¿Cómo hablar de la (nuestra) extinción?

¿Cómo hablar de la (nuestra) extinción?
25 junio, 2019 por Redacción La tinta

Por Violeta Ramírez para La tinta

Esta semana, me tocó vivir algo inédito. Mi padre (70 años) me llamó a París el domingo a la tarde para que le hable de la crisis ecológica. Hacía una semana, en otra conversación dominical, él me había preguntado si yo (36 años) pensaba tener hijos. Yo le había contestado que no, que no concebía en este contexto ecológico traer vida al planeta. Que los humanos éramos ya demasiados y que nos íbamos a reducir drásticamente en las próximas décadas, que para qué crear una persona que sí o sí iba a tener que vivir y ser testigo de cosas espantosas. En ese momento, mi padre me respondió con un mensaje apaciguador, a la medida de su rol: que quizás mi visión era un tanto exagerada, que, en todo caso, mi descendencia, educada a conciencia, iba a ayudar a que esos conflictos se resuelvan mejor. La conversación había terminado ahí, y una semana más tarde entonces, mi papá me volvió a llamar para que le dé las explicaciones faltantes. Mi respuesta le había parecido, en realidad, dramática y quería saber a qué me refería con ese escenario ecológico catastrófico que le había anunciado. Entonces, le conté. Mi pareja, que escuchó la conversación de refilón, me dijo que mi papá nunca más me iba a llamar, después de todas las atrocidades que le había dicho; mi padre me dijo que, si me había llamado, es porque estaba preparado para escuchar.

Comencé un doctorado en antropología social en Francia hace ya seis años. En ese momento, el movimiento de la Transición, surgido en Inglaterra, estaba en plena expansión en los países del Norte global. Se proponía un pasaje de sociedades globalizadas altamente dependientes del petróleo a sociedades postcarbono, locales, resilientes. El quid de la propuesta era que fueran los ciudadanos comunes, y no los políticos, los que imaginaran cómo esa transición podía llevarse a cabo en su territorio (creando monedas locales, produciendo alimentos y energía en las zonas urbanas y periurbanas, etc.).

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Acción de desobediencia civil en La Defensa. Centro económico de París (Imagen: Violeta Ramirez)

El proyecto de una sociedad local empoderada debía entusiasmar a los ciudadanos lo suficiente como para que renuncien voluntariamente a ciertos hábitos consumistas y globalizados, y cambien sus modos de vida. Mi investigación doctoral terminó centrándose en la idea de sobriedad energética: consumir menos energía (en el transporte, el hábitat, la alimentación, etc.) por la propia moderación. Esto aplicaba a los movimientos ciudadanos como el de la Transición, pero también a individuos sueltos que habían decidido consumir de manera alternativa por convicciones ecologistas/políticas. Hice, entonces, mi trabajo de campo sobre familias e individuos que intentaban producir sus medios de subsistencia y de reproducción ellos mismos (sus casas, su alimento, la educación de sus hijos) y, sobre todo, que hacían un trabajo (psicológico, filosófico, antropológico) de reducción de las necesidades de consumo. Hasta aquí, yo trabajaba con la idea de dar visibilidad a esas formas de vida más amigables con el medio ambiente, para que sean conocidas e imitadas por el resto de la sociedad.

Con esa motivación, realicé una película documental en Francia (Los nuevos modernos) y armé los contenidos para una serie documental en Argentina (Autosustentables, producida por Canal Encuentro). Hasta aquí, creía que la fábula del colibrí (cada individuo contribuye con su pico cargado de agua a apagar el incendio) podía funcionar, aún si el modelo de producción capitalista era avasallador.


Mi visión del asunto cambió en el último año, si bien las informaciones que motivaron el cambio están disponibles hace ya varios años. Dentro de los movimientos ecológicos ciudadanos, el paradigma de la Transición ha dejado paso, poco a poco, al del colapso civilizatorio (incluso, una nueva disciplina, la “colapsología”, ha surgido en los últimos años para cruzar datos provenientes de disciplinas diversas para entender el colapso de una civilización). Esta idea de derrumbe civilizatorio encontró su confirmación en el último informe especial del GIEC (Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático), de octubre de 2018.


La información allí presentada demuestra que las sociedades se encuentran en una trayectoria de emisiones de gases de efecto invernadero que superará con creces el máximo de 2 grados que se había fijado durante la COP21 (2 grados de aumento de la temperatura media en 2100 con respecto a las temperaturas preindustriales). El GIEC había informado que, si bien las consecuencias del aumento a 1,5 eran ya desastrosas para los ecosistemas (aumento de las temperaturas extremas, de las sequías y de las lluvias torrenciales, declive en hasta 70% de los arrecifes de corales, etc.), un aumento a 2 grados tendría consecuencias aún más nocivas y hasta impredecibles. La actual curva de emisiones de las sociedades significaría un aumento de temperatura de entre 3 a 5 grados en 2100 con respecto a la era preindustrial, lo que volvería a la Tierra inhabitable. En enero de 2019, una ola de frío invadió la ciudad de Chicago y las temperaturas cayeron a 50 grados bajo cero. Algunos días más tarde, al otro extremo del planeta, temperaturas 100 grados mayores que en Chicago ocasionaron incendios sin precedentes en Australia. Tanto las imágenes de los incendios como de la ola polar son apocalípticas.

Esta misma idea de colapso ecológico fue anunciada claramente en el informe del IPBES de mayo de 2019 (el IPBES es la Plataforma Intergubernamental de Ciencia y Política sobre Biodiversidad y Servicios de los Ecosistemas, más popularmente conocida como “el GIEC de la Biodiversidad”). Los resultados de este trabajo realizado a lo largo de tres años aparecieron en todos los diarios del mundo, con titulares tan dramáticos como: “Un millón de especies amenazadas de extinción a un ritmo sin precedentes” (El País), “Human society under urgent threat from loss of Earth natural life” (The Guardian), “Humans are speeding Extinction and altering the natural world at an ‘unprecedented’ pace” (The New York Times). Algunos de los datos publicados por el IPBES son: desde 1992, las zonas urbanas en el mundo se duplicaron; la contaminación por plásticos se multiplicó por 10 desde 1980; hay 1 millón de especies amenazadas de extinción en las próximas décadas, es decir, una especie de cada ocho está en peligro inminente de extinción; para el caso de los mamíferos marinos, esta proporción de riesgo de extinción inmanente es de una de cada tres especies; alrededor de 560 razas de mamíferos domésticos desaparecieron sólo en el año 2016.


Estamos, entonces, atravesando la 6ta Extinción masiva de especies (la primera después de la desaparición de los dinosaurios ocurrida hace 65 millones de años), que posee una singularidad con respecto a las cinco precedentes: el lapso de tiempo en el que se da no son miles de años, sino apenas 200. Las consecuencias de la extinción masiva de especies para la especie humana son evidentes: sin polinizadores, sin peces o llenos de plástico, con temperaturas medias de 50 grados, sin microrganismos en los suelos, no habrá suficientes alimentos ni agua potable ni superficies habitables para la mayoría de humanos que hoy pueblan la Tierra.


En paralelo a estas informaciones científicas, eventos sociales y políticos en torno a la emergencia ecológica en Europa trazaban su propio calendario. En Francia, en agosto de 2018, el ministro de la Transición ecológica, Nicolas Hulot, invitado a una emisión de radio matinal, tomaba la decisión al aire de renunciar a su cargo. “No voy a mentirme más”, decía, al tiempo que denunciaba la falta de medios y voluntades puestos a su servicio para llevar adelante una verdadera transición ecológica, que pueda hacer frente a los lobbies. Hulot deploraba también la falta de presencia de la población en las calles para apoyar su gestión (“¿dónde están mis tropas?”, exclamaba). Este mensaje sensibilizó a una parte de la sociedad francesa y las marchas por el clima que se hicieron en adelante contaron, en efecto, con un poco más de manifestantes, pero nada que cambie la balanza.

Lo que sí cambió la balanza política internacional en ese mismo mes de agosto fue la aparición en la arena pública de una joven adolescente de nacionalidad sueca. Greta Thunberg tiene 16 años y comenzó a manifestar frente al Parlamento sueco con un cartel de cartón que decía “huelga escolar por el clima”. Greta cuenta, en entrevistas, que pasó varios años de su pubertad con depresión cuando tomó conciencia del colapso ecológico que se avecinaba. Leyó y se informó mucho, y, después de haber hecho un trabajo doméstico destacable (transformando la dieta alimenticia de toda su familia y convenciendo a sus padres, dos artistas reconocidos, de dejar de tomar aviones), salió a manifestar a la calle. Su manifestación individual dio lugar al movimiento Fridays For Future. Greta encarna con vehemencia, coherencia y absoluta determinación un discurso que bien podría ser de sentido común: ¿cómo es posible que, con la información que tenemos acerca del cambio climático en curso, no estemos haciendo nada para detenerlo? Se dirige especialmente a los gobernantes y organismos internacionales, que no paran de organizar cumbres para discutir de estos temas sin tomar ninguna medida considerable al respecto (ni respetan los acuerdos que ya firmaron).

Gracias a ella, tendré el gusto de ver, en febrero de este año, una movilización sin precedentes históricos, que me llenará de esperanza por (sólo) algunas semanas. Miles de jóvenes y niñes marchan en París, llenando las calles de gritos y pancartas que evidencian una toma de conciencia profunda de la urgencia ecológica. “We have no planet B”, exclaman, a los adultos que los miran desfilar con orgullo y, probablemente, con vergüenza. Desde aquel primer viernes, los estudiantes marchan cada semana organizando un faltazo general que denominan “lecciones” (que los jóvenes dan a los adultos). Con asombro, observo cada semana con qué rapidez estos jóvenes comprenden y se apropian de ideas que a mí me llevaron años de estudio: “Lección 1: Huelga por la urgencia ecológica y social”, “Lección 2: Huelga por el decrecimiento energético”, “Lección 3: la Revolución alimenticia”, “Lección 4: Ecología y feminismo”. En paralelo a las huelgas estudiantes, cuatro grandes ONGs (entre ellas, Greenpeace y OXFAM) lanzan en marzo, en Francia, un proceso judicial contra el Estado nacional por “inacción” frente a la urgencia ecológica. Esta acción judicial, autodenominada “El caso del siglo”, goza de bastante mediatización gracias al apoyo de importantes celebridades (Juliette Binoche, Marion Cotillard), pero no prosperará frente al rechazo del presidente Macron de ser juzgado por la justicia.

«Desobedezcamos»: el llamado a la desobediencia civil (Imagen: Violeta Ramírez)

Mientras tanto, otro tipo de acción viene ganando legitimidad y organización entre los militantes ecologistas de diversos grupos: la desobediencia civil no violenta. Este tipo de acción, que ha sido utilizada por distintos movimientos a lo largo de la historia, es ahora prodigado abiertamente en los discursos de las marchas de estudiantes y de los líderes ecologistas. Las marchas y los discursos no alcanzan, dicen, hay que subir el tono de la protesta, comprometer los cuerpos y la libertad en acciones reales que ataquen el funcionamiento del sistema.

Extinction Rebellion aparece públicamente en octubre de 2018 en Londres. El movimiento, fundado principalmente por investigadores que aportan evidencia científica alarmante, se había estado preparando durante tres años antes de reunir algunos miles de interesados en pasar a la acción. Desde octubre de 2018, la mecha de Extinction Rebellion prendió en varios países del mundo. Aquí, en Francia, el movimiento existe desde noviembre y hace su declaración pública en marzo de 2019 (simbólicamente, se hará enfrente a la Bolsa de París). En este acto abierto, se invita a miembros del GIEC, colapsólogos y militantes a contar al público la seriedad de la situación ecológica. Lo que me asombra y me conmueve de este acto es el tono de esos discursos y lo que genera en el público. La mejor forma que encuentro para describir este acto es por su parecido con un funeral. Se habla de escenarios climáticos apocalípticos, de migraciones y muerte de poblaciones humanas, de aceleración sin precedentes de la desaparición de especies. Y allí estamos, algunos centenares de personas escuchando todas esas violencias aberrantes ejercidas por los humanos a las otras especies y que pronto recaerán masivamente sobre nosotros mismos. Era el funeral de la vida sobre la Tierra y el sentimiento era de desolación, impotencia, pérdida, tristeza. También, como en todo funeral, el consuelo aparecía encarnado en los vivos, en las miradas y en el tacto humanos, en algunas sonrisas y en la certidumbre de un presente y un destino compartidos.

En abril, el centro de la acción será en Londres, donde miles de manifestantes de Extinction Rebellion sostienen, días y noches, cortes de calle, atadas entre sí o a las puertas o camiones, con un saldo de mil personas arrestadas. El objetivo es logrado: gracias a estos “disturbios ocasionados”, el tema de la urgencia climática aparece ininterrumpidamente en los medios y culmina el 1ero de mayo con la declaración por Gran Bretaña de la emergencia climática (aunque todavía no se entiende qué significa esta condición, ya que, el mismo día, la Alta Corte de Inglaterra autoriza la construcción de una tercera pista en el Aeropuerto Internacional de Londres). Esta insurgencia y sus resultados dejan un leve manto de esperanza acerca del poder de autodeterminación de los ciudadanos. Pero, al mismo tiempo, sabemos que nos estamos quedando sin tiempo.


Cuando le conté a mi padre en qué consistía la crisis ecológica y las consecuencias que iba a traer en el mediano-corto plazo, me dijo, “pero hay que detenerlo! Si esa es la consecuencia, si nos podemos extinguir, hay que hacer lo que sea necesario para evitarlo”. Yo, entonces, le expliqué la magnitud de los cambios que serían necesarios: dejar de desplazarse en avión, casi nada en auto, cambiar de alimentación, cambiar la agricultura, reducir el consumo de electricidad, relocalizar la producción, dejar de producir plástico… Le dije que esos cambios de modos de consumo y de producción se pueden ir dando a medida que la gente tome conciencia y con ciertos incentivos/restricciones. De hecho, en los años que hace que vengo observando estas prácticas para mi investigación, he visto una evolución de hábitos de consumo. Pero estos cambios son muy lentos y, sobre todo, los dirigentes de los países, que son los que deberían imponer las restricciones y acelerar el cambio de modelo, jamás van a sacrificar su poder para tomar medidas antipopulares o que vulneren el poder de los grandes poderes económicos y financieros. Así que es, lamentablemente, muy probable que no logremos hacer a tiempo los enormes cambios que necesitaríamos.


A pesar de las cifras dramáticas y de la señal de alerta científica, la conciencia sobre el peligro que esto representa para la vida humana sigue siendo postergada. Cual avestruces, los humanos esconden ojos y oídos bajo la tierra para no ver y escuchar lo que está sucediendo. La llamada de mi padre fue sorprendente porque es la primera vez que alguien me comunica una necesidad de conocer lo que está pasando, aun sabiendo que lo que va a escuchar lo va a incomodar profundamente. En general, la gente no quiere saber, rechaza de manera consciente o inconsciente la información sobre el medio ambiente. La asociación entre cambio climático, desplome de la biodiversidad y supervivencia de la especie humana sigue siendo minimizada por la clase política, por los medios de comunicación y en las conversaciones de la gente común. Esta asociación es apenas mencionada, tanto desde el punto de vista de la causalidad (la especie humana como fuerza de cambio y de destrucción masiva, origen de la extinción de especies y del cambio climático) como desde el punto de vista de las consecuencias (la extinción de la especie humana como consecuencia de la extinción de las otras especies y de la alteración del clima). Para la mayoría de las personas, el tema ambiental sigue siendo percibido como externo a su existencia: demasiado pesimista o demasiado abstracto como para interesarse en él.

La noticia de la probable y cercana extinción de la humanidad es muy difícil de digerir. Es como si nos hubieran informado individualmente que tenemos una enfermedad terminal y que nos queda poco tiempo de vida. Imaginamos cómo será cuando la enfermedad comience a manifestarse, cuando nuestro cuerpo y funciones vitales empiecen a deteriorarse. Nos da miedo y nuestra vida aquí y ahora pierde, por momentos, todo sentido, frente a la gravedad de los hechos que vendrán. En realidad, existe una posibilidad remota de cura de esta enfermedad, pero el tratamiento debe ser comenzado ya y lo deben hacer al unísono las 7 mil millones de personas que habitan el planeta, guiados y regulados por líderes políticos que hoy no están dispuestos a enfrentar ningún cambio radical del sistema que tanto confort nos ha brindado a los humanos (o a algunos) en los últimos 70 años.

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«Usted muere de vejez, yo no tendré esa suerte» (Imagen: Violeta Ramirez)

*Por Violeta Ramírez para La tinta / Imágenes: Violeta Ramirez.

*Violeta Ramírez nació y creció en Buenos Aires, y vive actualmente en París. Es antropóloga social y visual (UBA, EHESS, Universidad Paris Nanterre).

Palabras claves: contaminación, Ecología

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