¿Un «rosariazo» católico? Curas, fieles y religiosas en las jornadas calientes del 69
Por Diego Mauro¹ y Julieta Gabirondo² para La tinta
Durante 1969, Rosario fue, junto a Córdoba, el epicentro de una serie de levantamientos populares que jaquearon fuertemente la dictadura militar de Juan Carlos Onganía, cambiando, a partir de entonces, de manera decisiva, el curso de los acontecimientos políticos.
Dichas rebeliones, sin embargo, no fueron las únicas movilizaciones populares que se produjeron en la ciudad. En medio del clima de ebullición que se vivía, la Iglesia católica también fue arena de intensos conflictos. Las demandas de mayor apertura hacia el Concilio Vaticano II (1962-1965), la encíclica Populorum Progressio (1967) y las resoluciones de la Conferencia del Episcopado Latinoamericana en Medellín (1968) por parte de un grupo de sacerdotes de la diócesis derivó en un enfrentamiento cada vez más virulento con el obispo de entonces, Guillermo Bolatti, próximo a los sectores tradicionalistas del Episcopado.
Las tensiones escalaron y, ante la falta de respuesta, los fieles y algunos de los sacerdotes movilizados se expresaron reiteradas veces en la esfera pública, llegando, incluso, a ocupar templos y parroquias. Echando más nafta al fuego, el arzobispo Bolatti señaló entonces, en un mensaje televisivo, que, de ser necesario, buscaría el apoyo de la Policía para restablecer el orden. Los vientos de cambio que sacudían a una Iglesia cada vez más «partida», como señala el historiador Darío Casapiccola, y, en términos más amplios, el clima de rebelión juvenil y de fuerte impugnación a las formas tradicionales de autoridad se hicieron sentir también en otras diócesis argentinas, pero, por sus proyecciones e impacto, Rosario fue, probablemente, el conflicto más sonante en aquella coyuntura. Al punto que sus réplicas se hicieron sentir por largos años y, todavía hoy, despiertan fuertes pasiones e invitan a volver a interrogarse sobre aquellos sucesos. ¿Por qué se llegó a ese nivel de confrontación? ¿Qué había ocurrido en los años previos en la diócesis y en la Iglesia argentina y latinoamericana? ¿Cuáles habían sido las principales discusiones políticas y teológicas? ¿Cómo se había desencadenado, en concreto, el conflicto y cuáles eran los principales desacuerdos entre los contendientes?
El Concilio Vaticano II: cambios y continuidades
A iniciativa del Papa Juan XXIII, el Concilio propuso un «aggiornamento» de la Iglesia frente a las transformaciones del mundo moderno. Dicho en las propias palabras de Juan XIII: «Abrir las ventanas» para que entren «nuevos aires” en la Iglesia. Su muerte al año siguiente dejó en manos de su sucesor, Pablo VI, la finalización del encuentro más importante del catolicismo a nivel global desde el Concilio Vaticano I, realizado un siglo antes.
Para los sectores más progresistas, a pesar de los cambios, las innovaciones introducidas tenían sabor a poco. Se las consideraba un avance, pero, al mismo tiempo, limitado y, en muchos sentidos, más cosmético que real. Para los tradicionalistas, por el contrario, todo constituía un enorme retroceso que amenazaba la unidad de la Iglesia. En el contexto de la Guerra Fría, no faltaron quienes, incluso, vieron en los cambios el supuesto avance del marxismo en la Iglesia y llamaron a romper con la autoridad de Roma.
Entre medio, el abanico de grises dio pie a posiciones diversas aunque ciertamente mucho más moderadas. Más allá de la perspectiva de los propios participantes, ¿qué cambió concretamente?
Entre las transformaciones más evidentes, se contaban los relacionados con la liturgia y el ceremonial (por ejemplo, la incorporación de las lenguas locales). Más en profundidad, el Concilio aceptaba por primera vez teológicamente un cierto pluralismo, condensado en la idea de «libertad religiosa», y cuestionaba la matriz integrista que, por ejemplo, en Argentina, alentaba la alianza entre la cruz y la espada como vehículo de confesionalización del Estado y cristianización coercitiva de la sociedad. Asimismo, el Concilio trajo consigo la legitimación de la denominada «nueva teología», que, desde los años cuarenta y cincuenta, proponía un reflexión alejada de la escolástica y mucho más orientada a los problemas de la vida concreta de los fieles.
En sintonía con la labor de jesuitas como Karl Rahner y John Courtney Murray, o de dominicos como Yves Congar y Henri de Lubac, las nuevas sensibilidades teológicas buscaban reintegrar la experiencia humana en el dogma cristiano a través de un retorno a las fuentes y, sobre todo, a través de una mirada más cristocéntrica. Finalmente, el Concilio innovaba también, aunque bastante menos, en dos dimensiones que, no obstante, harían muchas olas en Latinoamérica. Por un lado, la denominada «opción por los pobres», reflejada en el documento Gaudium et spes (Gozo y esperanza), que afirmaba que “los gozos y las esperanzas de este mundo, sobre todo, las de los más pobres» eran «los gozos y las esperanzas de los discípulos de Cristo”. Lo que dio pie a que, en América Latina, en un contexto de fuertes desigualdades estructurales, surgiera una corriente teológica «liberacionista», como la llamó Michael Löwy.
Aunque en su interior había diferentes orientaciones, los teólogos de la liberación coincidían en subrayar la «dimensión social del pecado» y alertar sobre las formas institucionalizadas de violencia y opresión que padecían las clases populares. Para combatirlas, volviendo al evangelio, alentaban una teología liberadora y distante de las elucubraciones escolásticas. Como reflexionaba uno de ellos, el jesuita español Jon Sobrino, había que dejar de pensar tanto en Dios, abstracto y hacia cierto punto ajeno a la vida concreta de los hombres y mujeres, para pasar a ocuparse de la vida de Jesús, cuyo asesinato era testimonio de un mensaje subversivo de igualdad que la Iglesia había desdibujado y adormecido.
Pronto, en este contexto, surgió, en toda América Latina, una «constelación» de organizaciones y grupos tercermundistas que, como el Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo (MSTM) en Argentina, proponían renovar en dicha clave la vida de la Iglesia latinoamericana. Los conflictos teológicos se multiplicaron y pronto se les sumaron también fuertes enfrentamientos eclesiológicos, vinculados a la discusión sobre la organización interna de la Iglesia.
En este punto, el Concilio había alentado el avance hacia formas más colegiadas, pero sin cambiar la estructura monárquica de la Iglesia romana. Se impulsó, claro está, una mirada más horizontal hacia la comunidad de fieles y se hizo frecuente el uso de la noción de «Pueblo de Dios» que tenía un espíritu democratizador. Pero, en concreto, estas orientaciones no implicaban en términos jurídicos y normativos una nueva eclesiología, sino, cuanto mucho, la voluntad de avanzar hacia el desarrollo de formas colegiadas y horizontales en el futuro. De modo que, en los hechos, los obispos siguieron siendo monarcas en sus respectivas diócesis, subordinados solamente a la figura del Papa.
En este punto, las diferencias de criterio sobre qué implicaba el Concilio fueron tanto o más estruendosas que en el plano teológico y político, y dieron lugar a escenarios de fuerte confrontación, agudizados por la diversidad de criterios y lineamientos seguidos en las diferentes diócesis. Aquellos obispos que se identificaban con los nuevos tiempos impulsaron la creación de algunos organismos colegiados, democratizaron la toma de decisiones y sumaron activamente a los laicos en el gobierno de la Iglesia, pero los que los rechazaban optaron por no hacerlo y, en muchos casos, se abroquelaron en posiciones defensivas. Según las resoluciones conciliares, aunque eso no era deseable, los obispos estaban en su derecho y contaban con los resortes y prerrogativas para imponer su voluntad ante las resistencias que pudieran surgir. Pronto, los conflictos se propagaron y los roces entre clérigos y obispos se hicieron moneda corriente hacia finales de los sesenta y principios de los setenta.
El conflicto en Rosario
En ese marco de efervescencia y ebullición, una de las modalidades que encontraron diferentes grupos de sacerdotes para expresar su disconformidad con las jerarquías fue la presentación de renuncias colectivas. Conflictos de este tipo se sucedieron en las diócesis de Córdoba, Mendoza, Avellaneda y San Isidro, pero, sin dudas, el que más relevancia tuvo –por la cantidad de sacerdotes involucrados y la internalización del conflicto– fue el de los llamados curas renunciantes de Rosario.
Como ha investigado, entre otros, Darío Casapiccola, en octubre de 1968, un grupo de sacerdotes envió al obispo Guillermo Bollati una carta acusándolo de falta de preocupación por los problemas sociales –con los que muchos tomaban contacto diariamente en su labor pastoral– y de sabotear las resoluciones conciliares. El malestar se agravó cuando Bolatti relevó de sus tareas al cura español Néstor García, quien no solo desarrollaba funciones espirituales, sino que también trabajaba como obrero en barrio Godoy. Según explica la historiadora Cristina Viano, en febrero de 1969, Bolatti nombró a un conservador para sucederlo y esto despertó la reacción de los fieles. Los vecinos intentaron reunirse con el obispo y, al no obtener respuestas, se manifestaron y explicaron el evangelio frente al cementerio La Piedad, lo que derivó en la presencia de móviles policiales, para proteger al nuevo sacerdote, y el arresto de varios de los presentes. Finalmente, ante la falta de diálogo y respuestas a sus demandas, el 15 de marzo de 1969, 27 sacerdotes (luego, se sumaron otros tres) presentaron su renuncia colectiva a la Diócesis de Rosario y destacaron la “actitud insensible, fría e indiferente” del obispo.
La situación tomó rápidamente estado público y una de las arenas donde se expresaron las distintas partes fueron los medios de comunicación. La Capital, el diario más importante en el ecosistema de medios rosarinos del período, se ocupó de publicar los comunicados de ambas partes y las notas de adhesión de distintas comunidades religiosas a uno u otro sector. Frente a este panorama, Bolatti decidió viajar a Roma para entrevistarse con el papa Paulo VI e intentar demostrar ante la opinión pública que el sumo pontífice no apoyaba a los renunciantes.
Paralelamente, en mayo, tuvo lugar el llamado “Rosariazo” y, si bien no hay indicios de que los renunciantes hayan tenido una acción colectiva en dichos sucesos, puede inferirse a través de la prensa que fue Francisco Perenti –uno de los renunciantes– quien realizó los ritos fúnebres del estudiante asesinado Luis Norberto Blanco.
Tras regresar a Rosario, Bolatti leyó a los fieles un mensaje de Paulo VI en el que mencionaba que “compartía la pena” del obispo y hacía un llamamiento a la “unidad en la diócesis”. Durante las siguientes semanas, ambas partes intentaron acercarse, pero la negativa de reincorporar a sus tareas al cura español alejó aún más a los renunciantes y, el 27 de junio, Bolatti terminó por aceptar las renuncias.
A partir de entonces, el conflicto entró en su fase final y más aguda, en tanto, entre el 30 de junio y el 1 de julio, buena parte de las capillas de pueblos aledaños a Rosario que estaban a cargo de los renunciantes (Villa Eloísa, Coronel Bogado, Tortugas, Correa, Soldini, Cañada de Gómez) fueron ocupadas por fieles y militantes católicos en un intento de evitar el cambio de los sacerdotes. Con el correr de los días, la tensión fue disminuyendo y, finalmente, los nuevos curas pudieron tomar posesión (con excepción de las parroquias de Villa Eloísa y Correa que mantuvieron como titulares a los renunciantes tras deponer estos su actitud ante el obispo).
Distinta fue la situación de Cañada de Gómez, donde el conflicto se volvió más virulento e incluyó la toma de la iglesia San Pedro, la formación de milicias de vecinos para evitar la llegada del nuevo vicario, movilizaciones, enfrentamientos con las fuerzas policiales y hasta un paro total de actividades en la ciudad.
Métodos de lucha similares a los que se habían empleado en el Rosariazo y el Cordobazo poco antes. Durante las semanas siguientes, la calma fue volviendo a la ciudad, pero, a pesar de eso, la actividad de la iglesia principal no volvió a ser la misma, ya que los fieles se volcaron a los ritos religiosos paralelos que realizaba Armando Amirati –al igual que otros renunciantes– en una fábrica abandonada.
Con particular nitidez, aquellas jornadas hicieron públicas las profundas tensiones que surcaban en términos teológicos y políticos a la Iglesia de aquellos años, y que signarían su devenir en los años siguientes, incluso, hasta nuestros días.
¿Y las religiosas? Muchos interrogantes y pocas respuestas
Entre 1964 y 1970, el número de mujeres agrupadas bajo la categoría de “religiosas” pasó de 730 a 800, cuadriplicando el número de hombres “religiosos” en la diócesis de Rosario. Durante 1969, las integrantes de varias de esas órdenes femeninas, como las Hermanas Dominicas, Hijas de San Pablo e Hijas de María Auxiliadora, que aplicaban en sus ámbitos de trabajo, principalmente, instituciones educativas, los principios del Concilio Vaticano II, apoyaron el accionar de los curas renunciantes con quienes, además, se vinculaban cotidianamente en tareas sociales. No obstante, a pesar de su peso cuantitativo y su compromiso social y político, todavía sabemos muy poco sobre qué hicieron concretamente en aquellas jornadas o sobre cómo interpretaban el conflicto. Tampoco conocemos suficientemente sus trayectorias antes y después de los hechos narrados.
Un silencio imperdonable, que refleja, en parte, la situación de subordinación de las mujeres al interior de la Iglesia. Resulta indispensable, por tanto, comenzar a reconstruir esas historia de vida. Una tarea esencial para volver a narrar con nuevas perspectivas las jornadas calientes del 69 rosarino.
* Por Diego Mauro¹ y Julieta Gabirondo² para La tinta / Imágenes: Pablo Di Tomaso