Una sombra ya pronto serás, un camino sin rumbo 

Una sombra ya pronto serás, un camino sin rumbo 
18 septiembre, 2019 por Gilda

Por Manuel Allasino para La tinta

Una sombra ya pronto serás es una novela del periodista y escritor Osvaldo Soriano, publicada en el año 1990. En ella, la condición humana se proyecta en la imagen del camino: todo transcurre en rutas desiertas, trenes vacíos y pueblos fantasmas. Desde esa perspectiva, se comprende mejor un país que genera rechazo y atrapa al mismo tiempo. Una sombra ya pronto serás fue llevada al cine en el año 1994 por el director Héctor Olivera y fue protagonizada por Miguel Ángel Solá, Pepe Soriano, Alicia Bruzzo y Luis Brandoni. 

osvaldo-soriano-npl“Nunca me había pasado de andar sin un peso en el bolsillo. No podía comprar nada y no me quedaba nada por vender. Mientras iba en el tren me gustaba mirar el atardecer en la llanura pero ahora me era indiferente y hacía tanto calor que esperaba con ansiedad que llegara la noche para echarme a dormir debajo de un puente. Antes de que oscureciera miré el mapa porque no tenía idea de dónde estaba. Hice un recorrido absurdo, dando vueltas y retrocediendo y ahora me encontraba en el mismo lugar que al principio o en otro idéntico. Un camionero que me había acercado hasta la rotonda me dijo que encontraría una Shell a tres o cuatro kilómetros de allí pero lo único que vi fue un arroyo que pasaba por debajo de un puente y un camino de tierra que se perdía en el horizonte.  Dos paisanos a caballo seguidos por un perro mugriento iban vareando animales y eso era todo lo que se movía en el paisaje. El arroyo estaba seco y bastaba con prender unas ramas para que los bichos y las culebras se alejaran enseguida.  Al menos eso me dijo el maquinista con el que hice el primer trecho a pie después que el tren nos abandonó en medio del campo. Los otros pasajeros se habían quedado esperando que vinieran a buscarlos, pero cuando a la segunda noche el guarda y el maquinista juntaron la comida y se largaron por la vía, yo los alcancé corriendo y así empecé la caminata. Ahora no sabía adónde iba pero al menos quería entender mi manera de viajar. Encendí el fuego y volví a la ruta a fumar el primer cigarrillo del día. Ya era noche cerrada y estuve escuchando un rato los grillos y mirando las estrellas. De pronto recordé a aquel astrónomo alemán que vino a verme indignado por las últimas teorías de Stephen Hawking y me propuso que le desarrollara un programa para calcular la onda gravitacional de un astro fugaz. Quería presentarlo en un congreso de Frankfurt pero cuando me trajo las primeras ecuaciones a mí ya me habían echado del instituto. Hacía rato que estaba sentado al borde del camino cuando pasó un Sierra tocando bocina y casi se lleva por delante la rotonda. Fue el último coche que vi y a las diez fui a buscar unas manzanas que me dejó el camionero porque las manos me estaban temblando de hambre. En el bolso llevaba unos grisines que había sacado del comedor del tren, pero me dije que sería lo mejor dejarlos para la mañana siguiente. Quería salir temprano, conseguir algo de comer y encontrar a alguien que me acercara hasta una estación donde me devolvieran la plata del boleto. Con eso podría comprarme algo de ropa porque ya me estaba pareciendo a un linyera. Dejé que el fuego se fuera apagando solo, puse el bolso como almohada y pité otro cigarrillo antes de dormirme”.

El protagonista principal de la novela de Soriano no tiene edad ni apellido. Es un anónimo con un pasado de cierto éxito en Europa y con la ilusión por las promesas de una mejor Argentina. Decide viajar hacia el sur sin plata en los bolsillos, pero, en realidad, el viaje que hace es más complejo y verdadero; y es hacia lo profundo de sí mismo. 

“En cuánto Nadia apagó la luz se largó el diluvio anunciado por el rubio del bar. El cielo se cerró de golpe y la tormenta empezó con truenos y relámpagos antes de que viniera la lluvia.  El agua entraba por la ventana de mi pieza y caía sobre la cama, de modo que me apuré a cambiarla de lugar para poder acostarme.  Me tiré a revisar lo que había escrito buscando errores y agregando números cuando me acordé del vigilante. Era un petiso morocho que estaba usando el uniforme de otro más corpulento. Me asomé a la ventana envuelto en la toalla y lo vi apoyado contra la pared, empapado, con la gorra calada hasta las orejas. El dueño de la pensión dejó cerrado el pasillo para evitar la inundación y todos se habían olvidado de él. Abrí la puerta y lo llamé a gritos entre los ruidos de la tormenta. El infeliz vino sin guarecerse, tomándose el trabajo en serio y se plantó delante de la puerta con la mano abierta contra la visera. –Agente Benítez a su servicio –me dijo y se quedó esperando que le dijera de qué se trataba. La cartuchera que llevaba era tan vieja y estaba tan descosida que el arma se le iba a caer no bien diera un paso en falso. Dentro de la chaqueta llevaba unas viejas revistas españolas que Nadia le había dado para que se entretuviera durante el plantón. –Pase hombre, que se va a pescar un resfrío –le dije pero se quedo ahí, bajo la lluvia. Yo estaba en calzoncillos y los ramalazos de agua me hacían recular. Estoy de guardia, don –me dijo-; hasta las cuatro, estoy. –Entre y monte la guardia acá –le grité. Por la visera se le deslizaban unas gotas finitas. La chapa que tenía en el pecho terminaba en 21, que era uno de los números que Lem buscaba y con el que yo había trabajado toda la tarde. Dudó un momento, miró para atrás, se quitó la gorra y entró con paso tranquilo. –Le agradezco, don. Justo un trago, nomás. Cerré la puerta y le dije que no tenía nada para ofrecerle, salvo un cigarrillo. Me miró un rato, decepcionado, escurriendo el uniforme sobre el piso, con las puntas de los zapatones señalando las esquinas en la pared. –Usted es el señor del auto –dijo, e hizo un gesto de admiración. –Siéntese –le dije y le alcancé la toalla. –Se chorrearon la ventana –comentó-. ¿Por qué no pidió unas bolsas para tapar el agujero? Aspiraba las eses y se tragaba unas cuantas letras para ir más rápido. Insistí para que se sentara y le dije que iba a intentar dormirme. Colgó la gorra en el respaldo de la silla, dijo que la lluvia le venía muy bien al campo y se puso a hojear las revistas aunque de vez en cuando me miraba con ganas de charlar. Yo terminé de revisar el programa, guardé el cuaderno y me tapé con la sábana. El vigilante me preguntó si tenía que apagar la luz y le contesté que no, que leyera tranquilo. Parecía fascinado por las ilustraciones en colores y se quedó varios minutos mirando las fotos de un yuppie español que hacía tenis y se doraba al borde de una piscina. Ya se había olvidado de mí: cabeceó un poco y se durmió antes que yo”.

Las idas y vueltas del personaje principal de la novela atrapan al lector desde la primera página. Nos llevan a imaginarnos pueblos inhóspitos y lejanos, en donde todo puede ocurrir. En una entrevista en la década del noventa, Soriano dijo respecto a Una sombra ya pronto serás: “un día, tuve la visión de un tipo haciendo dedo al costado de una ruta desierta. Supe que sus desventuras debían transcurrir en medio del ajuste menemista, en esa Argentina que cae en todas las trampas de la historia, que sufre todos los gobiernos después de creer en todas las promesas”.  

“Volvió a llover durante la noche y al despertar descubrí en el cielo un color como no había visto nunca. Desde la ventana parecía una serpentina suspendida sobre la llanura. La curva envolvía las estrellas y de ese lado llegaba una sinfonía lánguida arrastrada por el viento. Me vestí y salí al patio. Para mí esa hora y esa luz habían sido siempre de partida y de presagio. El Jaguar y el Mercury seguían allí pero el colectivo se había ido llevándose las carpas. Detrás de la oficina del Automóvil Club pasaba un alambrado que se perdía a la distancia y protegía un mundo que me era ajeno y hostil. De pronto recordé que había soñado con eso: un laberinto asfixiante en el que por más que caminara siempre estaba en el mismo lugar.  Algo me atrajo, quizá la incertidumbre o mi propio miedo y me largué a correr hacia cualquier parte. En la ruta vi un tipo subido a un poste de teléfono que miraba a lo lejos. Pensé que buscaba lo mismo  que yo pero después me di cuenta de que estaba cortando los cables mientras otro, en el suelo, los enrollaba con destreza profesional.  El cobre se había lavado y los rollos amontonados al borde del camino brillaban como las coronas de los santos. Los dos ladrones se demoraron un momento, sorprendidos por mi carrera silenciosa. A lo lejos, donde comenzaba a borrarse el asfalto, distinguí las siluetas y el piano que parecía un gigantesco ataúd velado por una cofradía demente. Pensé que si Dios existe estaba allí, mezclado con los músicos, dictando el último salmo o abriendo el juicio final. Los del colectivo 152 tocaban un Requiem solemne pero sin tristeza mientras en la línea de la llanura asomaba una brizna de luz rojiza. Parecían espectros que de vez en cuando tendían el brazo para dar vuelta una página de la partitura. El viento les inflaba las camisas y las polleras y a veces les arrancaba las hojas de los atriles. La chica del piano tenía rizos colorados o tal vez eran los reflejos del amanecer. A uno de los violoncelistas le faltaba un vidrio de los anteojos y el tipo del contrabajo tenía que agacharse para acompañar el instrumento que se hundía poco a poco en el barro. Los ladrones llegaron hasta donde estaba yo y se sentaron sobre las parvas de cobre a escuchar con la boca abierta. Cuando el sol se levantó todos estábamos como desnudos. El piano se hizo más negro y la tapa abierta le daba el aspecto de un pajarraco abatido por la tormenta. Los músicos eran doce o quince y se despedían sin rencor de algo que habían querido mucho y por demasiado tiempo. No había otros colores que los del cielo espléndido y los grises del campo me parecieron de una melancolía abrumadora. Mozart debía estar dándoles su aprobación y ellos lo sentían porque en sus caras había sonrisas jubilosas. Hasta que todo terminó. El apoteosis de las últimas notas se desvaneció en un cortejo de hombres y mujeres pequeños que se perdían como hormigas preparándose para un largo invierno”.

Una sombra ya pronto serás de Osvaldo Soriano es una novela que describe las desventuras de un hombre anónimo junto a un resto de desarraigados a través de un realismo mágico que vislumbra. Todos los personajes son portadores de un destino lleno de penurias e incertidumbres. Son sombras arraigadas con todas sus fuerzas a lo cotidiano. 

Sobre el autor

Osvaldo Soriano (1943 – 1997) fue un escritor y periodista. Varias de sus obras han sido llevadas al cine y al teatro. Publicó las novelas: Triste, solitario y final (1973), No habrá más penas ni olvido (1978), Cuarteles de invierno (1980), A sus plantas rendido un león (1986), Una sombra ya pronto serás (1990), El ojo de la Patria (1992) y La hora sin sombra (1995).

*Por Manuel Allasino para La tinta. 

Palabras claves: literatura, Novelas para leer, Osvaldo Soriano, Una sombra ya pronto serás

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