Un pedacito de China en Tailandia
Mae Salong es un pueblo de apariencia china. Sus habitantes viven y trabajan alrededor del té, su principal producción. Un paseo por sus calles y su gente.
Por Pablo Peralta, desde Tailandia, para La tinta
¿Alguna vez soñaron que se despertaban en un lugar desconocido? Como si hubieran viajado miles de kilómetros en un instante. Una sensación así tuve al llegar a Mae Salong.
El mapa y mi sentido común me decían que aún estaba en las montañas del noroeste de Tailandia, cerca de la triple frontera con Laos y Myanmar. Pero mis ojos, mis oídos y mis pasos me susurraban que me encontraba en un pedacito de China. Las letras rojas pegadas en los portales eran chinas, la gente paseando por sus tranquilas calles hablaba yunanés, un dialecto del mandarín. Mae Salong, por completo, recuerda al gigante asiático.
Este pueblito fue fundado a principios de 1960 por los restos del batallón 93 del ejército nacionalista del Kuomintang. Este regimiento, originario de la provincia china de Yunnan, fue derrotado por la revolución comunista de Mao Tse Tung. Les militares y sus familias huyeron primero a Myanmar, donde permanecieron diez años, entre luchas con tropas birmanas e incursiones a Yunnan. Pero cuando Taiwán y la CIA dejaron de solventar su lucha, emprendieron su marcha en busca de un lugar donde establecerse.
Ya en Tailandia, siguieron con su voluntad de combatir al comunismo en su madre tierra, por lo que formaron nuevamente un ejército y se envolvieron en la producción y tráfico de opio. El general del Regimiento 93, Tuan Xi-wen, se convirtió en un señor de la droga y la guerra, la figura más poderosa de la región. Tanto que su mausoleo es hoy uno de los principales puntos de interés turísticos en Mae Salong, junto con el Memorial a los Mártires Chinos, un homenaje a les caídes del Kuomintang.
El contraataque a las fuerzas de Mao nunca sucedió, pero el gobierno tailandés les ofreció a las tropas del general Tuan la ciudadanía a cambio de combatir la amenaza roja en el norte de Tailandia. Los militares yunanenses aceptaron y, como parte del trato, debieron dejar sus negocios con el opio. En su lugar, Mae Salong se volcó a su principal producción: el té.
Un paraíso de té
El cultivo de té es el medio de subsistencia de les habitantes de Mae Salong. El microclima presente, por su geografía y altitud, permite que las plantaciones ocupen gran parte de las laderas de las montañas. Los arbustos de hojas oscuras y flores blancas y amarillas forman prolijos diseños en el terreno. Une puede apreciar esos dibujos desde la cima del cerro.
Al bajar por esas cuestas, me encontré con mujeres de trajes negros y mangas coloridas, cubriéndose la cabeza con telas y bolas de metal que parecían cascabeles. Mujeres de la etnia Hmong, con sus caras curtidas y sus dientes oscuros, que sonreían al verme deambular. En sus espaldas, colgaban canastas de mimbre, donde ponían las hojas que una a una seleccionaban de los arbustos. Más abajo, llegaba siempre a un arroyo o canal, en la base de dos cerros. Allí, me zambullía en el sonido del agua corriendo, apenas interrumpido por sapos o pájaros cantando.
En Mae Salong, también secan, procesan y empaquetan el té cosechado en los alrededores. La variedad estrella de la región es el oolong, una especie originaria de Taiwán. Las casas del pueblo están situadas, en su mayoría, al fondo de los terrenos, dejando un gran espacio libre al frente. Sobre contra-pisos irregulares, se extienden grandes trapos cuadrados donde ponen a secar las hojas, cuyo aroma inunda el aire cuando une sale a caminar por sus calles.
Además, hay algunas pequeñas fábricas, al estilo de talleres semi-artesanales, con escasas maquinarias para el procesamiento y empaquetado. Allí, trabajan todes les miembros de una o dos familias, con los portones abiertos a la calle, y sentades en bancos de madera muy bajos o en el suelo. Algunas fábricas, incluso, tienen un pequeño escritorio con una vitrina detrás. Allí, exponen el brillante arcoíris de las variedades de té para la venta: oolong, jazmín, té verde, entre otros.
La cadena continúa con las casas de té, que son muchas. La mayoría, montadas para el turismo chino que llega, compra y se va. Lo que quizá explica por qué desaprovechan las hermosas vistas de las montañas. Todas miran a la calle. Pero si une va con calma y curiosidad para preguntar, les empleades te hacen probar sus variedades a través de un proceso ancestral. Un verdadero ritual del té.
Después de varios recorridos, llegué a la casa de té de una cooperativa de mujeres de la zona. Son trabajadoras agrupadas en un gremio que las contiene laboralmente, en oficios y profesiones variadas, y les ayuda a competir en la venta de sus producciones. Allí, me atendió una mujer de unos treinta y pocos años, que no hablaba una palabra de inglés, pero se daba a entender con gestos y sonrisas. Con manos hábiles, fue pasando el agua caliente de una tetera a otra, enjuagó el recipiente definitivo con agua y té, descartó los primeros chorros y, recién ahí, me sirvió en minúsculos y decorados pocillos sin asas. Quería quedarme toda la tarde, disfrutando del aroma y el sabor del té, y la compañía. Y, de hecho, lo hice.
Mae Salong en un día
Si vas a visitar este pueblo yunanés en Tailandia, lo mejor es levantarse temprano, porque la vida allí empieza antes del amanecer. La primera parada obligatoria es el Morning Market, un concurrido mercado donde la acción se ve alrededor de las 7 y decae cerca de las 9. Las vendedoras de verduras, especias y comida son, en su mayoría, de la etnia Akha. Vienen desde sus aldeas en los alrededores. Tomar allí un desayuno de leche de soja caliente con masas fritas es imperdible, además de baratísimo.
Luego, viene el turno de la caminata, un recorrido por los senderos de montaña. El sol pega fuerte, así que lo mejor es cubrirse la cabeza y salir cuando aún está fresco. Hay una ruta fácil de seguir, una especie de vuelta grande (18 kilómetros) que atraviesa selva, valles de té y café, para llegar a distintas aldeas de los pueblos Hmong y Akha, muchas veces, englobados en la errónea denominación hill tribes (tribus de los cerros). Antes de entrar a uno de esos caseríos, me encontré con un portal decorado con muñecos tallados en madera, figuras rituales de una apariencia escalofriante. El cuadro lo completaban estrellas de bambú y trapos opacos atados en los árboles.
Les niñes de esas aldeas van a la escuela a Mae Salong. Les que no tienen que ayudar a sus padres en el cultivo, incluso, van a dos escuelas: china por la mañana y tailandesa por la tarde. Un matrimonio de misioneres de Chile me contó que muches de eses niñes son políglotas desde muy pequeña edad -cada etnia tiene su propio dialecto-. Pero eso no les abre ninguna puerta en el mercado laboral.
En medio del silencio y el andar cansino de Mae Salong, hay dos momentos que quiebran esa paz. Tienen horario marcado, por eso, los denominé la hora de las motos. Una procesión de decenas de scooters manejados por pre-adolescentes con uniformes blancos, azules o marrones. Les de menor edad van montados detrás de sus padres. La ruidosa caravana sube o baja por la calle principal. La dirección la marca el horario y coincide con la entrada y salida de la escuela.
Después de desayunar en el mercado matutino, la vuelta grande por las aldeas y ser testigo del fenómeno motorizado, lo ideal sería cerrar el día subiendo los 719 escalones que llevan al Doi Mae Salong, el punto más alto del pueblo. Las escaleras serpentean por las laderas del cerro, adornadas con faroles chinos de papel, dorados y rojos. Al llegar a la cima, se encuentra el Phra Chedi Boromathat, una de las construcciones más famosas de la zona. El templo fue construido en honor de la princesa Srinagarindra. Al lado, se levanta orgulloso un pabellón conocido como Princess Mother Hall.
Al cabo de un tiempo en el Sudeste Asiático, concluí que todos los templos se parecen. Pero lo singular de este, lo que hace que valga la pena la escalada, es que, desde su balcón, se aprecia una vista de 360 grados de los alrededores. Desde ahí, se pueden ver las calles del pueblo bajando por las cuestas, las plantaciones de té, los selváticos montes. También se ven algunos templos con su tradicional forma de campana (chedis), resplandecientes bajo el sol, y, del otro lado, allá lejos, la ciudad de Chiang Rai. Después de una fina lluvia que me refrescó tras la subida, tuve la suerte de contemplar incluso dos arcoíris. Un día sin desperdicio, para llevar por siempre en la memoria viajera.
Aunque todes siguen llamándolo Mae Salong, el nombre actual del pueblo es Santikhiri, como el gobierno tailandés lo rebautizó tras su acuerdo con las ex tropas del Kuonmitang. El nombre elegido no puede ser más oportuno y resume lo que te espera si vas a visitar este paraíso del té y la armonía. En cristiano, Santikhiri significa cerro de la paz.
*Por Pablo Peralta para La tinta