Emergencia alimentaria en Villa El Chaparral. O de cómo llenar las ollas vacías
Cada semana en el salón Esperanza Popular de El Chaparral, la solidaridad de lxs vecinxs le hace frente al hambre que crece entre las familias. En los barrios populares, la emergencia alimentaria se vive en los cuerpos: son esas vivencias las que se organizaron y salieron a las calles hasta lograr que, este miércoles, el Senado sancionara la ley que obliga al Estado a dar respuestas.
Por Lucía Maina para La tinta
La emergencia alimentaria no es una ley, tampoco dos palabras. Son los tuppers y las ollas vacías que crecen y se acumulan sobre la pequeña mesa del comedor comunitario de El Chaparral, a la espera de que un grupo de vecinas los llenen para garantizar, al menos, una comida al día entre las familias de la villa escondida detrás de la Plaza de las Américas.
En el último tiempo, los tuppers suman 15. Por eso, Andrea y Brenda dicen que son unas 15 familias las que se alimentan a través del salón Esperanza Popular, donde, cada martes, jueves y sábado, ellas junto a otras vecinas cocinan para el barrio. Su cálculo se basa en los tuppers, pero es difícil precisar cuántas personas de El Chaparral son asistidas por el comedor: hay familias con seis o siete niñxs, hay recipientes que nuclean a tres familias que viven juntas, hay dos mujeres mayores que también llevan su olla y así. De lo que no hay dudas es que cada vez son más los hogares donde el hambre crece. Y que es la solidaridad la que le viene haciendo frente.
En los barrios populares, la emergencia alimentaria, que lleva algunas semanas resonando entre las noticias y los discursos de funcionarios a partir del proyecto que se acaba de convertir en ley, no suena: se vive, en la boca, en la panza, en los cuerpos de miles de vecinxs. Y son también esas vivencias las que, a través de movimientos sociales como CTEP, Barrios de Pie o la Corriente Clasista y Combativa, se organizaron y salieron a las calles una y otra vez hasta lograr que, este miércoles, el Senado sancionara la norma que obliga al Estado a dar respuestas al hambre.
— Cada vez hay más tuppers. Ha subido la pobreza: se re nota. Antes, hacíamos de comer, pero no tanto, la familia que antes no venía, ahora viene —cuenta Andrea, una de las vecinas de El Chaparral que sostiene el comedor comunitario, mientras llena de agua una olla que le llega a la altura de la cadera.
El salón Esperanza Popular donde funciona el comedor es un espacio que nació hace tres años a partir de la iniciativa de la Casa Popular Carlitos Reyes, ubicada en barrio Güemes, a unas cinco cuadras de “el chapa”, como le dicen lxs vecinxs a la villa. La idea es que sean espacios abiertos para las necesidades de la gente de la zona, explica Mariano, militante social que integra tanto el salón como la casita popular, y cuenta que, a su vez, estos proyectos forman parte del movimiento político y social Nueva Mayoría, del Frente Patria Grande.
A pesar de que el comedor recibe mercadería del Estado a partir de los logros obtenidos en los últimos años por los movimientos sociales, el aumento de la demanda que se vive desde hace un tiempo en la villa y el aumento de los precios de los alimentos hace cada vez más difícil mantener el lugar.
—Tuvimos que sacar plata de lo que aportamos mensualmente quienes militamos en la Casita Popular para que los tres días las comidas se mantengan a pesar de todo. Por eso, ahora, se nos complica pagar el alquiler y tuvimos que hacer actividades para poder sostenerlo —dice Mariano.
Organizarse frente al hambre
Los números del INDEC, que indican que, en el primer semestre de 2019, la tasa de pobreza alcanzó al 35% de la población, tampoco son números en El Chaparral, sino una callecita de tierra bordeada por casas de chapa o block que desemboca en un canal cubierto de basura.
Mientras corta unas diez cajas de salsa de tomate, Andrea cuenta que el saloncito empezó con la copa de leche, que después empezaron a hacer comida los sábados y que ahora ya sumaron dos días más. Y agrega que, en el barrio, hay otro comedor comunitario que les da alimento a las familias el resto de los días –lunes, miércoles y viernes-.
— Los martes y jueves, nosotras venimos a las tres, cocinamos y, tipo cinco y media de la tarde, damos la comida. Y, los sábados, se juntan a cocinar a las nueve de la mañana y dan al mediodía —cuentan las mujeres que trabajan en el salón.
— ¿Y por qué lo hacen en ese horario? —pregunto desconcertada, sin saber si lo que dan es el almuerzo, la merienda o la cena—.
— Es la cena y mediodía…
La gente de acá está esperando desde el mediodía la comida, porque comen una sola vez. Lo hacemos a la tarde porque algunos chicos van al comedor en la escuela que hay acá, que es a la mañana, entonces, salen comidos. Pero hay mamás que no comen, están esperando. Y hay chiquitos, bebés, que no comen porque no van al colegio todavía.
Andrea dice que, en esta zona, hay como seis chicxs en cada familia y que antes daban de comer acá, en el salón, pero que sólo venían lxs niñxs y los adultxs no comían. Por eso, empezaron a hacer la comida para que las familias traigan los tuppers y coman en sus casas.
Justo ahora, mientras las mujeres nos cuentan todo esto y cocinan como todos los jueves en El Chaparral, el presidente del bloque de diputados nacionales del PRO, Álvaro González, dice en la radio Futurock que, en Argentina, “hambre no hay” y que “todos los comedores están siendo asistidos: hambre es un concepto muy fuerte. Yo creo que no existe hambre, existe una emergencia social”.
De guiso en guiso
Según un informe del Observatorio de la Deuda Social de la UCA, la inseguridad alimentaria total llegó al pico máximo del 35,8%, con niveles de falta de comida severos y un déficit de nutrientes alimentarios que, en sectores bajos del país, llegan hasta el 44%. El problema no es sólo la cantidad, sino la calidad. Y, en “el chapa”, esto también se vive:
— Siempre hacemos guiso, no podemos hacer más que guiso o, como ahora, polenta —dice Brenda, mientras deja las tareas de la cocina por un rato para amamantar a su bebé.
— Los sábados, siempre se hace una comida un poquito mejor, para cambiar el guiso, unas hamburguesas, ponele, o tallarines. Tratamos, con lo que hay y las donaciones, ver qué podemos hacer para cambiarle también el gusto a la gente… —agrega Andrea.
— ¿Y, en el último tiempo, pueden hacer carne u otras comidas cada tanto?
— Muy poco, cada vez menos porque como está la situación…
Vienen más familias y ha subido todo. Antes, podíamos comprar más carne, más pollo y, ahora, menos. La cantidad tienen que ser siempre igual, porque ¿cómo le decís a la gente “te vamos a dar un poco menos”? El tema es que la comida es siempre guiso, polenta.
La solidaridad frente a la emergencia social
Andrea y Brenda son dos de las cinco o seis mujeres que sostienen el comedor comunitario gracias al salario social que cobran por ese trabajo, que les ayuda a subsistir a ellas y sus hijxs.
Esa retribución que permite que hoy exista el comedor en la villa proviene de otra de las conquistas logradas por los movimientos sociales en los últimos años: la ley de Emergencia Social. La norma, aprobada en 2016, creó, entre otras cosas, el Salario Social Complementario, a través del cual el Estado le paga a lxs trabajadorxs de la Economía Popular el 50% del salario mínimo vital y móvil.
Sin embargo, en los últimos años, varias organizaciones dejaron de recibir algunos de estos salarios, algo que también afectó en el saloncito de El Chaparral:
— Muchos jóvenes que necesitaban tenían salario y venían y ayudaban. Pero se les cayó y disminuyó mucho la actividad. Antes, hacíamos otras actividades, como corte y confección, o, los miércoles, nos juntábamos a hacer charlas de mujeres —cuenta Andrea—.
Una chica nueva entra al comedor y se pone a ayudar en la cocina. Viene de Cáceres, el barrio vecino a la villa, y las mujeres explican que es una de las voluntarias que, aunque no reciben salario, siempre se suman a colaborar.
— ¿¿Y no trajiste el tupper?? ¡Andá a buscarlo! —le dicen las cocineras cuando entra.
— Uy, no… me lo olvidé. Pero dejé a mi bebé llorando, así que tengo que volver rápido —responde ella mientras se pone a ayudar con la salsa.
Andrea dice que, además de la comida, hay muchas cosas buenas que se rescatan de lo que sucede en el saloncito:
— Cuando necesitamos algo, acá, en el saloncito, intentamos ayudarnos, unirnos. Por ejemplo, hay dos chicas acá que cumplieron 15 años y pudieron hacer alta fiesta, con un salón, vestido, comida. Esa chica, a pesar de la situación, tuvo unos 15 soñados. Yo no veo la hora de cumplir 15… —dice ella, que ya es madre de varixs adolescentes, y todxs nos reímos.
Atrás del salón Esperanza Popular, hay una cancha donde lxs niñxs juegan al fútbol separadxs por un alambre alto, de púa, de los pabellones de la Comisaría Décima, con la que linda El Chaparral. A veces, cuentan, las visitas de lxs presxs van a la canchita para hablarles a los gritos a sus familiares, que se asoman por alguna ventana.
Entre la cancha y el salón, hay también un pequeño pedazo de tierra cercado, donde un par de patos caminan entre chatarras y donde, hace tiempo, intentaron hacer una huerta, que realizaba uno de los chicos que ya no cobra su salario social. Antes de eso, dice Mariano, habían logrado hacer otra huerta en un una tierra que les prestaba a lxs vecinxs el Hospital Misericordia, ubicado justo frente a la villa. Pero, después de trabajar durante meses para cosechar algunos alimentos, la institución los sacó del lugar para construir ahí dos negocios que dio en concesión.
La crisis económica y la ausencia del Estado atraviesan cada rincón, cada tarea, y sostener los espacios de encuentro, comunidad y contención se vuelve cada día más difícil, tanto en el comedor como en la Casa Popular Carlitos Reyes, que ya cumple seis años trabajando en la zona y que ahora está buscando las maneras de poder seguir pagando el alquiler del lugar.
— En este momento, desde la Casita Popular, tenemos cuatro grandes ejes de trabajo —cuenta Mariano—, que son las tres comidas comunitarias acá en el saloncito, actividades culturales, una cooperativa gastronómica de mujeres que se llama La Unión y forma parte también del MTE (Movimiento de Trabajadores Excluidos), y el apoyo escolar dos veces por semana en la casita. Frente a la crisis del macrismo, dijimos: “bueno, pongamos todas las fichas en estas cuatro actividades y sostengámoslas a pesar de todo lo que pasa”.
Esperanza popular
La ley aprobada este miércoles en el Congreso extiende la Emergencia Alimentaria hasta diciembre de 2022 y designa entre 8.000 y 10.000 millones de pesos a aumentar como mínimo un 50% de los fondos que el Estado destina hoy a programas de alimentación y nutrición. Aunque los montos contrastan con el billón de pesos que el macrismo pretende destinar al pago de la deuda en 2020 en caso de acceder a un segundo mandato, la noticia es un logro de los movimientos sociales que trae alivio a muchos comedores como el de El Chaparral, que ya no podían hacer frente al aumento de los precios y del hambre.
— ¿Cómo creen que va a afectar al comedor esta nueva ley?
— Como mínimo, tiene que aumentar el 50%, o sea que vamos a tener la mitad más de lo que recibimos. Si hasta ahora nos llegaban cinco pollos, ahora tienen que llegar ocho y así con todo—explica Mariano—. Por lo menos, quizás, nos ahorra poner tanta plata que estamos poniendo de otros lados.
Antes, la comida que llegaba nos alcanzaba para dos, tres semanas, y ahora nos alcanza para una y media. Entonces, el resto lo tenemos que cubrir con los aportes que hacen lxs vecinxs, con lo que juntamos en la casita popular y así. Es mejor que nada, pero, obviamente, no alcanza.
— Va a servir para que haya más cosas porque, si no, tenemos que comprar y gastamos un montón —agrega Andrea mientras revuelve la polenta en la olla que está sobre el fuego—. Y, cada dos semanas y media, tenemos que cambiar la garrafa, que ha subido como a 500 pesos. ¿Ves? Ahora ya nos estamos quedando sin gas.
Desde El Chaparral, celebran este paso y dicen que ahora esperan que la ley se efectivice lo antes posible, y que todo lo que promete se cumpla: que se den los aumentos y que se apueste más a la comida para lxs niñxs y la gente mayor.
Las vecinas cuentan que ellas participaron de las últimas marchas para reclamar la emergencia alimentaria. Y Mariano remarca que este logro es gracias a la movilización y la organización:
— A mí me emociona mucho todo lo que se ha hecho, las marchas, que tanta gente en el país que, muchas veces, es discriminada tenga la voluntad, a pesar de todo, de salir y luchar por trabajo, por comida, para sus vecinos y vecinas. Y, encima, que se gane, en una época donde todos los y las laburantes en general perdemos las luchas. Es muy extraordinario lo que ha hecho la gente más marginada en este sistema: la gente que más desprecia Macri le logra ganar cosas.
Un par de jóvenes y mujeres empiezan a acercarse con sus recipientes vacíos al saloncito. Andrea los acomoda en la mesa antes de servir y me dice:
— ¿Ves?, ya sienten el olor a comida y traen los tupper. Y, si no, empezamos a gritar nosotras: LOS TAAAAPEER. Así es nuestra campana. Después, empezamos a repartir. Y gritamos otra vez: YA ESTÁ LA COMIDAAA.
*Por Lucía Maina para La tinta. Imagen de portada: Colectivo Manifiesto.