Días sin ti, todo tiene un final
Por Manuel Allasino para La tinta
Días sin ti es la primera novela de la española Elvira Sastre, publicada a comienzos de este año. La historia nos habla de la pérdida con personas que sufren, caen y se levantan para sobreponerse a los latigazos del destino.
Dora, maestra en tiempos de la República, comparte con Gael el camino que la ha llevado a ser quien es. Confiesa sus emociones y secretos a su nieto escultor, que transita los vaivenes de su relación con Marta, una joven bella con una sensibilidad especial.
“El primer año fue de aprendizaje: pasar de ser alumno a ser profesor no es tan sencillo. De ese modo, y con los consejos de mi abuela referentes a la enseñanza en la mente, puse en práctica toda la teoría estudiada y traté de enseñársela a mis alumnos sin dejar de lado la ilusión y la pasión, que creo que son las principales motivaciones de este trabajo. Es importante que los estudiantes no pierdan de vista esos detalles cuando están trabajando en algo que les entusiasma. El segundo año cambiaría mi vida. Con algo más de experiencia, sobre todo en lo que se refiere al trato con los jóvenes, afronté el curso con ganas y el deseo de conseguir buenos resultados entre todos. Veníamos de trabajar los rostros y las expresiones, así que para el segundo curso se me ocurrió la idea de esculpir una figura humana. Dejé mi material sobre una de las mesas y poco después entraron los alumnos. No superaban la media docena y, tras saludarlos, fueron tomando asiento sin dejar de charlar entre ellos. Lo cierto es que la cercanía de edad -ellos estaban en los veintipicos y yo me aproximaba a los treinta-, había ayudado a romper ese bloque de hielo que separa más que acerca al profesor del alumno. El primer día se creó una buena sintonía entre todos y les expliqué brevemente los contenidos de la asignatura en el nuevo curso, así como el objetivo de esculpir una figura humana. Les pregunté uno por uno por qué se habían apuntado a esa clase, sus motivaciones con la escultura y las Bellas Artes y, después de contarles las mías, los despedí hasta nuestra siguiente sesión, y me quedé preparando el material. Minutos después, ya solo en el taller, ordenando las herramientas en la parte de atrás, desde la que no se veía la puerta, oí un ruido y me asomé. Allí se encontraba una chica menuda, algo aturdida pero con una mirada llena de fuerza, con el pelo largo y despeinado. Rozaría los veinticinco años. Me quedé observándola un minuto o un siglo, no lo sé, hasta que de repente ella se acercó con decisión. Sentí un rubor subiendo por mis mejillas. Ella mantenía una expresión sería y el gesto disgustado. Tenías los ojos del color del mar a punto de romper. -Hola, soy Marta. Vengo a hacer de modelo para la clase de escultura, pero me ha costado la vida encontrar este sitio y creo que llego tarde. Joder. Llego tarde, ¿no? -Hablaba rápido y miraba hacia todos los rincones del taller, nerviosa. -Sí, pero no pasa nada, tranquila. Hoy era la primera clase y sólo quería explicarte un poco de qué va y que los chavales y tú os conocierais para coger confianza. Empezamos en serio el jueves, así que tendrás tiempo para aprenderte el camino. -Reí. -Por cierto, me llamo Gael y soy el profesor. –Uf -suspiró, ya más relajada.-Menos mal. Qué bien. Pensaba que serías un estirado. Los profesores… Ya sabes. Nos vemos pasado mañana entonces, no llegaré tarde. Ah y encantada. Yo me llamo Marta, ¿te lo había dicho ya?”
En Días sin ti, Elvira Sastre escribe sobre las heridas, pero también sobre la esperanza y el renacimiento.
Gael encuentra en su abuela Dora la sabiduría y la fuerza para reponerse de las heridas causadas por un amor truncado. Dora es una mujer firme en sus convicciones y en su vocación de maestra, que vivió una hermosa y cruda historia con un joven cubano que murió en la España de posguerra.
“Hay algo en los encuentros pasionales que los hace únicos. No me refiero a la conexión que se crea ni a la unión física de dos cuerpos y todo lo que eso conlleva, ni siquiera a los movimientos acompasados que recuerdan a un baile ensayado, a la sensación de bienestar que dejan en el cuerpo y en la mente o a la pérdida rotunda de cadenas morales y vergüenzas. El sexo te eleva como un proyectil, hacia o -mejor dicho- contra el cielo; te mantiene en el aire unos instantes y te deja caer como una pluma sobre la realidad. El sexo es bello y absoluto porque en algún momento termina y eso permite que vuelva a empezar, y es que todo aquello que acaba posee una belleza que nunca desaparece. Es un viaje de ida y vuelta, un paisaje efímero que desaparece al abrir los ojos. También ocurre con las canciones y con los libros, con los atardeceres, con el amor e, incluso, con la muerte. Es necesario comprender la fugacidad de las cosas para poder atraparlas en el instante justo en que nos pasan por delante. Cuando Marta y yo nos acostábamos, conectaba con ella como no lo había hecho jamás con otras chicas. Cada vez que me rozaba, un relámpago sacudía mi cuerpo por dentro. Encendía algo, no sé el qué, pero yo sentía un brillo nuevo en mi interior. En esos tiempos, para mí el sexo era un revulsivo, una forma de aislarme de mí mismo, cierto descanso mental. Era como abrir la ventana de una habitación vacía, como si conectara de nuevo con el mundo real. Sólo había tenido una novia y fue durante la adolescencia. La mayoría de los encuentros sexuales posteriores que había mantenido habían sido esporádicos. Desde aquella historia primeriza no había vuelto a mostrar un interés especial por ninguna persona, el arte ocupaba mi tiempo y mi mente. Andrés me animaba a encontrar una pareja estable. Sabía que no era como él, que no me servían los encuentros de una noche. Pensaba que alguien como yo, con una pasión tan solitaria y absorbente, necesitaba de alguien que me acompañara y a quien acompañar, que sirviera de conexión entre mi imaginario y el mundo real. Sin embargo, yo mostraba todavía cierto recelo por que alguien irrumpiera en ese lugar sagrado y sufría un miedo insano a que si lo hacía no entendiera mi modo de vivir. Estaba acostumbrado a conocer a amantes del arte, sobre todo en las exposiciones, pero tras varios intentos fallidos por mantener una relación más seria por fin había comprendido que poco o nada tiene que ver amar el arte con amar al artista. Al final, solían huir en cuanto se agotaban la admiración y el frenesí, y descubrían el desorden de una vida dedicada a la búsqueda de algo que no existe, algo que hay que crear. Ante eso, sólo me quedaba la opción de aceptar mi soledad impuesta y dejar la puerta medio cerrada para que no dolieran tanto los portazos. Sin embargo, Marta había invadido mi vida sin pedir permiso y ahí estaba yo, perplejo, esperando dócil el siguiente movimiento”.
Elvira Sastre juega con la complicidad a través del tiempo. La estructura de la novela se forja en la alternancia de las experiencias de dos personajes de épocas muy distintas. Gael es un joven escultor que se abre camino en el mundo artístico y vive un amor apasionado con Marta, la modelo que inspira buena parte de su obra. Cuando la joven decide terminar esa relación, Gael recuerda las enseñanzas de su abuela Dora. Ahí viajamos en el tiempo hacia una época feliz en la que Dora vive junto a su gran y único amor. La guerra y el franquismo acaban con el sueño republicano de España, entonces, ella busca sentido a su dolor en la tierra de su amado: Cuba. En la isla, recupera su objetivo vital, su vocación de maestra.
“No hice preguntas. Cuando Marta me dejó, me quebré por dentro y una nueva herida cruzó mi espalda, convirtiéndome en cicatriz antes de sangrar. El suelo se llenó de cristales. Empecé a beber whisky porque me recordaba a sus labios, pero no era lo mismo, así que seguí haciéndolo en un intento de recuperarlos entre sorbo y sorbo. Cada noche. Parecía una mala copia de un personaje desgraciado de una película, el típico que pierde la noción del tiempo en la barra del bar y al que nadie quiere cerca. Los días ladraban. Las resacas eran tan duras que dejé de ir a clase y no tardaron en despedirme. Con razón. Me dio igual; total, quedaba poco para terminar el curso. Mis alumnos tampoco me necesitaban. Estuve semanas sin dar señales de vida a mis padres y no tardaron en saturarme el buzón de voz del móvil, que me obsesionaba en vaciar por si Marta llamaba. Ignoré de igual modo los mensajes que me mandaba Andrés desde Londres. Después de haberle estado hablando como un adolescente sobre Marta, me avergonzaba confesarle que todo se había acabado así, de repente. No quería revivir aquello. Abandoné todos mis trabajos menos la escultura de Marta, que, incompleta, exactamente igual que yo entonces, me observaba desde una esquina de casa. Estaba tan roto que sentía que me caía dentro de mí mismo. La sensación de hundimiento era horrorosa y, por algún extraño motivo, me sentía más protegido en mi propia miseria que exponiéndome al mundo que ahora quedaba vacío. Sin embargo, no hice preguntas. Marta me dijo que no estaba preparada (<<Sólo tienes que colocarte aquí a mi lado y correr conmigo, no tienes que hacer nada más, en eso consiste, amor>>), que éramos demasiado distintos y no estábamos hechos el uno para el otro (<<Mira mis manos, cómo te hacen, cómo te saben y terminan tus pasos; mira tus ojos, cómo me siguen, cómo encuentran sus respuestas en mí, en eso consiste, amor>>), que le daba demasiado miedo no saber quererme como merecía (<<Mira lo que hago con tu miedo, mira cómo lo cojo, lo aplasto y lo tiro por la ventana, míralo, Marta, mira cómo lo hago, porque en eso consiste, amor>>), que no quería hacerme daño (<<Hazme daño y deja que descanse el dolor, que conozca también el ángulo de tu puño igual de bien que el de tu caricia, que en eso consiste, amor>>), que no podía seguir y tenía que irse (<<Vete, márchate lejos, dobla la esquina como doblas ahora mi cuerpo partido y escóndete el tiempo que haga falta, pero pisa fuerte, tan fuerte que se queden tus huellas marcadas en el suelo y sepas volver, porque en eso consiste, amor, en eso consiste). Pero no, no hice preguntas”.
Días sin ti de Elvira Sastre es una novela que recorre esos caminos por los que todos, en algún momento, tenemos que pasar para comprender que la vida y el amor son sublimes, precisamente, porque tienen un final.
Sobre la autora
Elvira Sastre nació en Segovia en 1992. A los quince años, inaugura el blog Relocos y Recuerdos, y escribe sin cesar, dando a conocer sus versos a través de las redes sociales. Ha publicado los poemarios Cuarenta y tres maneras de soltarse el pelo (2013), Baluarte (2014), Ya nadie baila (2015), y La soledad de un cuerpo acostumbrado a la herida (2016). Elvira colabora con músicos, cantautores y otros poetas, y ha publicado dos libros que combinan la ilustración y la poesía: Tú la Acuarela / Yo la Lírica (2013), en colaboración con la ilustradora Adriana Moragues, y Aquella orilla nuestra (2018), ilustrada por Emiliano Batista (EMBA). En la actualidad, la escritora llena teatros y salas de conciertos con sus recitales poéticos y comparte con los lectores su poesía, vivencias y su mundo personal a través de las redes.
*Por Manuel Allasino para La tinta.