La Chaco, la valentía de ser libre
Por Manuel Allasino para La tinta
La Chaco es una novela del escritor y guionista Juan Solá, publicada en el año 2016. A través de la historia de Ximena, una travesti provinciana que llega a la ciudad de Buenos Aires en busca de una vida que, en su casa y en su pueblo, le es prohibida, se visibiliza a muchas travestis que luchan día a día por la inclusión en una sociedad hipócrita y egoísta.
El libro es atrapante y logra fundir en un gran abrazo a todas las travestis. En palabras de Susy Shock, Juan Solá les otorga una belleza doliente para que dejen de ser crónica policial y se conviertan en poesía.
“Solía pasar largas horas mirándome al espejo. Me acariciaba el rostro y el cuello, me pasaba los dedos por los labios, me rozaba los pezones y, despacito, iba bajando por el viento hasta encontrarme con eso. <Ya se va a caer>, pensaba mirándome el pene. Mis compañeros de clase me decían mujercita y aquello me entusiasmaba. Nenita, nenita, cantaban pero no alcanzaba para que la maestra me diera permiso de ir al baño con las otras nenas, o para evitar la tormenta de puños que dos o tres veces por semana me alcanzaba a la salida de la escuela. A las nenas no se les pega, había dicho la señorita una vez, pero se ve que yo era parte de un grupo de nenas a las que sí se les podía pegar. ¡Pateá como hombre!, me gritaba el profesor de educación física y todos se reían de mis movimientos demasiados frágiles. No era buena en fútbol, lo reconozco, pero si tan solo me hubieran dado la oportunidad de demostrarles lo regia que era patinando, tal vez hasta hubieran sentido orgullo de mí. Una mañana de domingo, desnuda frente al espejo, osé esconderme el pene entre los muslos y ponerme la bata de seda de mi mamá. Qué bonita me quedaba. No recuerdo muy bien qué pasó después. Ellos estaban en misa, pero habían llegado antes. Papá entró al dormitorio y me sorprendió jugando. Apretó los dientes, se arrojó sobre mí y los puños de los chicos de la escuela ya no eran tan poderosos comparados con los suyos. Sentada en la ducha, llorando, veía la sangre y el agua tibia arremolinándose en el desagüe. Las chicas de la escuela decían que la primera vez que sangrás duele, pero nunca me imaginé que tanto”.
La Chaco es el testimonio descarnado de Ximena, una mariposa que nunca olvidará que fue gusano. Se sabe demasiado distinta para creer en la libertad, pero lo suficientemente valiente como para perseguirla y tratar de alcanzarla.
A través de la historia de Ximena, se cuentan también las diferentes y distintas historias de travestis que, a lo largo y ancho de nuestro país, se encuentran cada noche con sus compañeras en la misma esquina, en ese hábitat que les es designado por la sociedad, o en la celda fría de la comisaría; o en la pieza que comparten en un barrio marginal que las recibe con maltrato y desprecio. Pero la novela es también la historia de Sergio, ese hijo varón que avergüenza a su padre y que recibe piñas en su casa y en la escuela porque siempre se sintió Ximena.
“-No queda otra que salir a la calle -dijo Hiedra. -¿A la calle? -Pero no a laburar. ¡A protestar! Alguien tiene que hacer algo. Levanté la cabeza y la miré un rato largo. Tenía razón. ¡Si la vergüenza la tienen los demás, no nosotras! ¿Por qué deberíamos aceptar la vida que ellos quieren para nosotras por no tolerar nuestra existencia? -¿No era que no ibas a las marchas porque no te gustaba lo de los estereotipos y bla bla bla? – interrumpió Carina, lagrimeando furiosa -¿Y ahora me venías a decir que vamos a salir a marchar? ¿Para qué? ¿Para que en mi documento diga Carina en vez de Dulio Antonio? ¿No ves el pedazo de carne que me cuelga acá, mamita? -Si a vos la pija no te deja ser mujer, problema tuyo -dijo Hiedra -A mí los que no me dejan ser mujer son estos brutos. -No me jodas, Hiedra. -Tiene razón -interrumpí- Yo no tengo tetas ¿y qué? Ese gordo que nos agarró tiene más tetas que yo, ¿y cuál es? ¿O acaso me vas a decir que el cana ese no es macho porque tiene tetas y no tiene barba? -¡Callate la boca, puto! -gritó el oficial desde el escritorio. A nosotras nos habían sentado en un banco largo del pasillo, esposadas. La comisaría estaba vacía, se ve que los muchachos estaban aburridos. Yo estaba muerta de miedo. Era mi primera vez y estaba limpia. Según Galaxia, cuando es así te dejan ir. Pero yo tenía miedo de todas formas. Las historias de las travestis en las comisarías siempre me asustaron más que el aceite de avión que se inyectan en las tetas. Una peruana que hacía San José los fines de semana, Lizbeth creo que se llamaba, contó que una vez un cana borracho la meó y la cagó tanto a trompadas que le bajó dos dientes. Por trava, por peruana, por negra, no sabía. Suponíamos que por trava, claro. No hay nada peor que ser trava”.
En La Chaco, la denuncia es constante porque la falta de empatía social siempre se hace presente para con las protagonistas de la historia. En la novela, se da cuenta del rechazo y la alienación total hacia las travestis por parte de los distintos sectores sociales: la identidad de las protagonistas no es respetada durante la infancia por las maestras de la escuela ni en la adultez por los policías que las detienen constantemente sin razón alguna; la mayor parte de los familiares se niegan a aceptar sus elecciones e, incluso, intentan modificarlas a la fuerza. En los medios de comunicación, se las trata como delincuentes y los vecinos no las quieren en sus barrios. El sector laboral las rechaza y la violencia patriarcal se ejerce sobre ellas en todas sus formas.
“Esa mañana papá lo había obligado a disfrazarse con el uniforme de River, incluidos los botines, que le parecían demasiado incómodos para jugar a la casita. Quiero que tu abuela te vea con esta ropa, le decía, mientras lo hacía levantar las piernas, primero la derecha, después la izquierda, para ponerse el pantaloncito con el escudo rojo y blanco. A ver si deja de decir boludeces, murmuraba y apretaba los dientes. La abu bajó del remís y tenía una bolsa con facturas y leche chocolatada, de esa de caja, que ya viene preparada y es riquísima, pero muy cara. Cristóbal le soltó la mano a papá y salió corriendo para enterrar la cara en la panza de la abu, que hasta en el ombligo tenía olor a perfume y crema, y se murió de risa mientras ella le decía hola, mi amor, hola, te extrañé. Y ahí estaba Cristóbal, escuchando la campanita de la cuchara de acero revolviendo la chocolatada en el vaso de vidrio transparente, montado en el regazo de la abuela, que se hamacaba en la mecedora de la cocina mientras mamá servía la merienda. Entonces, mamá puso las facturas en un plato y lo apoyó sobre la mesa de madera, que se quejó con un crujido suavecito. Papá fumaba en un rincón y contemplaba la escena, como enojado, o más bien como asustado, porque le temblaban las piernas y encendía un cigarrillo tras otro. -¿Vas a tomar la chocolatada, Galaxia? -le preguntó la abuela (le gustaba mucho cuando le decía así). Cristóbal iba a responder cuando papá azotó el plato de facturas contra el piso. -¡Se llama Cristóbal! -exclamó, desquiciado, apretando los dientes. Mamá se arrimó a la mesada después de ahogar un grito, pero la abuela permaneció en silencio un rato largo, observándolo, sin reaccionar. Finalmente torció la cabeza para mirar a Cristóbal directo a los ojos. -A ver… a ver… -murmuró. Se miraron bien adentro de los ojos, como si fueran pasillos milagrosos que comunican la ciudad con la playa una noche de calor. Se sonrieron con complicidad. –No -concluyó Amanda. -Se llama Galaxia -insistió. -Si la miran a los ojos un rato largo, van a ver que allá, al fondo, se ven todas las estrellas. Pero no podrán ver nada si no la miran –y giró para hablarle a mamá –No la pueden ver a Galaxia porque no la están mirando, hija. A la abuela no le dieron más permiso para ir a visitar a Cristóbal y a Cristóbal no le dieron permiso de ir a ver a la abuela cuando la internaron, un par de meses después. Esa tarde, Galaxia se quedó de pie frente al espejo, escuchando el sonido del auto de mamá, que se alejaba. Papá seguía gritando frente al televisor y ella se secaba las lágrimas que no iba a poder llorar sobre el cajón de la abuela. Lloraba por Amanda, sí, y un poco por Cristóbal, que ese día se había ido con ella”.
La Chaco de Juan Solá es una novela que está hecha de escenas íntimas que definen las vidas. Es un grito de libertad a los cuatro vientos. Un manifiesto travesti. Como dice Susy Shock en el prólogo: “Porque no somos peores ni mejores, somos otras, así, con A mayúscula de sentirnos travas, aunque la hegemonía nos insista, patologizante, en ser cuerpos equivocados y hasta nosotras, muchas veces, les creamos el relato, amenazante, ajeno a nuestras desdichas y a nuestras gozosas algarabías de ser”.
Sobre el autor
Juan Solá es escritor y guionista. Nació en la ciudad de La Paz, Entre Ríos, el 24 de enero de 1989. A corta edad, se radicó en Resistencia, Chaco, donde cursó sus estudios y publicó su primer libro, Cuentos para compartir, a los diez años. Tras haber obtenido numerosos premios y reconocimientos en certámenes literarios a nivel nacional, se trasladó a Buenos Aires para continuar su formación y dedicarse de lleno al mundo de las letras como editor y con la publicación de sus libros Naranjo en flúo y Microalmas.
*Por Manuel Allasino para La tinta. Imagen de portada: Lilly Wachowski.