Timote, la causa como algo trascendental
Por Manuel Allasino para La tinta
Timote, secuestro y muerte del general Aramburu es una novela del escritor y filósofo José Pablo Feinmann publicada en el año 2009. En ella, Feinmman, asume un gran compromiso y narra uno de los hechos más complejos y dramáticos de la historia argentina del siglo XX: el secuestro y fusilamiento de Aramburu por parte de la organización Montoneros.
A los 23 años, Fernando Abal Medina, es quien asume en nombre de la organización el juicio y la ejecución del jefe de la Libertadora. En los cuatros días que dura el juicio, el joven fundador de Montoneros y el general Aramburu se interpelan tratando de comprender, encontrar respuestas y hallar justicia en las acciones determinantes que los tendrán como protagonistas antes y después de su breve pero intenso encuentro.
“¿Valdrá la pena analizar este engendro? Aramburu, más título no podía tener. “Señor”, que era sobreabundante. “Teniente General”, que era correcto y el único que se debió haber utilizado. Y, para colmo, la “D” de Don. Aramburu era “Señor” y “Don” además de Teniente General. La cima de la respetabilidad. El hombre de la Argentina institucional, democrática, republicana. Los otros, los montos que lo alejaron de la guitarra, que lo mandaron a tocar el arpa, tenían, en tanto delincuentes, el infame “alias”. Alias Gaby. Alias Manuel. Alias Fernando. Fernando no era el alias de Fernando: era su nombre legítimo. ¿ Por qué no poner El Señor Teniente General D. Pedro Eugenio Aramburu, alias “el Vasco”? No, “alias” tienen los malvivientes. Los hombres de bien no tienen “alias”. Pero el cartel circuló a lo largo y ancho del país. Y las fotos no eran lo que Fernando creyó: berretas, borroneadas, ininteligibles. Su vieja y cualquiera que lo conociera lo habrían reconocido de inmediato. “Ese es Fernando Abel Medina. Seguro, esa cara flaca, esas cejas, esa nariz fuerte, definida, esa boca delgada, esa cara tipo decidido, de tipo que no duda, que se tira a la pileta sin pensarlo ni una ni dos veces, ésa, que nadie lo dude, sólo puede ser la cara de Fernando Abel Medina”. Ahora, el Gordo, detrás del mostrador, sabemos que lo reconoció. Es probable que tenga miedo. Pero el ansia de figuración puede llevarlo a una hazaña: a vencer ese miedo y denunciar. “Vengan rápido. Están aquí”. “¿Seguro que es él?”. “Es él”. “¿Está armado?” “Que se yo. ¿También quieren que lo palpe de armas?”. “Vamos para ahí. Si se quiere ir dele conversación”. El Gordo cuelga. Ya está. A esperar, ahora. Fernando no sospecha, no presiente, no cree en la mala suerte, en las celadas de la realidad. Algo peligroso le pasó desde lo de Aramburu. Nada lo lleva a pensar que está en peligro. Peor: que el peligro tenga algo que ver con él. No pueden matarlo, la Historia lo detendría. No puede morir. Tiene 23 años, ¿quién no se ha sentido inmortal a esa edad? Además, la trascendencia del crimen de Timote lo protege. La historia exige el despliegue de su vida. Él tiene que explicarse. Sólo sus acciones lo explicarán. Si se muere, nadie va a conocer al héroe de esa victoria. Porque eso fue, una victoria. Es como si San Martín hubiera muerto después de Maipú. Imposible. Esa batalla le abría el camino para libertar al Perú. Para enfrentarse a Bolívar. Para perder en Guayaquil. Pero tuvo que seguir vivo para eso. Para negarse a pelear en las guerras civiles argentinas. Eso lo explicó. O él se explicó a sí mismo. Había que conocer al héroe de Maipú. Y la Historia le dio el tiempo de hacerlo. De diferenciarse de Lavalle, por ejemplo. También se lo dará a él. A Fernando. Todos van a saber que no es un asesino sino un hombre que pelea una batalla justa. El país tiene que saberlo”.
El comando montonero fue a buscar a Aramburu a su propia casa. Lo sacaron a plena luz del día y lo detuvieron en nombre del pueblo: él es uno de los máximos responsables de los fusilamientos de José León Suárez en 1956. José Pablo Feinmann no eligió el camino fácil de caer en el lugar común de que Aramburu es el militar gorila y se buscó esa muerte cuando firmó el decreto 4161 que prohibió al peronismo. No está mal recordar que después de 1955 no se podía escribir ni pronunciar la palabra Perón. Si no, que el escritor optó por un sendero sinuoso, nada fácil, y construyó un Aramburu que ante la muerte va a mostrar un rostro sorprendente.
“Hay una primera certeza: el general suele salir de su casa alrededor de las once de la mañana. Pero no siempre. Lo que demuestra que no habrá certezas absolutas. Salvo la de secuestrarlo, pero esa certeza es de ellos. Lo demás, la realidad, no ofrece garantías de ningún tipo. Todo es riesgo, terreno inseguro. El general sale a veces, a veces no. De modo que atraparlo en la calle será azaroso. Y dejar las cosas libradas al azar no es aconsejable. Hay que partir de hechos seguros, que tengan la regularidad del movimiento de los astros. Hoy salió. Mañana, quién sabe. Lo ven desde la vereda de enfrente, desde una sala de lectura, tal vez una Biblioteca, del colegio Champagnat. El general camina tranquilo, no tiene apuro. Está en medio de muchas tramas, tiene demasiados planes. Está en el centro -un centro opaco porque es secreto, conspirativo -de la policía nacional. Quiere que Onganía se vaya. Es un torpe corporativista, un Franco tardío, alguien que no entiende nada. El general, sí. El general entiende. Hay que negociar enserio con el peronismo. El esquema de excluirlo, de marginarlo del juego político debe terminar. No va más. Él lo intentó al principio, en 1955, cuando lo echó a Lonardi, que los respetaba demasiado a los peronistas, que los quiso integrar desde el vamos. Ni vencedores ni vencidos. Un tonto, un flojo, un nacionalista católico con el corazón de un monaguillo ingenuo. Estos nacionalistas apenas si saben hacer bataholas, alzamientos. Después, los liberales tienen que arreglar todo. Gobernar. A Uriburu tuvo que arreglarle el desorden Justo. A Lonardi, él. No, ahí, en el ‘55 sólo era posible la mano dura. O eso le pareció. Tiene que ser posible desperonizar a este país de mierda, se dijo con rencor, con bronca, con sed de revancha. Si no alcanzó con el bombardeo de junio, con el golpe de septiembre, habrá que insistir. Seguir pegando fuerte, donde les duela. Esconderles a la Perona, que no la vean más. Si no, el desastre. Dondequiera que la pongamos irán en manadas a rendirle culto. Otra que la Difunta Correa. No, la difunta Eva, en el país, nunca. Llévensela. Póngala en cualquier lugar del mundo. Aquí, no. Nadie podrá negarle al general el empeño que puso en desperonizar el país. Inútil. El país se obstinaba en ser peronista. Él, que llevó la desperonización al extremo de la muerte, que hizo fusilar al general Valle en una penitenciaría, que no recibió a su mujer, que le dijo que dormía, él, que ordenó o aceptó sin que se le moviera un solo pelo los asesinatos clandestinos, hoy quiere negociar, hablar con los enemigos. Es lo único que resta y lo que sin duda funcionará. Con cautela: primero con los sindicalistas y los políticos democráticos, conciliadores. Decirles con claridad: habrá, pronto, elecciones y ustedes se podrán presentar. Y si ganan tendrán lo que ganaron. Y si es el Gobierno, será el Gobierno. Y si quieren traerlo a Perón, hablaremos. Todo puede ser. Pero en calma. Todos tirando para el mismo lado, el de la democracia argentina, el de la institucionalización. Al general ni siquiera le resulta paradójico que sea él quien se haya puesto al frente de eso. La historia -suele confesarse -nos cambia a todos”.
En Timote, una de las grandes novelas argentinas sobre el peronismo, se cuenta una tragedia en la que todos tienen buenas razones para defender sus actos y, por consiguiente, sus vidas. Los diálogos entre Abal Medina y Aramburu en la estancia La Celma de la localidad de Timote, a 420 kilómetros al oeste de la Capital Federal, son las trincheras desde la que se miden estos contendientes.
“¿Qué podía decirles de Evita? ¿Podrían ellos, mocosos entre 20 y 23 años, entender algo de lo que él les explicara? ¿Ustedes creen conocerla? Yo la vi de cerca, la vi caminar, pararse, estreché su mano incontables veces, vi sus vestidos carísimos, sus zapatos, la escuché hablar, la vi sonreír, nunca la vi llorar. Después vi su rodete, ese traje sastre que se puso como un uniforme, como un soldado en la batalla. La vi empezar a morir y poco faltó para que la viera muerta. La vi volverse pálida. La vi perder la redondez, la salud espléndida, bella, de su cara. Le salieron unos pómulos como rocas. Se le afinaron los labios. Hasta los tobillos se le afinaron, porque los tenía gruesos y eso la atormentaba. Se le transparentaron los huesos de las manos. Su voz se hizo dura. Sólo parecía saber dar órdenes. Hasta que se murió. Después, pese al circo que montó Perón, vi que el pueblo la lloraba de verdad. Ya les voy a hablar del pueblo de Evita. Pero que la quería, la quería. Con ganas, con humildad y hasta con sometimiento, sin vergüenza, sin honor. No se puede querer así a una persona. No le queda a uno lugar para amarse a sí mismo. No le queda orgullo. Vi a ese pueblo entregarse a ese amor hasta perderse, hasta no tener presencia, hasta inmolarse. Si uno les hubiera preguntado qué eran. Qué eran ellos, entienden. Habrían dicho: somos nuestro amor a Evita. Así, ella podía manejarlos como quería. Sé que ustedes dirán: fueron tan lejos en su amor a ella por el odio con que ustedes siempre los trataron. Era la primera vez que recibían amor. ¿Cómo no iban a entregarse a él? ¿Cómo no iban a amar a Eva hasta el punto de no amarse a sí mismos? Sé que ustedes dirán: estaban llenos de amor. Nunca un pueblo amó tanto. ¿Qué les importaba darle todo su amor si tenían el de ella? No necesitaban amarse a sí mismos porque ella los amaba. Con eso era suficiente. Con eso les bastaba. Como verán he pensado la cuestión. Pero hay otro aspecto. Aramburu jamás les dirá lo que él llama el otro aspecto. Aramburu piensa que se pueblo amó tanto a Eva porque era un pueblo ignorante. Porque eran mestizos recién llegados del interior. Cabecitas negras, grasitas, como ella les decía. Un pueblo culto no puede amar así a un gobernante. Un pueblo culto no pierde su dignidad crítica. Nadie puede extraviarse, ahogarse en otro. Sólo un pueblo de brutos, de fanáticos, pudo llegar a un amor tan extremo. ¿Qué puede esperarse de ese pueblo? Demasiado, lo peor. El amor de los fanáticos arrasa con todo. No hay decretos contra las pasiones de los ignorantes. Quien no ha sido pulido, trabajado por la cultura, sólo atesora la pasión, la furia de la barbarie. Sé qué me van a preguntar: por qué la escondimos. ¿Qué esperaban? ¿Qué les dejáramos a esos brutos su Difunta Correa? Para peor, una Difunta Correa vengativa, borrascosa, bélica. No, no estábamos locos. Evita, en la Argentina, habría hecho estallar el país. Habría sido el punto de concentración de todas las rebeliones. El altar de todos los odios. Habríamos vivido limpiando de flores su tumba. Para empezar de nuevo al día siguiente. Y al otro. Y al otro. Habrían ido los curas populares. Habrían celebrado misas tumultuosas. Los más fanáticos vivirían esperando que se levantara de esa tumba para llevarlos a la batalla, al triunfo. Habríamos tenido que cagarlos a palos. O que matarlos. Hoy me estarían juzgando por muchas otras muertes. No por las de Valle y sus compañeros. No por las de los basurales de José León Suárez. Por muchas otras. Por las muertes de montones de negros de mierda, fanáticos, indignos de un país culto como éste. Ya la habíamos aguantado viva. Por suerte, se fue pronto. Aguantarla muerta habría sido demencial. Sé que ahora me preguntarán dónde está. Que la van a querer para ustedes. Para dársela al pueblo. Para iniciar una gran pueblada con el cadáver de la Yegua como bandera. No, ni una palabra sobre eso. No voy a traicionar a mi país. Ni a los míos. La Puta, lejos”.
Timote de José Pablo Feinmann es una novela que con un lenguaje estremecedor y una gran lucidez logra una libertad extrema. Es un thriller político de una fuerza conmovedora sobre los hechos históricos que impactaron en nuestro país en los años setenta.
Sobre el autor
José Pablo Feinman nació en Buenos Aires en 1943. Es licenciado en Filosofía (UBA) y ha sido docente de esta materia en esa casa de estudios. Publicó más de veinte libros, que han sido traducidos a varios idiomas. Ensayos: entre otros, Filosofía y Nación (1982), López Rega, la cara oscura de Perón (1987), La creación de lo posible (1988), Ignotos y famosos, política, posmodernidad y farándula en la nueva Argentina (1994), La sangre derramada, ensayo sobre la violencia política (1998), Pasiones de celuloide, ensayos y variedades sobre cine (2000), Escritos imprudentes (2002), La historia desbocada, tomos I y II (2004), Escritos imprudentes II (2005), El cine por asalto (2006) y La filosofía y el barro de la historia (2008); novelas:Útimos días de la víctima (1979), Ni el tiro del final (1981), El ejército ceniza (1986), La astucia de la razón (1990), El cadáver imposible (1992), Los crímenes de Van Gogh (1994), El mandato (2000), La crítica de las armas (2003), La sombra de Heidegger (2005); teatro: Cuestiones con Ernesto Che Guevara (1999) y Sabor a Freud (2002); guiones cinematográficos: entre otros, Últimos días de la víctima (1982), Eva Perón (1996), El amor y el espanto (2000) y Ay, Juancito (2004). Actualmente dicta cursos de filosofía de inusual y masiva convocatoria. Siempre residió en Buenos Aires.
*Por Manuel Allasino para La tinta. Imagen de portada: Antonio Berni.