El trueno entre la soja

El trueno entre la soja
4 diciembre, 2019 por Redacción La tinta

El conflicto en ciernes con el campo requiere un diseño de política que lo corte de raíz.

Por Enrique Aschieri para El Cohete a la Luna

Las flamantes autoridades prontas a debutar en el ejercicio del gobierno nacional han dado a entender que aumentarán las retenciones. A largo y a lo ancho del país, los dirigentes de la gremial agropecuaria han comenzado a mostrar los dientes para hacerle saber al nuevo gobierno que reaccionarán feo si efectivamente aumentan y extienden los derechos a las exportaciones. La gremial agropecuaria promete rehacer otra vez el desagradable clima de los 129 días de desabastecimiento del país durante 2008 en respuesta a la resolución 125. Ahora para ir dándose coraje auguran que la pelea será como si fuera contra una 250. Frente a semejante bando de guerra que sugiere que no se ha aprendido ni olvidado nada desde entonces, se impone intentar tanto entender los argumentos del gobierno como la vivisección de las demandas chacareras para cubicar el grado de racionalidad de ambas.

Porque la racionalidad no puede estar al mismo tiempo en los dos lados en conflicto es que suma cero. O bien los chacareros tienen razón y no hay ninguna justificación que no sea la de un gobierno populista despilfarrador, que toma por asalto sus bolsillos para financiar el ineficaz y malévolo programa de pan y circo a fin de atontar y sujetar así a las masas. O bien el gobierno y los trabajadores antes y ahora tendrían razón, y la falta de fuerza política pretérita taró de tal forma el proceso de crecimiento y la tasa de inflación que ambos indicadores no pudieron volver a recuperar magnitudes más o menos equilibradas, horadando el poder de compra del salario.

El denominador común de los sectores en conflicto es el nivel, reparto y necesidad de la renta de la tierra. Escarbar en las trayectorias previas del presente del agro tanto argentino como mundial dice unas cuantas cosas sobre las perspectivas del porvenir.

Hoy y ayer

El agro argentino genera el 7% del Valor Agregado Bruto total o del Producto Interno Bruto (valor agregado y producto bruto son conceptos similares). También genera el 7% de los puestos de trabajo de toda la actividad económica nacional y paga el 3% de su masa salarial. Su importancia está como proveedor de divisas. La comparación con otros países del mundo desarrollado da una idea del lugar hacia donde va el sector agrario. En los Estados Unidos, el agro representa el 0,9% del PIB y emplea el 0,7% de la mano de obra. En Japón, estos valores ascienden al 1,1% del PIB y al 2,9% de la mano de obra empleada. En Alemania representa el 0,7% del PIB y el 1,4% del empleo. En Francia, 1,7% y 2,8%, respectivamente. Este destino de apocamiento es el del agro argentino –subsidios incluidos— a condición de que no se detenga el cambio tecnológico que supone la consolidación del mercado interno; o sea, a contramano de lo que desea el campo para sí cuando se solivianta por las retenciones.

Repasar brevemente lo que viene aconteciendo en la economía mundial desde hace dos siglos en el agro debería despejar cualquier duda sobre la naturaleza de ese rumbo hacia la nada del campo. Incluso, alertar sobre la alternativa política aquí y ahora. Recién en 2007 se traspasó el umbral que determinó que más del 50% de la humanidad está urbanizada. A principios del siglo XIX, alrededor del 95% de la humanidad vivía en el campo y del campo. En el momento que la clase burguesa entra a jugar como vector de una transformación radical de la sociedad –la más radical de todas, después de la dislocación de la comunidad primitiva y el principio de la lucha de clases—, la fuente casi única de excedente era el trabajo de los pequeños agricultores. El problema de la revolución industrial fue, por un lado, un asunto de extracción, de movilización y de utilización del excedente agrícola; y por el otro, la transferencia de una parte de la población activa desde ese sector hacia la industria.

Las dos operaciones son factibles si la productividad del trabajo de la agricultura se eleva lo suficiente como para, por un lado, a partir de cierto umbral permitir la generación de un excedente permanente que posibilita financiar el desarrollo de los otros sectores; y por el otro, asegura la misma cantidad de alimentos con menos mano de obra. En suma, aquellos que permanecen en la agricultura deben ser capaces de nutrir a aquellos que la abandonan. Esto comprende también la introducción de nuevos cultivos. Por ejemplo, un trabajo de Nathan Nunn y Nancy Qian de 2009 postula como hipótesis que la introducción desde el Nuevo al Viejo Mundo de las papas, que son extremadamente nutritivas y una fuente de calorías muy barata, puede explicar el 22% del aumento de la población y el 47% del aumento de la urbanización durante los siglos XVIII y XIX en Europa. Las papas produjeron rendimientos mucho más altos por hectárea respecto de los cultivos básicos preexistentes del Viejo Mundo.

Ahora bien, siguiendo a Paul Bairoch hay que tener cuidado con el concepto de productividad agrícola y diferenciarlo del rendimiento por hectárea. Esta distinción es importante, porque los dos indicadores no están necesariamente relacionados. En el siglo XIX, en Europa, los rendimientos y la productividad siguieron una evolución paralela, mientras que en los Estados Unidos los rendimientos, y más particularmente los rendimientos de cereales, se mantuvieron constantes a pesar del crecimiento de la productividad más rápido que en Europa. En la década de 1930, los rendimientos de cereales de muchas economías en el mundo eran más altos que en los países industrializados más avanzados, donde la productividad era de cinco a diez veces mayor.

Con la revolución industrial, la brecha entre las productividades agrícolas e industriales había empeorado. Aunque la productividad agrícola registró un aumento considerable (sin el cual la revolución industrial deviene imposible), había quedado atrás de la productividad industrial durante más de dos siglos. Tomando cifras de Bairoch correspondientes a los países desarrollados occidentales, a efectos de facilitar la comparación de las tasas de crecimiento de la productividad en los dos sectores industrial y agrícola, observamos que entre 1850 y 1950 la tasa anual de crecimiento de la productividad osciló entre el 1,8% y el 2% en la industria, y entre el 1,1% y 1,3% en la agricultura. Pero de 1950 a 1990, las cifras son respectivamente 3,4% a 3,6% y 5,4% a 5,6%. Desde entonces hasta ahora las dos andan medio estancadas. De todas formas, la reversión histórica se debe principalmente a la aceleración del crecimiento de la productividad agrícola. Estas ganancias de productividad en la agricultura occidental han sido mayores en los últimos 60 años que en los nueve siglos que les precedieron.

La consecuencia de este proceso inédito se plasma en la nada de su significado del producto bruto y por ejemplo en la reducción acelerada del empleo agrícola, que es un factor de crecimiento de la productividad. Asimismo debe contabilizarse que el consumo de alimentos no puede aumentar tan rápidamente, por razones fisiológicas. Esto también explica la aceleración de la tendencia hacia la eliminación de la parte del gasto en alimentos en el consumo general de los hogares. En otras palabras, si la industrialización es de hecho inseparable del desarrollo eso no se debe a que los productos industriales, tomados uno por uno, vendrían a ser más rentables y más dinámicos que las materias primas –abstracción hecha de las condiciones sociopolíticas de la producción, son menos—, sino simplemente porque a medida que aumenta el bienestar de la población estos productos ocupan, por su número, un segmento más y más grande en el espectro del consumo promedio. El estomago tiene sus límites, la cantidad de pares de zapatillas que puede calzar una persona, no.

Es menester no perder de vista que en el sistema capitalista importa el valor de cambio no el valor de uso. El hecho de que en los países desarrollados si no fuera por los subsidios el campo no produciría valor, implica que no hay prácticamente mano de obra a la que extraerle plusvalía, o sea no habría precios de producción. El problema es que los seres humanos tienen que comer para vivir. Evidentemente, el capitalismo no puede superar todas sus contradicciones operando sobre la base de su propia lógica.

El conflicto

El problema de la revolución industrial acontece pues como un problema de la mecanización de la agricultura. Esta tecnificación implica la introducción de relaciones capitalistas en la agricultura, dado que la chacra capitalista posee un poder de absorción de maquinaria de lejos muy superior a la de la chacra de los pequeños agricultores. Pero no es una cuestión que solo atañe a la revolución industrial, sino desde entonces a la propia preservación de la estabilidad política que emana del desarrollo, cuyo primer imperativo es comer.

La contradicción que enfrentaba la revolución industrial de eliminar los frenos para tecnificarse tenía sólo dos vías de salida: transformar directamente la propiedad del señor noble en propiedad capitalista o transformar al pequeño agricultor en propietario burgués y esperar que las relaciones mercantiles la disuelvan –por la proletarización de unos, el enriquecimiento de otros— y la transformen en propiedad capitalista. Esta segunda situación es la que pervive hoy en el campo argentino. En los dos casos es preciso atravesar, se lo quiera o no, por la expropiación de los propietarios anteriores, inmediata y violenta en el primero, lenta y evolutiva en el segundo. En el primer caso se le expropia directamente, lo que luce más racional. En el segundo, se comienza por consolidar los derechos y se los expropia después, lo que luce absurdo. Así es como entra a tallar el factor político en las relaciones de fuerza del momento.

En términos de la coyuntura histórica de la revolución industrial, la clase burguesa revolucionaria de entonces no podía combatir en dos frentes. O bien acordaba con los señores feudales y expropiaban a los pequeños agricultores y los señores feudales se convierten en capitalistas —que es lo que correspondió a la experiencia inglesa—, o bien acuerda con los pequeños agricultores y proceden a abolir los derechos de los señores feudales, que es el caso correspondiente a los franceses. En definitiva, la Revolución Francesa fue una enorme reforma agraria. En el primer caso, la experiencia inglesa, la revolución es pacífica en el plano político y, por paradójico que pueda parecer, discurre hacia la integración en el plano económico y permite a las fuerzas productivas dar un salto hacia delante. En el segundo, la revolución política es radicalizada y se pone en marcha un sistema híbrido en la cual la agricultura precapitalista, parcelaria, se convierte en un freno, una tara y una hipoteca para el porvenir.

Las retenciones al cortar el hilo entre los precios mundiales y los nacionales apuestan a incrementar el poder de compra de los salarios, condición necesaria de la salida de la crisis. Eso tiene todo el potencial de poner de punta al agro con el nuevo gobierno; suponiendo que del dicho al hecho hay un corto trecho. Tal como van las cosas hoy en día, en la Argentina el conflicto político que se localiza en el agro es del tipo afrancesado. Resolverlo estructuralmente y al menor costo político posible sugiere poner en práctica un diseño de política que institucionalmente propenda a la que fue en su momento la salida inglesa. A cualquiera que crea que el pasado está pisado le sería útil tener presente que Eric Hobsbawm, uno de los grandes historiadores de la revolución económica inglesa y la política francesa, anotó en uno de los ensayos que las tratan que la profundidad de la revolución producida entre 1789 y 1848 es tal que “supuso la mayor transformación en la historia humana desde los remotos tiempo en que los hombre inventaron la agricultura y la metalurgia, la escritura, la ciudad y el Estado. Esta revolución transformó y sigue transformado el mundo entero”. Es cuestión de no detener esa transformación y tomarse bien en serio el asunto, si la clase dirigente no quiere dar el triste espectáculo que en su momento dio el entonces vicepresidente de la Nación, ingeniero Julio César Cleto Cobos, que votó contra la 125 y nunca dejó de quejarse de la inflación que su decisión ayudó a consolidar. Aunque el desarrollo capitalista es para todes, no puede hacerse con todes.

*Por Enrique Aschieri para El Cohete a la Luna.

Palabras claves: agroindustria, Reforma Agraria

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