El cuento (del) chino

El cuento (del) chino
15 agosto, 2019 por Redacción La tinta

Claudio “El Chino” Olivarez (37) vende la revista La Luciérnaga hace más de 20 años. Pero no fue su primer trabajo: desde más pibe pateó las calles de Córdoba, vendiendo golosinas para ayudar a su familia en medio de la crisis económica desatada en los ´90. Y hoy, para recuperar esa infancia perdida, lidera “Juventud Unida”, una escuelita de fútbol para niños y adolescentes en su barrio de Ciudad de los Cuartetos. Allí, 120 personitas aprenden de primera mano el valor de que los chicos tengan la posibilidad de ser chicos.

Por Facundo Iglesia Frezzini para La Luciérnaga 

A las afueras del histórico bar Sorocabana, en la vereda que aloja miles de pasos diarios de cordobeses apurados y cerquita de la mesa en la que Daniel Salzano sigue escribiendo sus columnas de los sábados para La Voz del Interior, está sucediendo una historia entre montones de historias. En esa esquina aledaña a la Plaza San Martín, con los ojos rasgados que le hicieron ganar el apodo de “Chino” y una sonrisa enorme que le reporta cientos de sonrisas de vuelta, Claudio Olivarez vende con entusiasmo La Luciérnaga, como hace veinte años. Y, cuando llega a su casita de Ciudad de Los Cuartetos, emprende otra labor, completamente distinta, pero con el mismo origen y el mismo destino: el niño interior del Chino creó, para los amiguitos de su hijo y para dos barrios, una escuelita solidaria de fútbol que se llama Juventud Unida.


Esta historia comienza durante otra crisis, la de los ´90. El papá del Chino se quedó sin trabajo y buscó una solución en el fondo de una botella. Claudio tenía seis hermanos y esa situación lo empujó a salir a vender golosinas para apuntalar una economía familiar implosionada, en un país cada vez más carente de oportunidades.


El Chino tenía ocho años. “No es que dije ‘vamos a elegir la profesión de estar en la calle’, sino que fue una obligación”, aclara Claudio, al lado de la estatua de Daniel Salzano.

“Primero, era un rango de 20 cuadras el que podíamos recorrer. Mi vieja sufría mucho cuando salíamos. Y después, de un barrio a otro, llegamos al centro. Y el centro es otro mundo: ahí explorás otras cosas que por ahí no tendrías que conocer. Elegís entre lo blanco y lo negro, y cuando sos chico todo te parece lindo”, reflexiona hoy Claudio, a sus 37 años.

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(Imagen: Amalia Varela)

— ¿Cómo dirías que fue tu niñez?

— Nos faltó tiempo. Íbamos a la escuela, y después teníamos que salir a trabajar. No tuvimos tiempo de jugar. El niño es niño, y tiene que jugar hasta los 15 años, por lo menos. Tiene ese derecho a divertirse. ¡Nosotros nos divertíamos! Pero era distinto: “Cortamos acá, porque nos vamos a trabajar”. A veces, me preguntan qué extraño de cuando era chico. Y yo digo que todo: fue una infancia fabulosa, a pesar de todo. Anhelo volver un día, solamente un día, a ser chico y hacer todo lo que no hice.

— ¿Y hoy qué ves en los niños?


— El otro día, leía un folleto sobre las leyes contra la explotación infantil. Y me preguntaba: ¿cuándo se cumple eso? Si cada vez hay más niños en la calle trabajando. Yo veo a muchos chicos acá, vendiendo…


Y a veces, les digo “¿Qué hacés? ¡Vos tenés que estar en la escuela!”. Y ellos me dicen: “Comprame”. Y yo: “Bueno, yo te compro si vas a la escuela”. Y me prometen que van… esa realidad te mata. Son circunstancias. No culpo a los padres. Y también veo más niños delinquiendo, más niños drogándose… El otro día, vi a un chico medio dormido y le pregunto: “¿Qué estás haciendo?”. Estaba metido en un tarro de pegamento el nene. Volaba. ¡Y al lado de un policía, que no hacía nada!

— Che, ¿y cómo ingresaste vos a La Luci?

— Fue en el 2000. Trabajábamos en la terminal con mi hermano y un grupo de amigos del barrio y, hace poco, había salido en Sorpresa y 1/2, el programa de Julián Weich, que los chicos de la Fundación se habían ido de viaje a Mar del Plata. Y tuvo una repercusión muy grande… Y en la estación había un chico que vendía la revista. Entré y no me fui más.

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(Imagen: Amalia Varela)

— ¿En qué te ayudó la Fundación?

— Me dio muchas cosas y me apartó de muchas otras.


Fue como pasar a ser efectivizado. Vender la revista fue como estar en blanco, y decir “ya no tengo que hacer las cosas mal, no tengo que drogarme”, porque lo respetás como un trabajo. Es que es un trabajo, y muy digno.


Siento que me pongo el traje, la corbata y allá vamos, ¿entendés? Y a través de eso, fui cambiando… Y senté cabeza, y formé una familia: a mi pareja la conocí hace 18 años. Y ahora tengo 4 hijos: una de 17, una de 14, uno de 8 y uno de 5.

— Y hoy, ¿cómo viven?

— En una casita de dos dormitorios. En uno, estoy con mi señora y en otro, los cuatro chicos que -te digo la verdad-, entran a dormir nomás, porque otra cosa no pueden hacer. ¡Entran como un Tetris! Siempre soñamos con seguir creciendo: yo quiero hacer una habitación para la más grande, para que tenga sus cositas. A la casa, la compré usada. Bah, no: la compré detonada. Nunca la pude terminar, por los costos de los materiales, pero yo sigo soñando.

— ¿Uno de tus hijos salió en todos los medios de comunicación, no?

— Sí: Santiago Abraham. Él nació con casi 7 kilos: “El bebé gigante”. Fue noticia a nivel nacional y mundial. Así que fuimos famosos por un tiempito.

El “Chino” no dejó que la fama se le subiera a la cabeza, ni siquiera que le rozara los pies: es que, desde siempre, donde otros ven un negocio, él ve una oportunidad de solidaridad. Donde otros huelen una grieta que ensanchar, él ve un futuro puente.


Donde otros podrían elegir rencor, él elige sanar sus heridas. Con esa filosofía, fundó la escuelita de fútbol Juventud Unida, que al día de hoy utiliza el deporte para enlazar 120 niños y adolescentes de los barrios de 29 de Mayo y Ciudad de los Cuartetos, donde Claudio vive.


— ¿Cómo empezó esa locura?

— A los chicos de mi barrio siempre los veía dando vueltas y siempre hacíamos mate cocido, o les convidábamos algo a los amiguitos de mi hijo. Y me dije: “Le tengo que devolver algo a la vida, ya que Dios me ha dado tanto”. Frente a mi casa, había un sitio baldío. Mientras los chicos esperaban, jugaban a la pelota en la calle, y después se subieron arriba de ese espacio verde a jugar. Y ahí, vi una cancha.

— Donde había un baldío, viste una cancha… 

— Sí. Y después la hicimos realidad: la armamos con ladrillos, conseguimos unos arcos, Y ya eran 10, 20, 30… Y dije: “Bueno, hay que hacer algo”. Nos juntamos con dos o tres amigos más y decidimos crear Juventud Unida. Tenemos 120 chicos en 6 categorías, además de dos categorías de fútbol femenino: sub-14 y hasta 80. Nos fue bárbaro. Muchos chicos se sumaron.

— ¿Cuál creés que fue el mayor logro de la escuelita? 


— Bueno, hay mucha violencia entre los dos barrios: a 29 de Mayo y Ciudad de los Cuartetos, nos divide un playón. El de acá no puede pasar para allá y al revés tampoco. Además, hay muchos problemas de adicciones. Juventud Unida se creó para unir a los niños.


Un ejemplo: “El Colo” y “El Negro” se hacían cagar todos los entrenamientos. Y un día, nos sentamos los tres y le pregunto: “¿Qué problema tenés vos con él? ¿Y vos con él?”. Y empezaron: que mi papá dice tal cosa, que los de allá son todos giles… Entonces, les digo que no se peleen más, porque si quieren jugar en un equipo, tienen que estar unidos. Y hoy en día, son súper-amigos. Tenían 14 y 12. Y ahora tienen 18 y 16. A partir de eso, se ha erradicado un montón la violencia.

— ¡Felicitaciones! ¿Y qué otros objetivos han cumplido? 

— El primer año, cuando entramos, llegamos a la final del torneo que organizaba la Agencia Córdoba Deportes y salimos campeones en una categoría. Fuimos a jugar al Kempes con los chicos. Y sabés lo que era para los chicos ir a jugar en ese estadio: cuando entramos al vestuario, les hablo a los chicos, porque esa era la categoría que dirigía yo; tenían 10 y 11 años. “Bueno, muchachos, hemos llegado hasta aquí, más allá de que salgan campeones o no”, les digo. “Por más que ganen o pierdan, ya le han cumplido un sueño a un chico que no tuvo esta oportunidad que tienen ustedes, de tener un fútbol, unos botines y de pisar este lugar”. Y me preguntan: “Y bueno, profe, ¿quién es el pibe?” “Soy yo”, les digo. Y se emocionaron. Nos emocionamos. Y salieron campeones. Esas cosas, no te las olvidás más. Después, los chicos andaban en el barrio como héroes. Yo siempre digo que esto no se mueve con plata, ni es una inversión a futuro: esto es una inversión al alma.

*Por Facundo Iglesia Frezzini para La Luciérnaga. Imagen de portada: Amalia Varela.

Palabras claves: El juego, Fútbol, niñxs, Pobreza infantil

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