Habitar La Libertad. Parte 2

Habitar La Libertad. Parte 2
30 agosto, 2019 por Redacción La tinta

Un recorrido por la comunidad campesina que, desde hace décadas, convive en un territorio de 13 mil hectáreas en las puertas de las Salinas Grandes. Un día con mujeres, hombres y niñxs que hacen del campo un lugar donde vivir. Un encuentro con treinta familias que hoy enfrentan, una vez más, el intento de rematarles una parte de su tierra y su libertad.

Por Lucía Maina para La tinta

Somos tierra para alimentar a los pueblos. Esa ya no es la frase inscripta en la gorra de Mario, esa con la que nos recibió en nuestra llegada a Campo La Libertad y que ahora también lleva puesta sobre su pelo corto y canoso. No. Es una experiencia que ocurre en nuestra boca, nuestro estómago, mientras comemos el arroz con pollo que Amalia, su esposa, preparó para nosotrxs y que saboreamos en la galería de su casa, mientras miramos una de las tantas gallinas que tiene la familia caminar sobre la tierra alrededor de una cocina rota y a la intemperie.

Después de almorzar, cruzamos la calle para ir a lo de Daniel, que es, junto a su cuñado Mario, uno de los integrantes de la comunidad que hace más años participa en el Movimiento Campesino de Córdoba (MCC). Yo camino con Nati, que nos acompaña en la visita, y, aprovechando sus diez años, juego a analizar las huellas que encontramos sobre la tierra. Ésta es de ganzo, ésta de caballo, ésta de motos, acá la de un perro. Y así, mientras adivinamos y las suelas de nuestras zapatillas van grabando nuestros propios pasos, pienso que, para describir la vida y la convivencia en este lugar, bastaría con mirar lo que está escrito en este suelo, en su textura capaz de desafiar al tiempo.

Daniel tiene una sonrisa ordenada, perfecta, pero, a la vez, simple y espontánea, que aparece apenas nos ve llegar. Tiene también una nariz ancha y un pelo rígido y negro salpicado de canas. Como la mayoría de lxs campesinxs de la zona, nació y se crió en las tierras que son hoy Campo La Libertad. Uno de sus abuelos vivió incluso acá, en este mismo terreno donde ahora nos recibe y donde siempre compartió un rancho junto a su familia, hasta que, hace algunos años, pudo hacerse una casa de material.


— En el campo, la producción y la vivencia es prácticamente lo mismo: no se puede vivir acá sin producir, no tenés otra forma de ingreso. Y tampoco se puede producir acá sin vivir acá. Hay una convivencia con la producción. Somos unos convencidos de que la tierra nos pertenece y es un derecho, y de que, más allá de que nos cueste y nos lleve tiempo, es parte de nuestra convivencia.


Sus palabras suenan entre el zumbido de las moscas, que, a pesar de que todavía es invierno, dan vueltas sobre la mesa y el mate que circula entre nosotrxs en la galería de la casa, frente a un patio sin nada de césped y lleno de tunas.

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(Imagen: La tinta)

El movimiento

A través del movimiento, como llama Daniel al MCC, han visitado muchas comunidades campesinas y, en todas ellas, las problemáticas son similares a las que se viven en La Libertad: la tenencia de la tierra, la falta de servicios como agua y luz, el acceso a la educación y a la salud.

— Acá, no es fácil que las políticas de Estado lleguen, siempre están pensadas para donde está la masa mayor de gente. Nosotros luchamos para reemplazar el Estado ausente, garantizando algunas cosas desde el movimiento, pero también como vía de negociación con el Estado mismo. Somos persistentes, no es nada fácil, pero tenemos que tratar de armar y garantizar el futuro de nuestras familias —dice Daniel mientras su compañera se asoma detrás de la puerta de la casa. Va y viene, acomoda, toma notas, pero no se acerca.

Aunque vivan a muchos kilómetros de la ciudad más cercana, ellos también tienen derechos, agrega Daniel, pero, a eso, mucha gente de la zona no lo sabe y, si no sabés tus derechos, es muy fácil que venga un político con el verso.


— El movimiento es una herramienta fundamental para poder pararnos ante el Gobierno o la Justicia. No es lo mismo diez personas que cien o mil. La Justicia cordobesa sabe las problemáticas que ha tenido el Movimiento Campesino con la tenencia de la tierra. Contar con la tierra para producir va a ser siempre nuestro mayor logro y, sin la organización, la historia sería totalmente otra y no podríamos estar viviendo en estos lugares.


Pero la historia fue esta: allá por los años 90, lxs habitantes de la zona empezaron a juntarse y armaron un grupo vecinal para conseguir fondos ante alguna urgencia, como trasladar a un enfermo o conseguir remedios. Después, con el subsidio de una ONG alemana, pudieran empezar a producir pollos. Ya por el año 2000, con la ayuda de algunxs estudiantes e ingenierxs agrónomxs, iniciaron el trabajo con las cabras. Y para asesorarlos en esa tarea, llegaron a visitarlos desde APENOC, la Asociación de Pequeños Productores del Noreste de Córdoba, que les contaron cómo estaban organizados. Un par de años después, se juntaron para hacer las perforaciones y garantizar el agua para todas las familias.

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(Imagen: La tinta)

El debate por la tenencia de la tierra apareció recién en el año 2003, cuando lxs vecinxs ya habían empezado a funcionar como comunidad ante otras necesidades. Fue entonces que decidieron declararse como organización, a la que bautizaron Organización de Campesinos Unidos del Norte de Córdoba (OCUN). Un año más tarde, después de conocer experiencias en otras regiones, se juntaron en Cruz del Eje con otras comunidades campesinas y, esta vez, le pusieron nombre a lo que, hasta entonces, eran organizaciones dispersas por toda la provincia: Movimiento Campesino de Córdoba.

Mientras ceba un mate, el cuñado de Mario nos cuenta que, actualmente, con la Provincia, han logrado tener cierto diálogo y avanzar en algunas negociaciones, aunque no en la tenencia definitiva de la tierra. Pero lo que es a nivel nacional, dice, es un desastre total: es el peor gobierno que he visto del 83 a la fecha, no han pegado en una política económica y hay un deterioro general.


A pesar de que en la comunidad logran resolver su alimentación básica mediante la producción, la crisis y el ajuste también se siente en la calidad de vida de las familias. Sobre todo, porque dependen, explica el integrante del MCC, de un mercado regional que se ve directamente afectado por el valor del dólar.


— Nos afecta para comprar los insumos, como el maíz que estaba a 1 peso el kilo y ahora está a 6 o 7 mangos, un 500 por ciento de aumento. Lo mismo el alimento para los pollos. A eso, sumale el tema del combustible, la luz. Y ningún ingreso ni salario aumentó como aumentaron los gastos, entonces, no podemos remarcar esos porcentajes en los productos que vendemos —explica Daniel.

El conflicto

A pocos metros de la casa de Daniel, vive la familia de Marcelo, uno de los cuatro poseedores de tierras que está en conflicto por las 2.800 hectáreas de La Libertad que, desde hace un año, intentan ser rematadas por la deuda que tiene la titular de ese campo, al cual abandonó hace unos cuarenta años, con un grupo de abogados.

Aunque Marcelo sea quien está en conflicto judicial, toda la comunidad se ve afectada, ya que son más de 20 las familias que utilizan el campo en remate para los animales, para leña o colmenas. Es que acá los poseedores formales de las tierras les permiten la utilización al resto de los vecinos, por eso es un campo comunitario, nos aclara Mario, que nos acompaña en la visita.

— Para que te des una idea, en el portón, hay tres o cuatro candados y son los vecinos los que tienen las llaves —dice Marcelo mientras charlamos en la mesa larga de su comedor.

Cuando le preguntamos cuánto tiempo lleva viviendo en estas tierras, se repite, como un déjà vu, la respuesta que dan todxs lxs habitantes de La Libertad: toda mi vida, y mis padres y abuelos también.

— Nosotros somos nueve hermanos y sólo quedamos dos en el campo porque no había tierras para trabajar —dice Marcelo—. Nosotros no queremos eso, queremos estar acá trabajando. La situación de la ciudad es complicada, lo sé por mis hermanos: no tienen casa, tienen que alquilar y tenés que tener un sueldo de 25.000 o 30.000 pesos para vivir. Sumale que irse de acá y conseguir un trabajo no es fácil. A nosotros, si nos dejan sin la tierra, no tenemos a dónde ir, porque no sabemos hacer otra cosa que lo que hacemos acá.


La presencia campesina en esas tierras no sólo es importante por el sustento que implica para las familias, sino también porque su vida, sus conocimientos, su forma de producir, está desde siempre arraigada a este ecosistema. Dicho de otro modo: somos parte de la tierra. Aunque eso, en este rincón del planeta, tampoco es una frase, sino un sentir que recorre el día. Una manera de ser y de estar.


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(Imagen: La tinta)

— Acá cerca, había una estancia que desmontó todo y sembró pasto hasta con avión. Tenía de todo, un lujo. Hoy está perdido, la tierra dejó de ser fértil y no nació nunca más nada. Se perdieron montones de hectáreas y así hay un montón de campos improductivos. A ellos, les fue sustentable por muy poco tiempo y, en dos o tres años, ya no les sirvió más. Nosotros, en nuestra forma de producción, mantenemos un equilibrio. En el monte, si no hay pasto, hay algarroba, mistol, cualquier fruto sirve —dice Marcelo.

Él aprendió los quehaceres del campo desde chico, trabajando con su padre. Y ahora, nos cuenta, le enseña a sus hijxs también, para que vayan aprendiendo, porque, cuando ya no esté, van a estar ellxs para seguir cuidando el campo.

— Yo, a veces, le doy de comer a los chanchos y la ayudo a mi mamá con los cabritos. A los patos, a veces, les tiro maíz… pero no soy de levantarme temprano —interviene Anto, una de sus hijas que está sentada junto a nosotrxs con sus once años y su pelo negro y largo. Y cuenta que la familia tiene ganzos, cabras, vacas, chanchos, cabritos, pollos, gallinas y patos, además de los perros y los gatos.

— ¿Y para qué queremos el campo? — le pregunta Mario.

— Para tener los animales. No podemos tenerlos todos juntos en el patio de nuestra casa, aunque sea grande, no podemos tener las cabras, los chanchos… ¡todos los animales no entran, sería un zoológico! Y nosotros no tendríamos dónde vivir, dónde jugar.

Del mapa a la tierra

Nos subimos al auto para seguir avanzando kilómetros y kilómetros tierra adentro de estas 13 mil hectáreas que desembocan en las Salinas Grandes. Mientras nos sacudimos una vez más entre los saltos del camino que atraviesa La Libertad, Mario, desde el asiento del acompañante, va señalando lugares para ubicarnos: acá, dice señalando a la izquierda, es el campo La Envidia, acá es la Nueva Esperanza, dice ante una tranquera, unos kilómetros más allá. Y así, hasta que nos indica que detengamos el auto: acá es el campo en conflicto.

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(Imagen: La tinta)

Sobre la tierra, Mario se pone a dibujar un mapa, justo frente a la tranquera de entrada, y, entonces, las referencias pasan a ser huellas que intentan reducir a un cuadrado, a un tamaño visible, esta inmensidad.

— Estamos aquí. Ahora, estamos yendo hacia el oeste y el campo es así —dice mientras, con una rama, traza caminos y fronteras—: este lote son 1700 hectáreas; acá está el último lote que nosotros usamos, que son 1500 hectáreas. En total, nosotros usamos esto –agrega señalando una parte del mapa que acaba de dibujar—: La Nueva Esperanza, La Envidia, La Concepción, La Marcela, San Juan. Y acá hay otro que se llama La Salvación. Lo que compraron en el remate hace cinco años es todo esto.


Todo esto son las 8.900 hectáreas del territorio de La Libertad que la Justicia subastó hace tiempo, cuyos títulos fueron compradas por la empresa Petrocord. Sin embargo, la firma solo pudo tomar posesión de 2000 hectáreas que no eran utilizadas por la comunidad, mientras que el resto permanece hasta ahora, resistencias y enfrentamientos de por medio, en manos de las familias campesinas.


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(Imagen: La tinta)

Pero ahora estamos paradxs frente a otro conflicto, el que involucra a Marcelo y el que más preocupa hoy a la comunidad: el territorio de 2.800 hectáreas que se despliega atrás de esta tranquera.

— El lote que está en conflicto esta acá, donde está la perforación que hicimos nosotros, así, con sabiduría, porque, en este lote, hicimos un tanque australiano para dar agua a las vacas —dice Mario en cuclillas sobre la tierra, que sigue concentrando en su dibujo—. Tendría que haberlo hecho en un cuaderno… pero bueno… —agrega mientras se para y empieza a borrarlo con el pie—.

Entonces, volvemos a mirar las dimensiones reales de lo que nos rodea y vemos los cuatro o cinco candados de los que nos habló Marcelo que impiden abrir la tranquera. Unos metros más allá, Mario nos señala un rancho que construyeron dentro del campo y dice que ese espacio es muy importante en el conflicto judicial que atraviesan, porque así demuestran que tienen herramientas de trabajo en el lugar.

— ¿Y, en este campo, hay casas? —le preguntamos.

— No, eso es lo difícil de hacerles entender.


Casas no hay, pero se vive de lo que se produce en el campo, con leña, con animales, con colmenas. Antes, nos hacían creer a los campesinos que la posesión era solo donde tenías la casa. Pero no, la posesión llega hasta donde va la última cabra. Cuando entendimos eso, nos hicimos más fuertes. La tierra es de quien la trabaja, la cuida y la defiende. No de quien especula con ella.


Nuestra siguiente parada es la casa de Ramón, ubicada a pocos kilómetros de las Salinas. Como todxs, Ramón es nacido y criado en esta tierra. Y como todxs, tiene una diversidad de animales. En la entrada de la casa, casi sobre el camino, alcanzamos a ver una alfombra amorfa con pelo negro que cubre un pedazo de tierra. Es un cuero de ternero, nos dice Ramón cuando le preguntamos. Lo uso para hacer lazos, agrega refregando sus manos sobre sus rodillas. ¿Lazos? Sí, para enlazar a los animales: se enlaza a la noche, que es cuando se ve cuál animal es gordo y cuál no —nos explica con naturalidad.

— ¿Y el campo que está ahora en remate está cerca de acá? —le preguntamos.

— Si, somos colindantes. Y los animales míos entran, lo usan por ahí. Las vacas de acá hace años que pasan para allá —responde y sus palabras chocan con un reggaeton que suena en la radio desde la ventana de su casa.

— Hay un campo grande a 500 metros de acá, de 14 mil hectáreas, y a ese lo cerraron. Entonces, los changos de las salinas, que están unos 10 kilómetros más allá, ya no pueden hacer entrar sus animales —cuenta Mario.

— …Y no hacen nada en ese campo. La otra vez, vino la policía y yo les dije: ¿para qué ponen ese alambre si es refugio de los animales? —dice Ramón, y agrega que a los que sí deja pasar la policía es a los yanquis que vienen a la zona a cazar palomas.

El desierto blanco

A partir de la casa de Ramón, la vegetación cambia o, más bien, baja: solo hay unos yuyos que se alzan un poco más arriba del suelo. Es la chilca, explica Mario. El suelo también empieza a transformarse; el marrón claro de la tierra se va difuminando en una capa blanca. El auto avanza y, poco a poco, se adentra en una huella lisa que atraviesa la textura dura, porosa, de este territorio casi lunar.


Entonces sí, ya se impone ante nosotrxs el horizonte blanco: las 600 mil hectáreas que abarcan las Salinas Grandes y que se extiende por las provincias de Córdoba, La Rioja, Catamarca y Santiago del Estero. La imagen engaña, no solo porque su inmensidad es inalcanzable para el ojo humano y porque las distancias parecen más cortas de lo que son, sino también porque ese suelo sólido que vemos esconde grandes lagunas de pocos centímetros de profundidad que aparecen y desaparecen con el tiempo.


Debajo de ese blanco, también se encuentran ocultos minerales, que se transforman en recursos económicos para algunas comunidades que trabajan bajo el rayo del sol para su extracción.

Dejamos el auto junto a un tinglado, la única construcción que se ve en el lugar; una capilla que parece abandonada donde una virgen permanece tras las rejas rodeada de flores y ofrendas. Desde allí, empezamos a caminar entre la sal. Y, otra vez, la escritura del suelo, que acá es todavía más nítida y permanente: la huella de una silla de ruedas traza un sendero que termina en un hilo de agua. La gente viene acá a curarse de reuma, se cubre con barro, explica Mario.

Nuestro compañero de ruta hace de brújula una vez más, solo que ahora, en medio del blanco, su orientación se vuelve vital. Por allá, está Lucio V. Mansilla, allá donde se ven esas costas, dice señalando el borde verde que demarca las fronteras de este territorio. Y por ahí es el camino a Catamarca, pero tenés que ir con un baqueano, sino te quedas en las Salinas, explica Mario y empieza a contar algunas de las tantas anécdotas de turistas que tuvieron que venir a rescatar desde la comunidad y también de algunxs que no llegaron a pedir ayuda y murieron caminando, engañados por las distintas, sin poder regresar.

— ¿Y cuánto se demora desde acá a Catamarca?

— La primera comunidad es Palo Santo y por acá recto, antes de una hora, estás. Y después sale a Casa de Piedra, que debe haber unos 100 kilómetros desde acá. A veces, ahí hacemos reuniones con los changos de Catamarca —dice Mario y comenta entre risas que muchos vienen en motos también y se ponen a correr a los ñandús que hay por acá. Cuando logran cazarlos, se los llevan y los comen.


Nos detenemos unos segundos en el silencio, ante el viento blanco que nos envuelve y el sol que suena sobre el vacío. Después, deambulamos hasta encontrar algún palo y empezamos a escribir nuestros nombres sobre la sal, como niñxs que necesitan decirse entre tanta inmensidad.


Las brujas

Ya con el atardecer, volvemos a la casa y acompañamos a Amalia al corral, que entra con su remera de escote brillante a buscar un cabrito para carnearlo. Mientras Mario se lo lleva y el elegido repite un meee desesperante, una chica de buzo rojo viene corriendo hacia nosotrxs. Es Anto, la hija de Marcelo, que se suma a la tarea. Mario pone el animal sobre una mesa y le sostiene las patas. Entonces, Amalia aprieta su boca con una mano para mantenerla cerrada y, con la otra, le clava un cuchillo en el cuello, mientras Anto sostiene un fuentón debajo y nos dice: con la sangre, se hace guisante, se le pone cebolla, papa, ¡es riquísimo!

— ¿Vos creés en las brujas? — me pregunta más tarde la niña, mientras miramos a Mario sacarle el cuero al cabrito, y sin esperar mi respuesta, dice:— yo sí, porque vi una.

— ¿Y cómo era?

— Era un pájaro, así, que pasó volando.

— ¿Cómo? ¿Es una bruja que se transformó en pájaro?

No, esa es la bruja: el pájaro —responde ella con naturalidad.

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(Imagen: La tinta)

Amalia ya se fue a seguir con otras tareas de la casa y, mientras refriega unas zapatillas sobre un lavarropas antiguo en la galería, conversamos sobre su vida:

— Yo nací allá, cerca de las Salinas. Iba a la escuela ahí, a la primaria, porque secundaria no teníamos nosotros. Y nos veníamos a caballo para este lado —nos cuenta.


Ella también aprendió de niña las tareas del campo: su abuela y su mamá hacían queso de vaca y se levantaba con ellas a las cinco de la madrugada para ir a arrear los animales. Ahora, cincuenta años después, su rutina es parecida.


— A la mañana, yo me voy al corral de las cabras, a ver los cabritos, darles de mamar, después, barremos el corral con mi hijo y tiramos el abono afuera. Ese trabajo lo hacemos casi todos los días, haga frío, llueva, hay que ir lo mismo al corral. Y cuando sacamos leche, también: nos levantamos a las seis de la mañana porque a las ocho viene el lechero. Se la vendemos y él la lleva allá a la zona de Guanaco Muerto, que ahí tienen la lechería.

Con el ruido del cepillo que va y viene sobre las zapatillas, Amalia me explica que, en esta casa, viven ella con Mario y cuatro de sus hijos, porque los demás están en pareja. Una de esas parejas vive en este mismo terreno, en la casa que alcanzamos a ver desde la galería, donde ahora una mujer barre la tierra de la entrada con una escoba hecha de jarilla, uno de los yuyos de la zona.

Igual, de las cabras y los cabritos dispongo yo, si no estoy, no saben qué es lo que falta. Yo los marco porque, a veces, tengo que salir: tengo mi mamá con cáncer y, por ahí, se pone anémica y me quedo yo con ella. A veces, la internamos en Deán Funes.


La madre de Amalia vive cerca de las Salinas y, al igual que para el resto de lxs campesinxs, recibir asistencia en salud es muy difícil. Los hospitales más cercanos quedan a 50 kilómetros por camino de tierra, con lo que demoran al menos una hora en llegar, un tiempo que puede ser crucial en casos de urgencia. Es por eso que, hace tiempo, construyeron un puesto de salud en el campo que comparten como comunidad, allí donde vive Ester, una de las hijas de Amalia y Mario.


Ester es, muchas veces, la encargada de dar respuestas a los problemas sanitarios de la zona, no solo por vivir junto al puesto, sino también porque es quien más sea formado en el tema: ante la ausencia de personal que atendiera emergencias e, incluso, ante la necesidad de enfrentar una enfermedad que tuvo Nati, su hija, cuando era bebé, ella decidió realizar estudios de enfermería y de promotora de salud. En nuestro camino de regreso, antes de despedirnos de La Libertad, paramos en su casa para que nos cuente su experiencia.

Yo hace 11 años que estoy trabajando en el tema de salud acá. Antes, salía a hacer visitas domiciliarias, lo hice por voluntad mía nomas durante 8 años y después me dijeron que no tenía que hacerlo más porque la gente tenía que venir acá al puesto —nos cuenta Ester sentada en su cocina, con su voz grave y seria, mientras nos ceba mates con mucha azúcar acompañados del pan horneado de cada día, el mismo con el que nos recibió en nuestra llegada—. Ahora, sigo atendiendo a la gente acá, cuando vienen o, si no, tienen que esperar a que venga el médico.

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(Imagen: La tinta)

Cada 15 días, un médico atiende a las familias en el puesto de la comunidad, pero esas visitas, dice Ester, no alcanzan, porque solo viene a hacer un control y con una caja de remedios que nunca son los que hacen falta para el momento. El médico, además, ha ido cambiando en el último tiempo, ya que los profesionales abandonan el trabajo por el bajo salario que les paga la Municipalidad de Quilino o porque les cuesta conseguir un vehículo para llegar.


— ¿Y cómo hacen para responder a las urgencias?

— Nosotros acá no tenemos señal de teléfono y, si yo me encuentro una persona accidentada, no puedo esperar a que vean si pueden mandar una ambulancia de Quilino o Cruz del Eje. Tengo que sacarla como pueda, en el vehículo que sea, si lo tengo que pagar de mi bolsillo, lo pago. Siempre acá ha venido un montón de gente que está en la política y les hemos propuesto que nos haría falta un vehículo que corresponda al puesto de salud. Y hasta el día de hoy, no tenemos respuestas de nadie.

Después del último mate y el último abrazo, lxs hijxs de Ester nos abren la tranquera y nos saludan moviendo sus manos sin parar. Mientras las ruedas del auto giran una vez más sobre el surco de polvo bordeado de monte y nos alejamos de La Libertad, intentamos retener en la memoria las palabras de Mario sobre ese nombre que las familias campesinas habitan cada día:

— La libertad es algo muy grande, algo que no todos pueden vivir. Muchos por ahí piensan que la libertad es tener dinero, pero muchos tienen dinero y tienen 50 causas judiciales o están detrás de las rejas. La libertad es poder abrir los ojos cada mañana aquí en el campo, ver la luz de un nuevo día. La libertad es poder estar sano y ver a tus seres queridos, al prójimo, y ver qué es lo que necesita el otro también, que no sé si le voy a solucionar el problema, pero sí le voy a ofrecer mi mano y, cuando uno está en el pozo, cualquier mano es bienvenida. La libertad… creo que es lo mejor que el ser humano tiene.

*Por Lucía Maina para La tinta. Imagen de portada: La tinta.

Palabras claves: agroecología, Campo La Libertad, lucha por la tierra, Movimiento Campesino de Córdoba, Salud Comunitaria

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