«La sensibilidad hoy está anestesiada, controlada y medicalizada»

«La sensibilidad hoy está anestesiada, controlada y medicalizada»
1 octubre, 2019 por Redacción La tinta

Por Eduardo D. Benítez para Almagro Revista 

“La cultura de las clases medias de una ciudad como Buenos Aires vive la sensibilidad como una exaltación y un peligro a evitar. Y en cambio llama sensibilidad a algo muy controlado y medido”, dice el psicólogo Marcelo Percia. Lo sostiene a partir de una mirada descentrada del sistema institucional de esa disciplina que conocemos como psicopatología. Una mirada que, en una posición autorreflexiva, discute su propio método y no desconoce la íntima articulación entre el lenguaje y las prácticas que este designa.

Cuestionar los automatismos sociales y la mansedumbre del decir -que redunda en una estrechez de mundo- implica interrogar los usos de una lengua que captura y aísla más de lo que parece expresar. Y en cierto sentido, en la entrevista que sigue se dice que, para desatar la vida de ciertas sujeciones y reduccionismos, habría que comenzar por nombrarla de otra manera. Percia encuentra entonces en la palabra demasías una idea expansiva que, eventualmente, se corre de los achatamientos de términos ya viciados por su repetición. Por eso, frente al stock lexical de los manuales de psiquiatría -psicosis, locura, normalidad, razón- se nos impulsa a desafectarnos (como quien deja de prestarles servicio y logra gambetear la carga que estas trafican) de su universo de palabras.

Marcelo Percia es profesor adjunto en la cátedra de Teoría y Técnica de Grupos en la Facultad de Psicología (UBA). Escribió los ensayos Alejandra Pizarnik: maestra de psicoanálisis (2008), Inconformidad: arte, política, psicoanálisis (2010), Estancias en común (2017). Su último libro, Después de los manicomios (2018), recoge su trabajo vinculado a la desmanicomialización, que llevó adelante en colaboración con un amplio equipo clínico y de investigación. Se trata de un volumen donde se reflejan sus intervenciones en el marco de las llamadas “moradas clínicas”, que suponen el pasaje de las instituciones psiquiátricas a las casas de convivencia. Experiencias que en el libro son descriptas como clínicas insurgentes.

¿Es posible hoy reformular la vida en común, lo colectivo en un contexto que funciona según la lógica de la competencia, la exclusión, la fobia a lo otro? ¿Tiene sentido el llamamiento a volvernos empáticos? ¿Qué sucede “después de los manicomios”? Estos son sólo algunos de los interrogantes que vertebran el diálogo que sigue.

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(Imagen: Karin Idelson)

—La idea de demasía aparece en muchos de tus escritos… ¿Qué designa esa palabra y qué prejuicios o violencias nos propone desmontar?

—Es una idea que pone en cuestión las lógicas clasificatorias. Recorre la pregunta sobre qué nos pasa con la sensibilidad y discute con la patologización de la vida, con eso que se llama psicosis. La demasía es eso que nos pasa cuando es mucha la vida, como cuando decimos: “Esto es mucho para mí”. Después se derivó a la demasiada vida no en términos de cuantificación, sino como aquello que resulta demasiado para nuestra posibilidad de rodearla de palabras, contenerla en un abrazo o en un nombre. En uno de mis libros tomé una expresión que Nicolás Casullo piensa en la lógica política. Él habla de insensibilidad sublimada. Yo lo entiendo como la manera en que una civilización vuelve sublime lo insensible: se te persuade de que la insensibilidad es el modo natural de vivir. Lo que entra en las lógicas de la normalidad “protege” de lo que no podemos pensar, de lo que no sabemos cómo nombrar. La normalidad plantea una promesa: “Si te regís dentro de estos bordes vas a obtener protección, vas a ser parte de la mayoría”. Perforar esa frontera de las mayorías supone el peligro de la exposición, del desconcierto o el aturdimiento. La cultura de las clases medias de una ciudad como Buenos Aires vive la sensibilidad como una exaltación y un peligro a evitar. Y en cambio llama sensibilidad a algo muy controlado y medido. Entonces, por un lado está esa demasiada vida y por otro, regímenes discursivos que no la toleran.

—O regímenes que tratan de domesticar eso que se presenta como rareza…

—Sí… que tratan de dosificarla, regularizarla, medicarla, organizarla alrededor de metas y diagnosticarla como problema. Con el tiempo a las disidencias se las va incluyendo, captando, disciplinando: el hecho de detectarlas como rarezas y después nombrarlas es un modo de avanzar hacia la normalización. Como la sensibilidad hoy está anestesiada, controlada y medicalizada, la referencia para designar las demasías es siempre la normatividad. Entonces las palabras que aparecen son: “exceso”, “extremo”, “exaltación”. Y tal vez habría que desafectarse de eso. Porque de otro modo parece que hubiera un aprendizaje de la sensibilidad: qué tenemos que decir o sentir, cómo nos tenemos que sorprender ante las reacciones inesperadas. Un libro del Siglo XIX, La educación sentimental de Gustave Flaubert, anticipa esa experiencia de construcción y preformateo de los sentimientos. Es como si la sensibilidad hubiera estado escolarizada. La demasía entonces es eso que provoca un equívoco: parece un exceso de sensibilidad pero en realidad es la sensibilidad sin domesticar.

—Esa insubordinación -para usar un término que aparece en tus libros- de la sensibilidad supondría cierta experiencia particular del dolor…

—Sí. Las demasías no sienten el dolor personal, sienten el dolor de la vida. Hay algo que impacta cuando trabajás con el dolor: quienes sufren no sólo lo hacen por la historia personal o por la pequeña o gran tragedia vivida. Las personas internadas sufren por todo el dolor del mundo, son como antenas del dolor. Y eso es un sinfín y sin pausa.

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(Imagen: Karin Idelson)

—¿Cómo lograr una pausa para ese sufrir?

Creo que la discontinuidad es importantísima. Sin parpadeos, por ejemplo, sería insoportable la vida. El parpadeo es una discontinuidad de la visión. La obra de teatro de Jean-Paul Sartre, A puerta cerrada, comienza con un personaje que no sabe dónde está. El primer dato que tiene para ubicarse es haber dejado de parpadear: ha muerto. Una de las formas en que se presenta el infierno es que no hay corte, ni siquiera el del parpadeo. Entonces, ¡qué extraordinario el parpadeo, cuánto alivio! Algunas veces las demasías se presentan según la modalidad de lo que llamo “encantar la nada”. Una vida en la que no pasa nada sin ningún dramatismo. Estar ahí sin ninguna premura, sin tener que demostrar algo, sin una carrera profesional ni una relación con el dinero. En las casas de desmanicomialización podés encontrar muchachos que compran catorce desodorantes de una misma fragancia o que le dejan todo su dinero a alguna familia en situación de calle. La relación de las demasías con el consumo es casi disparatada. Y en general se suele pensar que hay una debilidad en quienes tienen dificultad con el dinero y el consumo. Por eso alguna vez dije que la angustia es una afección anticapitalista.

—¿Qué sucede después de los manicomios?

—Esa es una experiencia importante para mí. Con el correr de los años tuve la oportunidad de ver cómo es la vida después de los manicomios. Las consignas sanitaristas están muy bien -la desmanicomialización y el cierre de los manicomios- pero a mi gusto no tienen la sensibilidad clínica para ver cómo se vive después, ni la posibilidad de acompañar la experiencia. Fuera de los manicomios esas vidas tienen los mismos estallidos sentimentales que tenían antes de entrar. Las razones que los llevaron allí, esos desbordes que el manicomio congela, quedan intactas en la desmanicomialización. Cuando eso sucede se juega la posibilidad de inventar un modo de estar junto a esas demasías, sin considerar esa vida como una amenaza. La pregunta es cómo estar juntos sin la sospecha de su peligrosidad. Los manicomios te adelantan el horror de la civilización: vos entrás ahí y sabés cómo va a ser el conurbano o el Gran Buenos Aires en los próximos años. Pero el afuera de los manicomios también te puede anticipar cómo sería la vida por fuera de las lógicas de la normalidad. Y no estamos preparados para eso: para una vida donde no nos pase nada y que eso no sea vivido como un fracaso o un desperdicio. Para eso habría que pensar en “encantar la nada”.

—¿Cómo se daría ese “encantar la nada” en esta época colmada de presencia digital y obstinada por tapar la ausencia, la falta?


—Bueno… es cierto que se puede decir que la irrupción del celular tiene una relación con el vacío. Alguna vez pensé a las adicciones como una defensa contra el sinsentido, el no tener una misión en la vida, el no ocupar un lugar heroico, no ser merecedor de aplausos, de recuerdos. Nos defendemos constantemente de la soledad: no hay peor experiencia que el hecho de que nadie te piense… es como si se apagara el mundo. También nos protegemos de la desdicha: que alguien que queremos nos rechace o no nos necesite. Estamos muy habituados a pensar la vida como algo amenazado por la falta, la intemperie, el desamparo, la incerteza. Pero sería interesante dejar de pensar así y empezar a sospechar que la vida está confiscada por esas exigencias y esos imperativos. Podríamos plantear un estado de insuficiencia de la vida y la necesidad de soportar la falta. Sobrellevar esa carga como si fuera una marca de imperfección personal que nos iguala a todos.


—Paradójicamente sobrellevar esa carga podría convertirse en algo liberador…

—Bueno… de ese modo vivir sería estar en un estado de disponibilidad donde la falta tendría que transformarse en “hacer falta”, que es la invocación que se hace en toda amistad: “Me hace falta que estés”. La idea de falta así no estaría vinculada a la ausencia o la carencia. El lugar de la amistad es ese lugar amoroso que puede estar a salvo de toda demanda. Sin la lógica posesiva tal vez la vida se libera de creer que la conflictividad es peligrosa.

—¿Cómo se insertaría, en ese sentido, la apuesta de tu libro por pensar estancias en común? ¿Qué nuevas lógicas del vivir juntos creés que son posibles hoy?

—Hay un seminario de Roland Barthes que me marcó mucho, que se llama justamente Cómo vivir juntos. Pero mi idea de estancias en común es una invención que se separa del “vivir juntos”. Traté de desprenderme de la noción de comunidad y de lo colectivo para usar lo común; un término que empezó a ser usado -en la misma época- como reforma de lo político. Lo colectivo como estado de solidaridad y revalorización de cercanías, tiene y a la vez no tiene relación con lo que pienso como estancias en común. En la Argentina hubo mucho pensamiento sobre la cuestión grupal gracias a Enrique Pichón Riviere. En ese tiempo se creía que estábamos ante la aparición conmovedora de un grupo cuando alguien decía: “Nosotros”. Eso se festejaba como el indicador de la construcción de una referencia que unía a todos. Pero a mí me parecía que había que pensar lo común a partir de los males de la uniformidad, de los problemas que trae la homogeneización. La experiencia clínica te dice que las estancias en común requieren proximidad y lejanía a la vez. Creo que habría que poner en interdicción el “nosotros” y las formas monocordes de lo que se considera común. Los estares en común tienen que ser incapturables, imposibles de fotografiar, de consolidar y de identificar. Un tipo de experiencia que se esfuerce por no olvidar que las cercanías suponen también distancias.

—En el seminario que nombrás Roland Barthes propone una palabra para eso: idiorritmia…

Si… ahí advierte que hay una violencia rítmica constante en ese “estar con otros”. Lo describe mientras ve a una madre llevando hacia la escuela a su hijita de la mano… arrastrándola. Lo que se percibe ahí es la colisión de ritmos. Ese entrecruzamiento, superposición y gobierno de los ritmos nos hace preguntar cuál es el propio. Pero eso tendría que hacernos cuestionar la idea de propiedad del ritmo. ¡Como si uno pudiera tener un deseo que le es propio, un cuerpo que le es propio o una interioridad! Ese cuestionamiento puede pensarse también para las relaciones amorosas.

—¿La palabra empatía también traería los problemas de la homogeneización que describías antes?

Me parece que hay que discutir la empatía en tanto la entendamos según la idea de “ponerme en tus zapatos”. Porque de esa manera se entiende que uno puede ver la vida con los ojos del otro o sentir con el corazón del otro. Ese es uno de los sentimientos que más festeja esta civilización. Pero el problema de la empatía es justamente querer capturar el sentir del otro y para eso siempre se ejerce una reducción, porque uno en verdad siente una pluralidad de matices sentimentales. Vos hacés el esfuerzo de ponerte en el lugar del otro y le decís a alguien: “Usted está triste”. Pero si la persona no se somete a esa primera propuesta tal vez te dice: “Más que triste, estoy desilusionado”. Vos podés contestar y decir “ah, es desilusión entonces” y la persona te escucha decir eso, lo piensa más y dice “tampoco es desilusión lo que siento: yo tengo bronca”. Lo que quiero decir es que los sentimientos aparecen como torbellinos o tempestades afectivas y que la idea de empatía termina siendo reductora, capturadora y, finalmente, policial. Algo distinto es estar próximo a esos torbellinos sin tratar de llegar a conclusiones. Acepto llamarla empatía si es que estamos hablando de una experiencia respetuosa del torbellino sentimental de una sensibilidad desbordando su lugar de misterio. Toda sensibilidad tiene derecho a muchos misterios y la empatía los reduce. Por eso los diagnósticos de la psiquiatría son veneno; porque reducen una vida a la violencia clasificatoria de un pequeño manual como por ejemplo el DSM 4.

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(Imagen: Karin Idelson)

*Por Eduardo D. Benítez para Almagro Revista / Fotos: Karin Idelson.

Palabras claves: desmanicomialización, Psicología

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