A Lupita le gustaba planchar, un mundo en crisis
Por Manuel Allasino para La tinta
A Lupita le gustaba planchar es una novela de la escritora Laura Esquivel, publicada en el año 2014. La autora de la consagrada Como agua para chocolate, en estas páginas, recrea la historia de una antiheroína: Lupita es una policía poco agraciada físicamente, con problemas de alcoholismo y que sobrevive como puede en un medio donde reina el desamparo y la injusticia.
Lupita, por estar en el lugar y en el momento equivocado, de un instante para otro, termina involucrada en el asesinato de un delegado político. Su vida está en riesgo y debe investigar el misterioso crimen al que rodean oscuros intereses políticos, redes de corrupción y venta de drogas. Pero, a pesar de todo, Lupita tiene la esperanza de un país mejor, y un mundo mejor, en donde la gente piense más en los demás que en sí misma.
“Planchar le aquietaba el pensamiento, le devolvía el sano juicio, como si el quitar arrugas fuera su manera de arreglar el mundo, de ejercer su autoridad. Para ella, desarrugar era una suerte de aniquilamiento mediante el cual la arruga moría para dar paso al orden, cosa que ese día requería más que nunca. Necesitaba llenar sus ojos de blanco, de limpieza, de pureza y con ello confirmar que todo estaba bajo control, que no había cabos sueltos, que en la esquina de Aldama con Ayuntamiento, justo frente al Jardín Cuihtláhuac, no había manchas de sangre. Ésos eran los deseos de Lupita, pero en vez de ello, las blancas sábanas se convirtieron en pequeñas pantallas de cine sobre las cuales se empezaron a proyectar escenas de lo sucedido esa tarde. Lupita se vio a sí misma cruzando la calle ubicada frente al Jardín Cuihtláhuac en dirección al automóvil del delegado. Inocencio, el chofer del licenciado Larreaga, le estaba abriendo la puerta. El licenciado venía hablando por teléfono. Lupita se cruzó con un hombre que levantó el brazo para saludar al delegado. El delegado se llevó la mano al cuello que comenzó a sangrar abundantemente. Lupita no recordaba haber escuchado ningún balazo. A partir de ese momento todo fue confusión. Ella gritó y trató de auxiliar al delegado. Era un verdadero misterio lo que había sucedido ante sus propios ojos. Nadie disparó en contra del delegado. No hubo ninguna explosión. Tampoco encontraron evidencia de que alguien hubiera sacado una navaja, sin embargo la herida en la yugular que provocó que el licenciado Larreaga muriera desangrado fue ocasionada por un objeto punzocortante. En fin. Por más que Lupita se empeñaba en entender lo que había sucedido más dudas le surgían. Mientras más esfuerzo ponía en olvidar la mirada de sorpresa que había puesto el licenciado Larreaga antes de recibir la herida que le arrebataría la vida, con más fuerza la revivía y el recuerdo le provocaba náusea, temblor, angustia, molestia, rabia, indignación….miedo. Un miedo enorme. Lupita conocía el miedo. Lo había experimentado miles de veces. Lo olía, lo percibía, lo adivinaba ya fuera en ella o en los otros. Cual perro callejero lo detectaba a metros de distancia. Por la forma de caminar, sabía quién temía ser violada o robada. Quién temía ser discriminado. Quién le temía a la vejez. Quién a la pobreza. Quién al secuestro. Pero no había nada más transparente para ella que el miedo a no ser amado. A pasar desapercibido. A ser ignorado. Ése precisamente era su miedo mayor y ahora lo sentía en carne viva a pesar de haber acaparado por horas la atención pública. A pesar de que había salido en todos los noticieros como la testigo principal de un asesinato, que no era tal. A pesar de que su palabra era la que podía llevar a la policía a la captura del culpable que no aparecía. La habían presionado tanto para que diera su versión de los hechos que se había visto forzada a declarar lo que fuera con tal de no parecer una estúpida que no había visto nada ni escuchado nada y todo esto le generaba un miedo creciente de hacer un ridículo mayor”.
Lupita tuvo contacto con el alcohol a temprana edad. Estaba muy presente en su entorno familiar. Al principio, ella tenía una mirada romántica de los efectos que producía hasta que, un día, su padrastro llegó muy borracho y la violó. Ahí cambió todo. Comenzó una relación de amor y de odio con el alcohol.
Laura Esquivel, con un lenguaje accesible y atrapante, traza una fascinante parábola moral de este mundo en crisis, en donde, en algún punto, todos tenemos algo de Lupita y buscamos algo que nos salve del desamor.
“De niña, le bastaba la observación de los movimientos de alguna araña o de alguna hormiga para dejar de pensar en sus problemas, pero conforme fue creciendo fue requiriendo algo más poderoso que la simple contemplación. ¿Que cómo eligió el alcohol? No lo recordaba. Su contacto con el alcohol comenzó en edad temprana. El alcohol fue la presencia más constante en su entorno social y familiar. No había fiesta o celebración donde el alcohol no estuviera presente. El día en que se puso su primera borrachera, sólo vio los beneficios que el alcohol ofrecía. Tal vez le atrajo el cambio de personalidad que su padrastro experimentaba cuando llegaba a casa tomado. Por lo general era un hombre taciturno, reservado, de mirada dura, pero cuando se emborrachaba se volvía un hombre parlanchín, alegre, incluso simpático, que no podía evitar que se le escapara una chispa de picardía de los ojos. Esos días le gustaba estar cerca de él pues por lo general su padrastro la ignoraba soberanamente y sólo se dirigía a ella por medio de monosílabos que más parecían gruñidos que otra cosa. En cambio, cuando estaba borracho le acariciaba la cabeza, le hacía bromas y podían reír juntos, cosa que disfrutaba enormemente. En esos días ella amaba el alcohol. Es más, cuando llegaba su padrastro del trabajo, Lupita le procuraba una chela para que la tarde fuera alegra. La percepción que tenía del alcohol cambió drásticamente el día en que su padrastro, completamente borracho, la violó. Ese día odió el alcohol. Odió el olor que el cuerpo de su padrastro despedía, odió la capacidad destructora que el alcohol tenía. A partir de ese día su relación con la bebida fluctuó entre el amor y el odio. La violación la convirtió en una niña reservada, huraña, malhumorada a la que no le gustaba que la tocaran, que la besaran, que la acariciaran. Dejó de bailar, de cantar, de gozar. Se aisló completamente hasta el día en que en una posada de la vecindad vio entrar por la puerta principal a Manolo, un vecino que le encantaba. En ese instante deseó con toda el alma ser otra persona, transformarse en una adolescente simpática, atrevida y sensual que fuera la reina de la noche y que con su poder de seducción pudiera atraer al amor de su vida. Recurrió a la bebida como instrumento del cambio. Estaba tan cansada de ser la niña triste de la colonia, que sin pensarlo mucho se tomó una cuba y luego otra y luego otra. Celia, su mejor amiga, le aconsejó que se controlara. Afortunadamente Lupita la obedeció y suspendió la ingestión del alcohol justo a tiempo. Nunca llegó a emborracharse totalmente, a lo más que llegó fue a alcanzar un adecuado estado de exaltación que le permitió lograr su objetivo: Lupita, indiscutiblemente, fue la atracción de la fiesta. Sonrió, bromeó y bailó como loca. Todos se sorprendieron, ya que Lupita no siempre se animaba a bailar en público porque le daba un temor inaudito que la vieran, que la juzgaran, que en determinado momento sus pies equivocaran el paso y la pusieran en evidencia. No soportaba la idea de ser la burla de sus compañeros. Pero esa noche, Manolo la sacó a bailar y Lupita se dejó guiar. Fueron la pareja de la fiesta u por muchos días los vecinos no comentaron otra cosa aparte de que Lupita estaba muy buena y bailaba muy bien. En la mente de Lupita, el alcohol se convirtió en su mejor aliado, en su pasaporte a la libertad. Mediante él podía acceder a un mundo donde no existía el miedo. El miedo a ser vista, tocada, a ser violada nuevamente”.
Todo cambia para Lupita la tarde en que el licenciado Larreaga es asesinado en la esquina de Aldama con Ayuntamiento. Ella es la única testigo y es incapaz de recordar. Se siente paralizada por el miedo. Desconcertada y perdida, asolada por la muerte de alguien que, para ella, ofrecía una nueva posibilidad en un mundo corrupto, lleno de drogas y desigualdades, decide tomar justicia por mano propia y tratar de resolver este misterioso crimen.
“Para Lupita las personas que no bailan eran por lo general seres egoístas, solitarios y amargados. El baile exige que uno le siga el paso al compañero y que se mueva al mismo ritmo que él. Una buena pareja de baile es la que logra hacerse uno con el otro, el que la siente, el que la adivina, el que en un juego de armonía, anticipa los movimientos del otro y los acepta como propios. Ahora bien, Lupita sabía que había hombres que, aunque bailaran, también eran egoístas y amargados. Eran los técnicos. Los que se aprendían los pasos de memoria y eran incapaces de improvisar. Los que ni siquiera miraban a los ojos a su pareja, los que trataban de lucirse antes que nada. Los que buscaban la aprobación del público antes que la de su compañera de baile y realizaban movimientos desconsiderados como el darle de vueltas y vueltas sólo por lo espectacular que éstas resultaban ante los ojos de los demás. Ése era precisamente el caso del cabrón con el que estaba bailando. Estaba a punto de vomitar y el desgraciado ni cuenta se daba. Lo peor es que las manos del mentado sujeto no le daban la confianza suficiente. Lupita sentía que no la sostenían con la fuerza necesaria y que de un momento a otro la iba a soltar e iba a salir disparada en la dirección de las mesas que se encontraban junto a la pista de baile. De manera intempestiva suspendió el baile y con pasos vacilantes se dirigió a su mesa, dejando a su compañero muy desconcertado. Lupita nunca dejaba una pieza de baile sin terminar pero no podía más. Tenía una nausea fenomenal. Para reponerse, le dio un trago a su cuba y se dedicó a contemplar a las pocas parejas que estaban bailando en la pista. A Lupita le encantaba descubrir detalles que a la mayor parte de las personas pasaban desapercibidos. Sabía que tipo de calzones usaban las mujeres. Cuáles de ellas traían tanga, cuáles bikini, cuáles calzón completo y cuáles ni siquiera traían ropa interior. Con los caballeros la observación resultaba más divertida. Para ver quién usaba bóxer, quien trusa y quien andaba a raíz, se requería de cierto grado de atrevimiento, cosa que a Lupita le sobraba. Por la forma en que bailaban sabía cuáles de ellos cogían y cuáles hacían el amor. Era muy revelador ver cómo acariciaban la espalda de su compañera y la manera en que le daban órdenes con la mano para que girara en una o en otra dirección. Si la empujaban con violencia, malo. También era fundamental si eran capaces de mantener un ritmo acompasado. Si ellos iban por un lado y su pareja por el otro, pésimo. No podrían lograr un orgasmo conjunto en la cama. Claro que en el campo de la sexualidad influían muchos factores, por ejemplo: el grado de cachondería del caballero. Para determinarlo, Lupita recurría a su muy particular método de observación llamado carambola de tres bandas, que consistía en determinar qué tanto le atraían a un hombre las voluptuosidades de una mujer con la que se cruzaba en su camino. Si sólo le observaba las chichis o si aparte la barría con la mirada o si también giraba para observarle el culo. Lupita podía predecir con gran exactitud los segundos que iban a pasar entre el encuentro con una dama y el tiempo en que el caballero iba a mirarle las nalgas. Dependiendo de la delicadeza o lujuria con la que lo hacían, Lupita podía determinar si se trataba de un cachondo chaquetero, calenturiento o degenerado. Y dependiendo de sus apreciaciones le gustaba imaginar con quién de ellos sí se acostaría y con quién no. Con los únicos hombres con los que de plano no cogería era con los juniors y con los guaruras. Su tipo de mirada no le inspiraba confianza. Bueno, cuando se las podía observar porque muchas veces ese tipo de personajes usaban lentes oscuros, cosa que la desconformaba tremendamente. Aborrecía toparse con una pantalla negra en la que sólo veía el reflejo de ella misma en los vidrios oscuros de su interlocutor”.
A Lupita le gustaba planchar es una novela de Laura Esquivel que tiene una profunda mirada espiritual y un refrescante humor negro. Esquivel logra reflexionar y reírse de este mundo que ha perdido el rumbo, y sólo el verdadero amor nos puede salvar.
Sobre la autora
Laura Esquivel comenzó su carrera como maestra y guionista de cine, actividad en la que ha obtenido diversos premios. A raíz de la publicación de Como agua para chocolate, su primera novela, alcanzó reconocimiento internacional y se convirtió en una de las escritoras mexicanas más importantes. Fue la primera autora extranjera en ser premiada con el American Booksellers Book of the Year, en 1994, año en que recibió los galardones de mejor novela traducida al portugués, en la Bienal de Sao Paulo, Brasil, y el Conde los Andes, de la Academia Española de Gastronomía y la Cofradía de la Buena Mesa, entre otras distinciones. También ha publicado Malinche, Tan veloz como el deseo, La ley del amor, Íntimas suculencias, El libro de las emociones y Estrellita marinera.
*Por Manuel Allasino para La tinta. Imagen de portada: Gurdish Pannu.