porque metía mucho bardo y no me dejaba pensar.

La hiperconexión y el estado de alerta constante me terminaron de pelar los cables.

Encerrada pero llena de dispositivos inalámbricos que me conectan al mundo, a un mundo, a inmundo. No hay paradoja: el panóptico se había digitalizado hace rato. Nuestros teléfonos celulares nos mantenían a la vista en tiempo real y a tiempo completo. Ahora se les agota la batería a mitad del día.

La pantalla como interfaz para el simulacro de encuentro con los cuerpos otrxs que todavía (ojalá, todavía) extrañamos. Simulacro de comunidad, de aguante y conversa entre los cientos de insomnes que pueblan las redes buscando soportar el camino a la inmunidad.

Ojalá hubiera algo de paradoja en todo esto, pero no, para nada.

No empatizo con los que dicen que vamos a engordar. A mi la angustia y el miedo me cierran el estómago.

Me levanto de la cama a la fuerza. A la fuerza me embucho una naranja.

En verdad ya me fumaría uno y me tomaría una birra.

Pero no son vacaciones.

El Rector de la Universidad me dice “en estos días aburridos” y yo pienso en todas las cosas en las que tengo que teletrabajar, siempre en deuda.

El capitalismo semiótico se babea mientras compartimos mil veces la frase de mierda de Feinmann que nos dice que nos estamos rascando los huevos. Garrálapala.

Todo el fascismo condensado en una sola frase. La creencia absoluta de que la única realidad, es la propia. Porque sí, porque no hay otros mundos posibles. Porque si yo puedo quedarme en casa, los demás también, incluso si no tienen heladera, ni casa.

El aburrimiento es un privilegio de clase.

Y ni siquiera. Porque al aburrimiento hasta el susurro de las hojas del bosque lo ahuyenta ¿no? Algo así decía Walter Benjamin cuando avisaba que el aburrimiento no es posible en las ciudades, donde perdimos el don de la escucha.

Apuesto tres días más de encierro a que ni siquiera las fregonas lo han sentido todavía. Más bien se empalagan de Cif y lavandina haciendo arder su líbido en la reproducción social que les ha tocado en suerte. Quemando angustia y ansiedad.

Pensar que no hace tanto que andábamos gritando ¿y el miedo? ¡Que arda! Que iba a cambiar de lado y todo eso. Ahora me llega un mensaje sobre que hay que poner un trapo negro en la puerta de casa porque contamos más femicidios que días en cuarentena.

Yo no limpio todavía.

Tampoco cocino. No lo hice nunca.

Pienso en la amiga que a su pesar, está al borde de salir a meter gente en la casa con un palo. La entiendo mientras le digo al chongo que no, que no venga, que estamos en cuarentena, que no da.

Pienso en la amiga que me dice que nos juntemos a bailar en secreto, que necesita cuerpo, carne.

La entiendo mientras le digo que no, que la mano viene dura y hay que cuidarse.

Pienso en todas las veces que les dije a esta y a las amigas que tenemos en común, que hay que cuidarse, que se cuiden, que no se expongan, que si vamos a morir que sea por algo que valga la pena, que no nos mate la cana, ni de verdad, ni de angustia.

Soy la madre que nos dice que por favor no la matemos de dolor muriéndonos.

Me tienen harta lxs que me mandan a cuidarme.

Pero es que es cierto. Asusta salir a la calle.

Vacía.

Es un delirio. Que te pase por al lado el patrullero. Que te pare. Colas interminables en los supermercados. Que te esquive el vecino. Que se cruce de vereda y te mire preguntándote preguntándose por qué andás en la calle ¿qué hacés? ¿te aplaudo o te pego un tiro? Pelear por un rollo de papel higiénico. Que el verdulero te diga que desde mañana van a atender sólo hasta las dos. Sentirse mejor adentro que afuera. Que de verdad sea “qué bueno estar en casa”, como decía el slogan de Canal 13 hace ya unos años.

Cuánto más fácil es obedecer cuando podemos además, hacer que obedezcan. La marca de la gorra. Qué miedo descubrirme policía.

Había que desedipizar el deseo y lo único que hicimos fue desplegar el goce por la culpa y el sacrificio. Me matan si no trabajo y si trabajo, me matan. Todas chivas expiatorias. De todo tenemos la culpa. Ahora hay que cuidar el agua que en teoría vuelve a las diez.

Y sí, desenchufo la heladera porque tengo heladera y qué bueno, muchas gracias. Porque hasta de eso me voy a sentir culpable ahora. Culpa de mi propia y pequeña tristeza.

El ciudadano responsable, el que cuida, el que obedece incluso ahí donde lo único que hay es constante interdicción. Y es que así era que se movía la cosa ¿verdad? Cortes y flujos. Nos salió corte esta vez. La interdicción dispara la velocidad de la rueda y, con suma perversión, la esconde detrás de la baja de la productividad y el aburrimiento.

Más loca que una chiva. Lo único que quiero es que esto pase rápido. Que se termine de una vez. Pero cuando todo se vaya al carajo ¿de qué lado me va a encontrar? Inmóvil en casa. Qué pena. Qué asco.

“No da” es lo que me dijo el pibe que me gusta cuando lo invité a esperar el fin del mundo conmigo.

Ahora se me blurea un poco su cara. Se que voy a terminar olvidándomelo. Quizá ni lo reconozca la próxima vez que lo vea.

Me aterra pensar que de pronto, sin darme cuenta, la soledad me quede cómoda. Que me guste más que él, más que cualquiera. Que se me acabe el deseo y no querer nada. Morirme. Qué miedo descubrirme zombi.

Porque de pronto también está el miedo. Un miedo sin objeto, sin arañas. Un miedo a cualquier cosa. Pánico: miedo a todo.

Pobre Pan, uno de mis preferidos: fiestero como Dioniso, le gustaba el sexo y el bosque. La naturaleza salvaje del deseo erótico que si es compartido, trama toda una conspiración contra lo breve y nos alivia del riesgo enorme de sufrir dolor. O al menos algo así dice Berger.

Pienso en la amiga que me cuenta que lo que más le molesta es no poder verse con el flaco con el que estaba empezando a pasar algo. Le digo que sí, que claro, que al final qué bueno que al menos no dejemos de pensar en coger.

Qué triste descubrir lo chiquito que es mi ombligo y no ser capaz siquiera de dispensarme de la culpa que eso me genera.

Porque igual, como el virus, eso también es cierto: detrás de toda la sarta de boludeces en las que estoy pensando, de todas mis preocupaciones chetas, hay un mundo en crisis, unas muertes bien concretas, de hambre, de desigualdad, de olvido. Todo un nuevo mundo que viene a instalarse sobre las ruinas del que destruimos sin cambiar nada, pero cambiándolo todo.

Qué vergüenza descubrirme cobarde. Acá, sentada, sin pelear por una vida que no sea esta mierda precaria que acontece entre cuatro paredes y una pantalla. Sin salir a matar para defender esa otra cosa vital que excede la vida desnuda que alimenta a la máquina capitalista. No quiero hacer de doble A. La vida despojada de deseo no es vida.

Si no hay amor, que no haya nada entonces. ¿Qué mierda es lo que estamos defendiendo de la muerte? Si el biopoder se me va a meter por el culo, encogiéndolo, cercándolo, achicándolo, pues entonces, ya no quiero ni culo. Y de vuelta: la trampa. Que me coma el cerebro la inapetencia y la culpa: el desencuentro, la desafiliación, la inmunidad.

Devenir zombi. Jaque mate.

Somos responsables. Nos cuidamos entre todes. Nos quedamos en casa.

Cuidate, querete, ojito, ojete.

Por Ayelen Zaretti para La tinta / Imagen: Scott Typaldos

Palabras claves: Ayelen Zaretti

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