Democratizar el sistema agroalimentario

Democratizar el sistema agroalimentario
3 julio, 2019 por Redacción La tinta

La humanidad podrá terminar con el hambre si se logra disputar la hegemonía de las empresas globales que hoy controlan la forma en que se producen y distribuyen los alimentos. Las cooperativas, a partir de su experiencia en la defensa del productor, del consumidor y del trabajador, pueden canalizar la energía de la sociedad que estos objetivos requieren para alcanzar la seguridad alimentaria y proteger al ambiente.

Por Ariel Enrique Guarco* para Cooperar

La humanidad estará en condiciones de terminar con el hambre, objetivo alcanzable con los recursos naturales y tecnológicos disponibles, si con más democracia se logra disputar la hegemonía de las empresas globales que hoy controlan la forma en que se producen y distribuyen los alimentos.

Esto se logrará si los consumidores podemos cuestionar las pautas alimentarias que nos imponen las cadenas multinacionales de supermercados asociadas a la industria alimenticia concentrada, si las comunidades podemos defendernos de las prácticas depredadoras del ambiente propias de los modelos extractivistas y si los agricultores y trabajadores que producimos alimentos podemos potenciar nuestras culturas y saberes con los extraordinarios avances de la ciencia sin someternos a la lógica cortoplacista propia del capital concentrado, degradante de la biodiversidad y sin compromiso territorial.


Las cooperativas, a partir de su experiencia en la defensa del productor, del consumidor y del trabajador, pueden canalizar parte de toda la energía de la sociedad civil que estos objetivos requieren y promover la democratización del sistema agroalimentario como requisito para alcanzar la seguridad alimentaria y proteger al ambiente.


Por democratización, entendemos tres conceptos convergentes. Por un lado, que, en la gestión de las empresas de cada eslabón de la cadena de valor (desde la provisión de insumos al comercio minorista), tengan participación democrática los distintos actores implicados (productores, trabajadores y/o consumidores).

En segundo lugar, que el acceso a alimentos seguros y nutritivos no esté restringido por ninguna razón económica, social o política.

Finalmente, que quienes quieran producir alimentos no se encuentren con barreras de entrada por el comportamiento oligopsónico de la industria o el comercio concentrados ni por la falta de acceso a los recursos de producción (tierra, agua, genética, financiamiento).

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Hacia este objetivo deberían orientarse los esfuerzos de las políticas públicas y los distintos actores de la sociedad civil, muy especialmente del mundo de la economía solidaria del que forman parte las cooperativas. Esto es un mandato ético estrictamente vinculado a la supervivencia de nuestra civilización.

Es ético, porque terminar con el hambre es un requisito básico para el respeto de los derechos reconocidos en la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 y perfeccionados por todos los acuerdos internacionales desde entonces.

Está vinculado con la supervivencia de la civilización porque la desigualdad social es la base de los conflictos internacionales que se han agravado en este momento histórico de muros, chauvinismo, migraciones forzadas y violencia homicida.

Según estimaciones de la ONU para las próximas décadas, en el 2030, seremos 8600 millones de humanos, mil millones más que en la actualidad. Casi la mitad de este incremento (500 millones) corresponde al continente africano, mientras la población de Europa decrece y el resto lo hace a tasas menores.

Es decir que, si no se cumplen las metas acordadas por la ONU en la Agenda 2030, las tensiones sociales se verán agravadas por la simple presión demográfica de los países más empobrecidos.


El mapa del hambre y la desigualdad ya fue descripto y compartido en el 2015 por todas las naciones que subscribieron la Agenda 2030, en el marco de la cual acordaron la necesidad de una “profunda reforma del sistema mundial de agricultura y alimentación si queremos nutrir a los 925 millones de hambrientos que existen actualmente y los dos mil millones adicionales de personas que vivirán en el año 2050”.


Como también se afirmó en el 2015, “una de cada nueve personas en la Tierra no dispone de alimentos suficientes para llevar una vida saludable y activa. La gran mayoría de hambrientos vive en países en desarrollo, donde el 12,9% de la población está subalimentada”.

Esto castiga el presente e hipoteca el futuro: la nutrición deficiente provoca casi la mitad (45%) de las muertes de niños menores de 5 años: 3,1 millones de niños al año. Uno de cada cuatro niños padece retraso del crecimiento y, en los países en desarrollo, la proporción puede ascender a uno de cada tres.

En el mundo en desarrollo, 66 millones de niños en edad de asistir a la escuela primaria acuden a clase hambrientos, 23 millones de ellos sólo en África.

Este mapa del hambre y la pobreza está, en gran medida, superpuesto con las condiciones precarias de vida en las pequeñas explotaciones agropecuarias.


La agricultura continúa siendo el sector que más empleo produce en el mundo. Sostiene la forma de vida del 40% de la población mundial, en particular, en las 500 millones de pequeñas granjas, la mayoría de secano, que proporcionan un 80% de los alimentos que se consumen en la mayor parte del mundo en desarrollo.


Como se manifestó en la Agenda 2030, “invertir en los pequeños agricultores, mujeres y hombres es una forma importante de aumentar la seguridad alimentaria y la nutrición para los más pobres, así como la producción de alimentos para mercados locales y mundiales”.

No se trata sólo del hambre. La mala alimentación impacta en la salud y en el ambiente de países desarrollados y no desarrollados. En la Agenda 2030, la ONU afirma que “a nivel mundial, 2.000 millones de personas sufren sobrepeso u obesidad” y, por otro lado, “la degradación de la tierra, la disminución de la fertilidad de los suelos, el uso insostenible del agua, la sobrepesca y la degradación del medio marino están disminuyendo la capacidad de la base de recursos naturales para suministrar alimentos”.

Poder económico en el sistema alimentario

Modificar esta situación exige repensar el conjunto del sistema alimentario, comenzando por discutir las relaciones de poder entre sus actores.

En dicho sentido, resulta ilustrativo el Konzernatlas 2017, un informe global sobre los consorcios mundiales, realizado por la Fundación Heinrich Böll junto con la Fundación Rosa Luxemburg, la Organización Alemana para la Protección del Medio Ambiente y de la Naturaleza (BUND), Germanwatch, Oxfam y Le Monde Diplomatique.

Este informe nos señala que el grado de concentración del poder económico no es sólo desproporcionado, sino que tiende a agravarse. Por ejemplo, las siete empresas que controlaban la producción de semillas y pesticidas, ahora, son sólo tres: el consorcio alemán Bayer adquirió Monsanto, conviertiéndose así en el mayor fabricante de químicos agrarios del mundo, mientras que las multinacionales estadounidenses DuPont y Dow Chemical se fusionaron, y ChemChina adquirió el consorcio suizo Syngenta. Los tres grupos resultantes controlan el 60% de estos mercados.

Los granos que se producen con las semillas y pesticidas de estos oligopolios, luego, van a un mercado controlado por cuatro consorcios de exportación e importación de materias primas agrarias. Según este trabajo publicado en Alemania, Archer Daniels Midland, Bunge, Cargill y la holandesa Louis Dreyfus Company poseen una cuota de mercado mundial del 70%.

A su vez, estos grupos envían sus materias primas baratas a los gigantes de la producción agroindustrial como Unilever, Nestlé, Heinz, Mars, Kellogg´s y Tschibo.


Como es señalado en ese informe, 50 corporaciones representan la mitad de las ventas mundiales de productos alimenticios. Es una relación que se va agravando de la mano de la nueva ola de fusiones que se ha profundizado desde el 2010, como consecuencia de la crisis financiera.


Solamente en 2015, se concretaron dos fusiones con un volumen de transacción individual de más de 100.000 millones de dólares. Primero, se realizó la fusión de la cervecería Anheuser-Busch con su rival, la SAB-Miller. Luego, la marca de ketchup Heinz se unificó con la productora de alimentos Kraft.

Estos grandes grupos, finalmente, canalizan su producción a través de las cadenas de supermercados globales.

«En Alemania, cuatro cadenas de supermercados cubren el 85% de la venta minorista de alimentos», dice Marita Wiggertale, de OXFAM. «Estas cadenas tienen una función similar a la de un guardián de local, porque determinan quiénes y cómo se producen los alimentos, y cuáles estarán en las estanterías”, añade. Wall-mart, la mayor empresa minorista de la tierra, representa de forma individual el 6,1% de las ventas globales.

La presión de estos grandes grupos se extiende a los productores, quienes trabajan más horas y cobran menos, como se puede leer en el Atlaskonzern 2017.


Allí, también se afirma que el hecho de que haya casi 800 millones de personas desnutridas en el planeta no tiene que ver con la escasez de alimentos, sino que es, fundamentalmente, un problema de distribución. Las cadenas industriales han agudizado el problema en vez de solucionarlo.


Seguridad, soberanía y democracia alimentaria

En la Cumbre Mundial convocada por la FAO en 1996, los gobiernos hicieron pública la Declaración de Roma sobre la Seguridad Alimentaria Mundial, donde reconocían la gravedad de la situación, el derecho de toda persona a tener acceso a alimentos sanos y nutritivos, y la necesidad de que los gobiernos desarrollen acciones articuladas para dar respuestas a un problema que es tan global como multidimensional.

Como resulta habitual en este tipo de declaraciones, la temática del poder no fue considerada. A lo sumo, se remarcó la necesidad de que los gobiernos promuevan un “entorno propicio” para que las iniciativas privadas y colectivas dediquen sus esfuerzos al objetivo común de asegurar alimentos para todos a través de un “sistema de comercio mundial leal y orientado al mercado”.

Desde ese mismo año, impulsado por organizaciones como Vía Campesina, comenzó a discutirse el concepto de soberanía alimentaria, como superador de la seguridad alimentaria, que terminó de definirse en el Foro para la Soberanía Alimentaria 2002.


La soberanía alimentaria «es el derecho de los países y los pueblos a definir sus propias políticas agrarias, de empleo, pesqueras, alimentarias y de tierra de forma que sean ecológica, social, económica y culturalmente apropiadas para ellos y sus circunstancias únicas. Esto incluye el verdadero derecho a la alimentación y a producir los alimentos, lo que significa que todos los pueblos tienen el derecho a una alimentación sana, nutritiva y culturalmente apropiada, y a la capacidad para mantenerse a sí mismos y a sus sociedades”.


Es un debate que no ha concluido, cuyas tensiones se vieron reflejadas, por ejemplo, en la Declaración de Cochabamba de la Asamblea de la OEA de 2012, significativamente titulada “sobre seguridad alimentaria con soberanía en las Américas”.

Las principales diferencias entre ambos conceptos, seguridad y soberanía alimentaria, son dos. En primer lugar, la seguridad alimentaria es neutra en términos de poder. No prejuzga sobre la concentración de poder económico en los distintos eslabones de la cadena alimentaria ni en el comercio internacional de alimentos ni en la propiedad de medios de producción clave, como la tierra. En tanto, el concepto de soberanía alimentaria parte justamente de constatar la asimetría del poder y apela al papel equilibrador del Estado.

En segundo lugar, quienes propugnan la soberanía alimentaria ponen en la mesa de discusión cómo se produce y ponen énfasis en aspectos culturales y ambientales, además de defender el derecho de los pueblos a preservar estas dimensiones.


Lamentablemente, este rico debate, muchas veces, se reduce a las regulaciones del comercio exterior (libre comercio vs. proteccionismo), sin poner en el centro la conformación del poder en el sistema agroalimentario, lo que no permite focalizar los esfuerzos en los aspectos fundamentales.


Nadie puede defender el libre comercio, desde ninguna perspectiva ideológica, cuando los mercados son controlados por oligopolios. De nada sirve tampoco el proteccionismo si desguarnece a consumidores y productores frente a los oligopolios locales.

También es un error reducir todo el debate a las políticas públicas, sobre todo cuando los Estados se encuentran igualmente condicionados por el poder real que maneja al sistema alimentario, fuertemente articulado con el capital especulativo (sin el cual no podría explicarse la ruleta en que se ha convertido el precio de los commodities) y con los medios de comunicación concentrados (que saben defender los intereses de sus anunciantes).

Por el contrario, la seguridad y la soberanía alimentaria deben ser una agenda de toda la sociedad civil. De los consumidores, en defensa de una alimentación sana y nutritiva; de los productores y los trabajadores, por condiciones dignas para ejercer su actividad; y de las comunidades, por su necesidad de desarrollarse en un ambiente sostenible.


Para eso, se precisa la participación de todas las personas involucradas. Eso es la democracia. En síntesis, sin democratizar el sistema alimentario, esto es, sin participación de los consumidores, productores y trabajadores en la gestión de las empresas que lo conforman, no hay ni seguridad ni soberanía.


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(Imagen: Colectivo Manifiesto)

Productores, cadenas de valor y territorios

El cooperativismo agropecuario es una de las expresiones más longevas y consolidadas del movimiento cooperativo mundial. En Europa, su participación en el mercado agropecuario es del orden del 40%. En sectores como el lácteo, esta participación se eleva al 60% y supera al 90% en países como Holanda, Bélgica, Irlanda, Austria, Dinamarca y Finlandia. En la mayoría de los países y de los productos, esta participación es creciente.

Estados Unidos y Canadá cuentan con fuertes movimientos cooperativos en el ámbito rural. En Estados Unidos, 2100 cooperativas agropecuarias integran a más de dos millones de asociados. Su volumen de negocios se ha duplicado entre 2000 y 2012.

En Canadá, el 49% de la actividad avícola, el 45% de los cereales, el 60% de los lácteos son comercializados por cooperativas de productores agropecuarios. Se trata de 1360 cooperativas con 360.000 asociados.

Nueva Zelanda, país de una fuerte cultura cooperativista (el 40% de la población adulta está asociada), cuenta con Fonterra, líder en el mercado lácteo mundial, que representa el 10% de su PBI y el 20% de sus exportaciones. Mantiene asociado al 96% de los tamberos neozelandeses.

La primera cooperativa mundial en el sector agroalimentario es la coreana NH-Nonghyup, seguida por la japonesa Zen-Noh. En la India, existe una central que agrupa a 36.000 cooperativas y a más de cinco millones de productores asociados, especializada en la provisión de insumos, la Indian Farmers Fertiliser Cooperative.

En China, Indonesia y otros países asiáticos, las cooperativas tienen un papel importante en el desarrollo rural. Fueron protagonistas importantes, por ejemplo, para revertir la crisis que sufrió el continente a fines de los años 90. En ese entonces, “se constató el papel estratégico de la agricultura y del sector agroindustrial, donde las cooperativas jugaron un papel crucial y, para muchos países, supusieron tanto una fuente de empleo como de divisas gracias a sus exportaciones”.


En América Latina, las cooperativas agropecuarias también tienen un papel importante en el ámbito rural. En Brasil, hay 1555 cooperativas agropecuarias, con más de un millón de asociados, por las que pasa el 48% de la producción agrícola de ese país. Argentina tiene un consolidado sector con presencia desde fines del siglo XIX. El 22% del acopio de granos se realiza en cooperativas, algunas de las cuales cuentan con instalaciones portuarias propias.


El caso más representativo en este país es la Asociación de Cooperativas Argentinas, fundada en 1922 e integrada hoy por 160 entidades. Comercializa casi 20 millones de toneladas anuales de granos, es la principal exportadora del sector cooperativo y articula una extensa red de servicios de comercialización y provisión de insumos en todo el territorio nacional. En Argentina, también hay una presencia importante en productos industriales como la yerba mate, el tabaco y el vino. En el sector lácteo, la participación es del orden del 30% del mercado.

Cualquier análisis del cooperativismo agropecuario en el mundo da cuenta de organizaciones con una fuerte presencia en el mercado, incluyendo empresas líderes en el ámbito global, como las norteamericanas CHS (granos), Land O´Lake y Dairy of Farmers of America (lácteos) y las europeas BayWa (Alemania y Austria – Granos y energía), FrieslandCampina (Países Bajos – lácteos), Arla Food (Dinamarca – Lácteos), InVivo (Francia – Granos, Vino), etc.

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No se trata de empresas marginales.


El cooperativismo en el ámbito rural ha demostrado largamente su capacidad para construir empresas de gran escala, incluso trasnacionales y competitivas en los mercados más exigentes, a partir de la integración solidaria de pequeños y medianos productores en todas las cadenas de valor. En cualquier estrategia de democratización del sistema alimentario, este es un actor que no puede estar ausente. Es la principal demostración de que, a partir de la gestión democrática, se puede construir empresas competitivas.


En las últimas décadas, especialmente desde los años 90, gran parte del cooperativismo agropecuario ha protagonizado un fuerte proceso de fusiones con el objetivo de ganar la escala que requiere la negociación con los eslabones comercial e industrial de la cadena de valor. Este proceso estuvo asociado a un incremento en el nivel de profesionalización requerido en la gestión de estas empresas, en particular, para atender a la creciente complejidad de los mercados hacia los que están dirigidos sus productos.

El desafío es que esto no desnaturalice a estas organizaciones, cuyo objetivo es la defensa de los intereses del productor asociado. La respuesta a esta encrucijada, en gran medida, está en el sistema de participación que la cooperativa adopte.

No se trata sólo del compromiso y vocación participativa de cada productor, sino de la eficacia de los mecanismos institucionales concretos con que cuenta el asociado para participar en empresas crecientemente complejas, con calificaciones requeridas cada vez más alejadas de la actividad agraria específica e, incluso, con la presencia de inversores externos, como ocurre en muchas experiencias americanas y europeas.

En empresas de gran escala, un sistema participativo eficaz debe incluir instancias de participación adecuadas para garantizar el control de la gestión por parte de los productores de los distintos territorios, un sistema de información que refleje la diversidad de intereses y de localidades que abarca, importantes esfuerzos de educación cooperativa con orientación a la gestión participativa, una fuerte inversión en el desarrollo de dirigentes juveniles.

Los sistemas de participación de estas características permiten hacerse cargo de dos dimensiones que afectan a la realidad de todo productor: cadena de valor y territorio.

Respecto de la cadena de valor, resulta indispensable afirmar el peso de las prioridades de los productores asociados en el marco de la estrategia empresarial de la cooperativa.

En cuanto a la dimensión territorial, es crucial que el productor cuente con espacios de participación adecuados que le permitan ser parte de las estrategias de desarrollo local sostenible.


Esto resulta indispensable si se entiende que parte importante del desafío para lograr “una profunda reforma del sistema mundial de agricultura y alimentación” (en términos de la Agenda 2030) pasa por el fortalecimiento de cadenas cortas de producción y consumo, que expresen los intereses vinculados a la seguridad alimentaria y al desarrollo sostenible de una determinada comunidad local.


Analicemos la experiencia de la cooperativa Agricultores Federados Argentinos (AFA) para aclarar lo que aquí se expresa. Se trata de una cooperativa con 15.000 productores asociados, cuya principal actividad es el acondicionamiento y comercialización de granos. Con un volumen de acopio de cinco millones de toneladas anuales, es la mayor cooperativa de primer grado del país y la segunda por su volumen de exportación.

La cooperativa integra todos los eslabones de la actividad, desde la fabricación de insumos (cuenta con una fábrica formuladora de fitosanitarios) hasta la exportación. De esta manera, logra insertar al pequeño productor en forma competitiva en los mercados globales, al tiempo que garantiza el mejor precio al asociado (“precio AFA”).

La gestión de la cooperativa está descentralizada en 26 centros primarios, en cada uno de los cuales hay una comisión de asociados con responsabilidades en la gestión: contratación y control del personal, organización de los servicios, tarifas, etc. Esto hace que haya aproximadamente 400 productores directamente implicados en la gestión de la empresa, incluyendo el consejo de administración central y las comisiones de cada centro primario.

Esta integración vertical con gestión descentralizada es la que le permite, paralelamente a la optimización logística del negocio principal, el desarrollo de iniciativas de diversificación asociadas a las necesidades y oportunidades de cada una de las localidades donde está inserta. Por ejemplo, su nueva planta clasificadora de legumbres, una planta industrial para la fabricación de aceite, mayonesa y otros productos (que comercializan con marcas propias), una cadena de carnicerías con marca propia (“Carnes de mi pago”), remates feria propios para la comercialización de ganado, instalaciones para la venta de productos propios y de otras cooperativas, etc.

Este ejemplo demuestra que una misma institución puede insertarse exitosamente en los negocios de gran escala y, al mismo tiempo, acompañar al productor en las distintas iniciativas de desarrollo local, asociadas a circuitos de producción y consumo más localizados, al agregado de valor en territorio y a la diversificación productiva de la familia rural.

En esta intersección entre las exigencias de las cadenas de valor globales y la necesidad de desarrollo local sostenible, hay muchas experiencias en el mundo cooperativo, no hay un modelo único para replicar. El punto es que las cooperativas que procuren ser actores de la reforma del sistema mundial de agricultura y alimentación deberían hacer los mayores esfuerzos por incorporar al desarrollo local sostenible como parte significativa de su estrategia en la defensa y promoción de su productor asociado.

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Otra reflexión importante a la hora de analizar el papel de las cooperativas agropecuarias como agentes de la democratización del sistema alimentario es tener en claro la diversidad que presenta el ámbito rural en el mundo. No es lo mismo la realidad del productor capitalizado en un país desarrollado que el pequeño agricultor de un país en desarrollo. Y, probablemente, tampoco sean iguales los modelos de producción y de cooperación aconsejables.

Como ya se comentó, el 80% de la alimentación, en los países en desarrollo, proviene de la pequeña agricultura, actividad que insume el 40% del empleo mundial.


Desplazar al pequeño productor que abastece a su comunidad por un productor incorporado a cadenas de valor globales orientadas a abastecer el consumo de los países centrales es agravar el problema de la pobreza y el hambre, y, probablemente, fortalecer la oferta de productos poco saludables en los países desarrollados.


Resulta, incluso, necesario repensar si los modelos de cooperativas agropecuarias más exitosos son adecuados para los productores más pequeños. Muchas veces, nuestra mayor y valiosa experiencia está focalizada en los aspectos posteriores a la producción primaria, como la comercialización y la industrialización. Sin embargo, cuando el principal capital del productor es su fuerza de trabajo, entonces, es necesario desarrollar experiencias asociativas para producir, no sólo para comprar o vender todos juntos.

Consumidores: interpelar desde la organización al sistema alimentario

El poder económico controla al sistema agroalimentario en todos sus componentes, pero el nudo está en la relación de dominación que construye con el consumidor.


La alianza entre las cadenas de distribución minorista trasnacionales, las empresas concentradas de alimentación y los medios hegemónicos de comunicación construyen pautas de consumo donde la prioridad no es la nutrición, sino la adicción a productos alimenticios estandarizados.


Es necesario tener una mirada crítica sobre esto y preguntarnos si nuestros esfuerzos desde la producción de alimentos son para satisfacer las nuevas demandas de un consumidor más exigente o son para someternos a las pautas de consumo construidas por el capital para maximizar su renta.

Es difícil contestar esta pregunta debido a la opacidad del muro que han construido las multinacionales entre el productor y el consumidor. Lo seguro es que este muro no se rompe sólo con la iniciativa de los productores. Es necesaria la mirada crítica y la organización de los consumidores.

De acuerdo al Informe de investigación: Publicidad de alimentos dirigida a niños y a niñas en la TV Argentina, casi nueve de cada diez alimentos que se publicitan en los programas infantiles tienen bajo nivel nutritivo. Los medios de comunicación buscan convencer a nuestros hijos e hijas para que consuman alimentos que no alimentan.

El aumento de la obesidad en México, de los más rápidos entre los documentados, está íntimamente relacionado con el cambio en los hábitos alimenticios de su población a partir de la firma de los tratados de libre comercio y el desarrollo de su industria de alimentos ultraprocesados.

Cada uno de nosotros, en nuestros respectivos países, es testigo de esta agresión que sufre la salud de nuestras familias. No se trata sólo de países en situación de pobreza. Estamos mal alimentados porque estamos desguarnecidos frente al interés económico del negocio alimentario concentrado.


En este punto, entra en escena un actor importante: la cooperativa de consumo, primer modelo de la historia del cooperativismo. Cuando los pioneros, en plena revolución industrial, no encontraban la forma de contrarrestar la miseria y la explotación, apelaron a lo más elemental: hacer valer su condición de consumidores.


Cuando consumimos, estamos convalidando una forma de producir. No sólo elegimos un producto, elegimos el entramado social que hay detrás de dicho producto. Si esta decisión es colectiva, entonces, puede modificar las relaciones de poder. El consumidor individual no es soberano. La soberanía es un atributo del conjunto, no del individuo.

Estas ideas son las que llevaron a la construcción de experiencias cooperativas muy importantes como las europeas L´Associazione Nazionale Cooperative de Consumatori –ANCC Coop– (Italia), Kooperativa Förbundet –KF– (Suecia) , The Cooperative Group UK (Reino Unido), Consum Coop (España), Coop Retail Chain –KON– (Bulgaria), Suomen Osuuskauppojen Keskusosuuskunta –SOK Corporation– (Finlandia); las norteamericanas National Cooperative Grocers Asociation –NGCA– (EEUU), Calegary Cooperative (Canadá); las latinoamericanas Supermercados Coop (Brasil) y Cooperativa Obrera (Argentina); y las asiáticas National Cooperative Consumers Federation of India –NCCF–, All-China Federation of Supply and Marketing Cooperatives y Miyagi-Coop (Japón). Todas, grandes empresas representativas del movimiento cooperativo de consumo en el mundo.

Como en el caso de las cooperativas agropecuarias, estas experiencias muestran que es posible construir empresas de gran escala, capaces de competir con multinacionales, a partir de la organización solidaria de los consumidores en cada territorio. Por lo tanto, deben constituir un actor central a la hora de bregar por la democratización del sistema alimentario.

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El punto es cómo estas cooperativas pueden canalizar la creciente preocupación social por la forma en que estamos alimentándonos, que se expresa en distintos movimientos sociales y a través de instituciones de la salud, incluyendo a la Organización Mundial de la Salud (OMS).


Es necesario que esta preocupación social se canalice en más organización, más democracia y, por lo tanto, más capacidad para modificar la realidad. En este camino, es central que las cooperativas de consumo, en particular aquellas de mayor presencia en el mercado, puedan incorporar estas nuevas preocupaciones dentro de su estrategia. Muchas han sido líderes en el desarrollo de productos saludables y en la búsqueda de proveedores alternativos, con mayor compromiso con el trabajo decente, la protección del ambiente y el desarrollo local.

Esta es una tarea compleja, debido a que es necesario un cambio profundo en las pautas de consumo de nuestras familias. Las cooperativas no pueden ir más allá de lo que deseen y de lo que decidan sus asociados consumidores. Los principales esfuerzos deben estar en la formación del consumidor y en la construcción de una gobernanza que sea permeable a esta batalla cultural que se libra en el seno de nuestra sociedad.

Paralelamente, es necesario que todos aquellos que invierten sus esfuerzos y compromiso en la promoción de formas alternativas de consumo comprendan la necesidad de avanzar en la construcción de modelos empresarios que disputen el control en la distribución de alimentos. No alcanza con eludir esporádicamente al sistema alimentario dominante. El desafío es construir formas sostenibles que viabilicen el consumo responsable.


En este camino, hay innumerables iniciativas que están explorando alternativas. Las ferias comunitarias, sistemas de certificación, producción urbana de alimentos, acuerdos de provisión entre productores agroecológicos y organizaciones de consumidores urbanos y muchos más ejemplos que constituyen una variedad de caminos que hoy se están recorriendo en distintas culturas y geografías.


Las más interesantes de ellas son las que logran innovar en la relación entre productores y consumidores. Desde la Confederación Cooperativa de la República Argentina (Cooperar), se está desarrollando, desde hace tres años, el programa Alimentos Cooperativos, dirigido a comercializar productos de cooperativas comprometidas con la producción sostenible y a precios adecuados para el consumidor promedio, no sólo para aquellos que estén dispuestos a pagar más por responsabilidad social. Los resultados más exitosos se alcanzan cuando el programa logra sumar a organizaciones de consumidores, proveedurías mutuales, cooperativas de consumo, programas municipales o círculos de consumidores de una determinada localidad.

De igual manera, la central virtual de compras de la Federación Argentina de Cooperativas de Consumo (FACC) alcanza los mejores resultados en la defensa de sus asociados cuando logra articular con proveedores organizados en cooperativas, con la suficiente escala para garantizar precio y volumen, y con demostrado compromiso con la calidad y el desarrollo sostenible.

Quizás muchos puedan caer en la desazón cuando comparan estas experiencias, relativamente pequeñas y muchas de ellas de carácter exploratorio, con la maquinaria de promoción y distribución de alimentos del capital concentrado.

Al respecto, fue potente una reflexión que nos dejó Valentin Thurn en una visita a Argentina. Rememoró que, si bien, hace 35 años en Alemania, los grupos anti-energía nuclear eran vistos con sorna por la mayoría, hoy, este país ha decidido cerrar sus centrales nucleares y es líder en la producción de energía renovable.

Lo decisivo, en su opinión, no fue la denuncia de estos grupos, sino cómo impulsaron la búsqueda de formas alternativas de producción de energía. Esto es, cómo la comunidad, efectivamente, podía controlar la forma en que se producía energía en su territorio. El resultado fue que, cuando la sociedad asumió real conciencia del peligro, en especial, luego del accidente nuclear de Fukushima, ya contaba con formas alternativas de producción.


Cuando la batalla cultural por pautas de consumo saludable y sostenible sea ganada, habrá que contar con formas alternativas de vincular la producción y el consumo. Para eso, hay que comenzar hoy, en cada uno de nuestros territorios, a construir nuevos caminos desde la democracia económica.


Construyendo democracia alimentaria desde los territorios

Es necesario analizar y repensar el tema alimentario desde la realidad de cada comunidad, con su ecología y con su cultura. Revisar nuestra forma de consumir exige un cambio cultural, que debe comenzar por relacionarnos de otra forma con el entorno. La alimentación es nuestra relación más directa con el territorio. Replantearnos nuestra forma de alimentarnos es replantear nuestra relación con la naturaleza, de la que formamos parte como seres vivos.


La brutal disociación entre territorio y consumo que provoca la globalización del sistema alimentario está en el centro de los problemas. Para revertir esto, es necesario que toda la comunidad asuma el problema de la relación entre alimentación, producción y ambiente.


La soberanía alimentaria no puede limitarse a una agenda del Estado con los pequeños agricultores. Poner sobre sus espaldas la tarea de cuestionar y transformar un sistema que nos afecta a todos es injusto, desproporcionado y, claramente, insuficiente.

Hay que sumar a todas las familias en calidad de consumidoras, como ya comentamos al hablar de las cooperativas de consumo. No se trata sólo de cooperativas: las escuelas y distintas organizaciones de la sociedad civil pueden colaborar muy eficazmente en la construcción de un paradigma alimentario menos estandarizado, de mayor compromiso con la cultura local, focalizado en la nutrición y no en adicción a alimentos ultraprocesados.

Esto comienza en cada hogar, cuando las familias deciden dedicar más tiempo a preparar sus alimentos, a cuidar y elegir aquello que afecta directamente su salud, su dignidad y su alegría por vivir. Cuando rompen la subordinación a la maquinaria de la publicidad para empezar a ser protagonistas del trabajo humano de alimentarnos.

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(Imagen: Colectivo Manifiesto)

También hay que sumar al comercio minorista de mayor compromiso con la comunidad, aquel dirigido por los vecinos del territorio, que pueden ser consejeros atentos a las necesidades de la nutrición y del trabajo local. Ese sujeto también debe organizarse a través de redes -cooperativas de minoristas– que le permita tener escala para jugar en el ámbito mayorista y sumarse a estrategias de desarrollo de producción local.

La pequeña y mediana agroindustria también debe comprometerse con esta tarea de democratización del sistema agroalimentario. Derribar las barreras de ingreso al mercado de los alimentos es parte de la tarea de la democracia económica y en ellos debemos trabajar juntos la agroindustria cooperativa con la pequeña y mediana empresa no cooperativa, pero comprometida con el desarrollo local. Tenemos una agenda común frente al poder económico de las cadenas de supermercados globales.

Tenemos una agenda común también frente a los sistemas de control sanitario y bromatológico. Es habitual que las grandes corporaciones condicionen la tarea fiscalizadora del Estado al imponer barreras artificiales -por ejemplo, la excesiva burocratización y centralización- para que el pequeño y mediano productor de alimentos no pueda llegar al mercado.


Superar estos obstáculos permitiría también que las cooperativas de trabajo tengan un creciente protagonismo en la construcción de un sistema alimentario más diverso y comprometido con el territorio. En Argentina, viene aumentando su presencia en los distintos eslabones de la cadena de valor: pequeñas y medianas plantas lácteas, frigoríficos, comercializadoras vinculadas al consumo responsable o solidario, restaurantes, etc. Muchas de estas iniciativas han surgido de procesos de recuperación de empresas abandonadas o quebradas fraudulentamente por sus anteriores propietarios.


Estas experiencias deben ser visualizadas y multiplicadas a partir de la construcción de redes en cada territorio.

No es necesario esperar que la gran industria realice inversiones para poder agregar valor y crear empleo en cada una de nuestras localidades. Hay que derribar barreras y construir redes que viabilicen los emprendimientos del cooperativismo de trabajo y de otras pyme del sector. Seguramente, son muchos los emprendedores que, enamorados de los productos de su tierra y de su cultura, podrían sumarse con entusiasmo a la producción de alimentos sanos. De allí, no de las multinacionales de alimentos, saldrá la respuesta para la construcción de un sistema alimentario diversificado y democrático.

En suma, las cooperativas deben sumar una mirada estratégica que incorpore el objetivo de democratización del sistema agroalimentario y debe hacerlo en diálogo con todos los actores del territorio: familias, productores, pymes, trabajadores, comerciantes, hombres y mujeres de cada nación y cultura que están crecientemente preocupados por su salud y la salud del planeta.

Nuestra generación tiene la responsabilidad de construir un sistema que garantice alimentos sanos y nutritivos para todos. Y esta responsabilidad no puede ser delegada en un sector económico y, mucho menos, en las empresas de la economía concentrada. La respuesta está en mayor densidad democrática, en más empresas que representen los intereses y las necesidades de cada uno de nosotros.

*Presidente de la Confederación Cooperativa de la República Argentina (COOPERAR)

**Por Ariel Enrique Guarco para Cooperar

Palabras claves: agroecología, Alimentación, cooperativa, Inseguridad Alimentaria, Monsanto, soberanía alimentaria

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