Matate, amor,  la demolición de la familia tipo

Matate, amor,  la demolición de la familia tipo
15 mayo, 2019 por Gilda

Por Manuel Allasino para La tinta

Matate, amor es una novela de la escritora Ariana Harwicz, publicada en el año 2012. En ella, se hace una crítica frontal a los lugares comunes en torno a la familia y las relaciones convencionales. Harwicz, a través de una prosa hecha de violencia, ironía y erotismo, nos tira por el suelo la idea romántica del matrimonio y el sueño moderno de vivir fuera de la gran ciudad.

En Matate, amor, ningún personaje tiene nombre. Hay una mamá, un papá, un bebé, abuelos, un bosque y animales silvestres. Con ese escenario, Ariana Harwicz nos sumerge en la historia de una mujer de mente inquieta y espíritu apasionado, con estudios universitarios que ya no necesita y en una tierra que no le es propia. Poco a poco, para esa mujer, todo comienza a transformarse en un infierno.

matate-amor-harwicz“Estoy en el cuarto del niño iluminada por una lucecita celeste, veo mi pezón que lo sacia a cada sorbo. Mi marido, me acostumbré a llamarlo así, fuma afuera, puedo escuchar el soplido del humo a un ritmo regular, fffff,fffff. El bebé se atraganta con mi leche y lo inclino sobre mí para que eructe, ese aire que queda atrapado en su estómago, aire de mi leche, aire de mi pecho, aire de mi interior. Después del eructo cae en peso muerto, le cuelgan las manos, los párpados se espesan, su aliento se aletarga. Lo acuesto abrazado a mi bufanda y mientras lo enrollo, Isadora Duncan. Quién tiene qué vida. En qué cuerpo estás. Dejo de escuchar el humo entre los dientes de mi cónyuge. Tiro el pañal pesado.  Camino hacia el ventanal, siempre juego a que lo atravieso y me corto entera, siempre quiero cruzar mi propia sombra. A punto de estrellarme, me detengo, abro. Afuera mi marido larga un chorrazo color mate, puedo ver las gotas calientes y amarillentas sobre la chapa del garaje dibujando una cascada. Se da vuelta, me sonríe con las manos en el sexo laxo y chorreante y apaga el pucho que tiene en la boca con su cascada de pis.  ¿Miramos las estrellas? Nunca supe cómo explicarle que no me interesan las estrellas. Que no me interesa lo que hay en el cielo. Que no me importa su telescopio que ahora lleva con dificultad al fondo del terreno, casi en la bajada al bosque. No quiero contarlas, descubrir sus formas, ver cuál es más brillante, saber por qué se llaman las Tres Marías o el collar de perlas o la cacerola con mango largo. Él instala su joya de tres patas. Mi marido es un tipo entusiasta. ¿Ves el collar de perlas? Sí, cariño. Mirá esos puntos luminosos, titilantes, ¿no querrías comerlos con la vista?, son tan chiquitos, y pensar que en verdad son masas enormes. No, pensé, no me gustan las distorsiones. Ni ópticas ni sonoras, ni sensoriales, ni olfativas, ni cerebrales, no me gustan los objetos negros del cielo. A mí me llenan de energía, dice. Mirá esa constelación y tratá de saltar de una estrella a la otra como si cruzaras un puentecito de troncos movedizos….¡y mirá esa cara, como de esqueleto! Su exaltación me hace daño. Me abraza por el hombro. Hace meses que no nos abrazamos”.

La protagonista busca desesperadamente liberarse de lo que se espera de ella en su rutina de madre, esposa y dueña de casa con un hijo concebido a la fuerza. Es por ello que, con frecuencia, escapa al bosque, se revuelca en la tierra y se masturba entre pastizales ante la mirada protectora de un misterioso ciervo.

“Mi primer recuerdo con el bebé fuera de mí es en la galería de mi casa. Cae la noche y empieza el declive, la agitación, un estado alterado. Me da miedo el daño que le pueda hacer al recién nacido y por eso me quedo en la silla de mimbre contando luciérnagas o la cantidad de veces que se oye el grito de algún animal. Sin ir a sentarme a la mesa cuando me llaman para comer, todavía restos del festejo navideño, ni frente a la chimenea cuando la familia se reúne como ahora.  Oigo los tenedores entrando en las bocas, los escucho tragar mientras voy perdiendo la cabeza, pero ni siquiera sé si es así. Nadie lo sabe. Ni yo, ni mi hombre, menos un médico. Mi suegra es adicta, estornudo y ya quiere llamarlos. Los ama, los idolatra. Creo que dice médico y se moja.  No sé qué cree que puede hacer frente a un páncreas destruido. La cabeza se me aplana, se pierde en la orilla. Cuando me digne a entrar la comida estará fría en la mesada y habrá una nota de puño y letra “que cenes rico, te amo”. Al final de la noche tengo tanta rabia acumulada que podría beber hasta el paro cardíaco. Eso me digo pero no es verdad. No podría bajarme ni media botella. Esto son mis días, un atascamiento continuo. Una lenta perdición. Ahora mi suegra está sirviendo el postre, la cuchara raspa el fondo del bol. Peras al coñac, o al chocolate. La gente ya no se pregunta por qué no me siento con ellos. Por qué ya no comparto la cama, ni la mesa, ni el baño. A veces salgo a dar patadas al aire y aunque descubriera que mis suegros me espían desde la ventana, seguiría. Ya conté tres luciérnagas y debe haber más. Desde acá fuera me doy cuenta y por eso no entro. La muerte está presente en el fuego, en la alfombra, en las cortinas, en el aire encerrado de los muebles de campo y en la vajilla de azogue. En el jarrón sin flores. La muerte exuda de los paraguas apilados cerca de la puerta”.

Toda la novela tiene una atmósfera brutal. Y hay una tensa línea entre la vida realmente vivida y el deseo sexual, feroz y omnipotente, cuya satisfacción es apenas incidental o importa menos que su persistencia. Los hábitos de la familia y su comunidad, así como las metáforas, las descripciones y casi todas las herramientas narrativas que tiene Matate, amor, están atravesadas por ese componente brutal.

“Con una mano sostengo a mi nene, con la otra un raspador. Con una mano preparo la comida, con la otra me apuñalo. Qué bueno tener dos manos. Qué práctico. Ahí me esperan con el auto en marcha, corro intentando no tropezarme, tocan bocina, ¡Ya escuché! Hay una insistencia en que esté con ellos, sentadita en el asiento de acompañante, el cinturón bien ajustado, con la expectativa del paseo dominical. ¿Adónde vamos?, dice mi suegra que ya abandonó el luto y se comporta como una viuda más, una de tantas en las mesas de los bares de aire moderno comiendo masas secas. ¿Adónde quieren ir?, pregunta y siempre es igual. No puedo quedarme callada, solamente mirar por la ventanilla, tengo que proponer un lugar de paseo. Ir a comer papas fritas con aperitivos al río, ver pasar a los veteranos que hacen esquí náutico con esos trajes de buceo. Ir a la ciudad, subir en fila india las escalinatas que llevan al campanario, mirar con la fascinación con que miran los turistas las cosas más pelotudas, una piedra, los techos rojizos de las casas. Ir a la kermese ambulante, a tomar un cafecito al centro, cerca del mercado, con tufo a carne asada. Hay que parecer entusiasta y hay que hacer que parezca que se vive. Hay que llevar al niño de acá para allá, comprarle globos, hacerlo girar en falso en la calesita, sacarle fotos, porque eso hay que hacer para que tenga infancia. ¡Vamos a donde sea, pero vamos!, dice mi suegra con esa furia del viudo. Recién ahora está volviendo a cortarse las uñas, recién ahora duerme de corrido sin palpar el cuerpo del fallecido, recién ahora desayuna sin mojar el café con leche. Y, claro, quiere pasar. El hijo único lleva a la vieja, lo bien que hace, fuera de esta cloaca. Veo que cruzamos el puente colgante. Mi marido me quiere dar el volante y que practique en las alturas pero no tengo ánimo. Me da vértigo. Abaja hay médanos y familias sentadas en sillas reclinables de playa. Hay abuelos en el día libre del geriátrico, chochos de estar con sus hijos y sus nietos, hay unas cuentas embarazadas con depresión escondiendo el pucho, hay heroinómanos en rehabilitación, hay de todo. Mi suegra quiere ir ahí. Estacionamos en picada y mi dorima clava el freno de mano y deja en primera antes de que terminemos bajo el puente.  Ahí estamos nosotros también, la familia que sale a ver el atardecer. Como si no supiéramos que el sol sale y se esconde. Todos los días es igual eh. El bebé gatea y mi suegra va detrás con dolor de espalda. Yo me aburro mirando a un cisne que va a flote sin sumergirse mordiendo tallos y plantas acuáticas hasta que ataca el cuello de un perro sobre un bote, tan estilizado era el perro antes con su cuello.  De repente, algo salva esa monotonía. Una ola de gente se agita en la costa, un murmullo crece. Se agolpan, se amontonan en dirección al río y veo que por el puente viene un patrullero, y dos, y tres. Parece que hay un espectáculo de fuegos artificiales, la gente se encima y ya somos todos de la misma familia. Un adolescente gay de trece años se despidió por Twitter y se vino a tirar acá. Antes agradeció el apoyo de sus seguidores. La policía llama a los bomberos y entre todos no hacen uno. Ponen una cinta blanca y roja, pero, obvio, la gente pasa igual. Hasta mi bebé tiene intriga y le permito ver. Yo no quiero perder mi tiempo mirando a una cosa pesada sobre el agua. Ahora causa sensación, adrenalina. Ya vendrá la época en que serán los mismos un hombre vivo y un difunto. Esa sutil diferencia de ser, apenas perceptible para el conductor de un camión de acoplado que pasa al lado de un hombre que duerme la siesta al costado de la banquina, o al lado de uno recién atropellado. Una diferencia apenas notoria para el camionero, entre un hombre tomando solo y uno en la misma posición con muerte cerebral. Lindo domingo pasamos.”

Matate, amor de Ariana Harwicz es una novela que no da tregua. Con un ritmo frenético, nos sacude y nos interpela sobre el amor conyugal, la idea de la familia convencional y los forzados lazos familiares. Cuánto más libre y más errática se va volviendo la protagonista, más apasionado y vertiginoso se va volviendo el relato.

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Sobre la autora

Ariana Harwicz nació en Buenos Aires en 1977. Publicó las novelas La débil mental (Mardulce, 2014) y Precoz (Mardulce, 2015). Escribió en colaboración Tan intertextual que te desmayás.

Varios de sus libros han sido adaptados al teatro, traducidos al inglés y al hebreo, y publicados en España y diferentes países de América Latina.

*Por Manuel Allasino para La tinta.

 

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