Sangre en el ojo, los deseos más perversos

Sangre en el ojo, los deseos más perversos
24 abril, 2019 por Gilda

Por Manuel Allasino para La tinta

Sangre en el ojo es una novela de la escritora chilena Lina Meruane, publicada en el año 2012. Ficción y autobiografía se entrecruzan en un libro vertiginoso e intenso.

Lina Meruane cuenta el periplo médico de Lucina, una escritora chilena, entre Nueva York y Santiago, partiendo desde la noche del derrame en el ojo hasta el postoperatorio. En ese período, la incertidumbre y la ceguera absoluta desatan los deseos más perversos poniendo en peligro todo, incluso la relación con su novio Ignacio.

“Al apagar el cigarrillo y enderezarme noté un hilo de sangre atravesando el otro ojo. Un hilo fino que de inmediato empezó a disolverse. Pronto sería apenas un manchón opaco pero eso bastó para que el aire alrededor se hiciera turbio. Abrí la puerta y me detuve a contemplar lo que quedaba de la noche: apenas una luminosidad pastosa en lo que debía ser la sala, sombras moviéndose al ritmo de una música asesina. Baterías. Guitarras roqueras. Voces desafinadas. Habría canapés languideciendo sobre la mesa, papas fritas, una docena de cervezas. Todavía los ceniceros estarían a medias, pensé, sin llegar a verlos. La fiesta continuaba su marcha sin que nadie se planteara detenerla. Si los gringos insomnes empezaran ahora mismo a golpear los muros con palos de escoba, me dije. Si llegaran los pacos y nos forzaran a apagar el equipo, a meter todo ese añejo rock argentino en un cajón, a levantar las bandejas con cara de circunstancia. Si nos obligaran a calzarnos, a tomarnos el concho de las botellas, a contar el último chiste repetido, a precipitar las buenas noches y hasta luego. Pero quedaba toda la madrugada por delante de nosotros. De mí. De Ignacio que todavía no se hacía notar entre la bruma. Ignacio comprendería de inmediato la situación sin que yo necesitara decirle sácame de aquí, llévame a casa.  Estaba segura de que vendría a rescatarme su resuello cansado, su dedo hundiéndose en mi mejilla. ¿Por qué estás tan seria? Oír su voz trizó mi compostura, la lanzó al suelo mientras añadía ¿por qué tienes esa cara? Y cómo iba yo a saber qué cara llevaba puesta cuando se me habían extraviado los labios y el lunar, se me habían perdido hasta los lóbulos de las orejas. Apenas me quedaban unos ojos cegatones.  Y me oí diciendo Ignacio, con voz de canario. Ignacio triné, Ignacio estoy sangrando, esta es la sangre y es tan oscura, tan condenadamente espesa. Pero no. No fue eso lo que dije sino, creo que volví a sangrar, por qué no nos vamos. Irnos, dijo él (dijiste tú, Ignacio, eso dijiste aunque ahora lo niegues, y luego te quedaste mudo) y oí que me preguntaba si era mucha la sangre, suponiendo tal vez que había sido como tantas otras veces, apenas una partícula sanguinolenta que pronto se disolvería en mis humores. Ni tanta, no, respondía yo, pero vámonos. Vámonos al tiro. Pero no. esperamos hasta que la fiesta amaine, hasta que la conversación se muera sola. Que no la matáramos nosotros, como si no estuviera ya muerta. Nos iremos en un rato. Y qué es una hora más o media hora menos cuando no haya nada por delante. Podía tomarme otro vino y anestesiarme, otro vino y emborracharme. (Sí, sírveme otra copa, susurré mientras tú me la llenabas de sangre). Y tragué a la salud de mis padres que estarían roncando a kilómetros del desastre, a la salud del griterío de los amigos, a la de los vecinos que nunca reclamaron por el ruido, a la salud de los uniformados que no vinieron a auxiliarme, a la salud de la salud y de su puta madre”.

La autora no sólo quiere contar la historia de una mujer que va perdiendo la vista después de que, por una condición médica, los ojos se le llenaron de sangre, sino que hace foco en crear la filosofía de la ceguera, el erotismo de los ojos y la materialización de la oscuridad en cada escenario

Lina Meruane o Lucina, como también se llama la protagonista, no es una ciega que inspira lástima ni compasión. En las sombras de una casa a la que recién se mudan con su novio Ignacio, comparten temporalmente la ceguera. Hablan de cosas banales enroscados en la cama, en una intimidad que inventan. Se juntan sin querer tener hijos, sino “ojos recién nacidos”.  

“Ocho de la mañana de un lunes sofocante. Él se ducha después de prepararme con dedos torpes la jeringa y yo me inyecto la insulina antes de bañarme; él prepara su desayuno y mi café con leche mientras yo revuelvo entre la ropa negra del armario, me subo el cierre de las botas, me ajusto mis anteojos también oscuros, y salimos como comando en misión secreta: él describiendo los obstáculos de las veredas y dándole pistas a la iniciada, él convertido en cabecilla de la milicia, suministrando nombres de calles para que ella memorice; metiendo, él, su tarjeta de metro por una ranura antes de que ella atraviese el torniquete. Es él quien le instruye cuántos escalones hay hasta el andén, y le indica un paso largo para salvar el resquicio. Se cierran las puertas del vagón y comienza el viaje. ¿Estás nerviosa? Pero nerviosa no es la palabra, no es ni nerviosa ni ansiosa ni angustiada ni tampoco es la palabra agobiada; me siento como una embarazada en espera de su desgracia. Y el trayecto hacia el destino era largo pero el tren se detuvo en la estación y otra vez emprendimos un camino atronador que amenazaba con dejarnos sordos como a las ratas del subterráneo. Pero llegamos y bajamos y subimos escaleras sin aferrarnos de ningún pasamanos porque quizá qué dedos, qué salivas y pelos se habían deslizado por ahí impregnándolo de pesadumbres.  Caminamos cogidos de los dedos. Entre el tumulto de cuerpos que nos empujaba y nos arrollaba y nos pisaba las suelas de los zapatos, aquello, el roce de los dedos, era lo más íntimo que podía sucedernos. Ignacio no dejaba de estrujarme la mano para anunciar obstáculos y advertirme de los peatones que atravesaban a la carrera las luces amarillas y también las rojas.  Ahora sí habíamos alcanzado el olor a pretzel de la Madison y la 37.Parando entre frenazos, un perro empezó a ladrar. El río empapaba el aire de nubes bajas y desflecadas donde las palomas se quedaban sin aliento. Yo iba pidiendo cuadros atmosféricos para rellenar los huecos de mi imaginación y hacía preguntas que le rechinaban a Ignacio. ¿El norte continúa a mi izquierda? Sí, ahí estaba, el norte estaba donde siempre con su cielo espeso. Yo no podía distraerme, todo mi ser entero exigía una concentración multiplicada, una dedicación absoluta de la geografía de las cosas. Y la cabeza me zumbaba, se recalentaba con las imágenes que cada palabra de Ignacio suscitaba en mi memoria. Decía Central Park y la cabeza se me llenaba de patos azules y renacuajos resistiendo a los turistas en lagunas fosforescentes. Decía Columbus Circle y yo me llenaba de novias posando bajo un planeta hueco y plateado con sus futuros ex maridos. Decía escalón, cuidado, y entonces yo preveía esquinas más altas y mucho más bajas que la realidad. Ignacio susurró ya estamos en la Lexington y entonces sucedió algo diferente, ya no vi la señal de una avenida sino el cartel de un hospital que estaba apenas unas cuadras más al norte, vi con los ojos de mi mente la sala donde estuve internada una larga temporada, vi a la primera enfermera negra de mi infancia, la sonrisa ancha llena de enormes dientes que le conferían un aire extrañamente majestuoso, oí la carcajada hambrienta que parecía venir de sus entrañas pero no pude dar con su nombre. La enfermera y todos los niños de esa sala estaban hechos de cera, todos tenían caras definidas pero ninguna identidad. Yo misma había perdido la mía ahí. Comprendí de pronto alarmada que era en ese lugar, al norte de ese sur que era la consulta del oculista, donde se había iniciado la historia de mi ceguera”.

Con una prosa de fuerte potencia literaria y con un ritmo narrativo vertiginoso, Lina Meruane indaga en la fragilidad del ser humano y en todo lo fugaz de la vida. Al fin y al cabo, sólo somos un destello de luz.

“(Urgente hacer una pausa entre nosotros. Una pausa y ya volvemos solían anunciar las películas de la dictadura antes de secuestrar las escenas ardientes que ya nunca regresaban. Una pausa larga y ya veremos, pensé en medio de la incertidumbre. Un tiempo sin vernos y sin hablarnos por teléfono para que tú pudieras pensar. Fui yo quien decidió la pausa apostando a que la interrupción funcionara como un conjuro maligno de amores. Eso es lo que pensaba yo pero quizá qué pensabas tú cuando aceptaste infelizmente ese pacto de silencio. Pensábamos por separado pero simultáneamente. Pensábamos distinto pero a ratos también lo mismo. Y también pensaban por ti tus amigos. Que era forzoso resolver en la distancia ese lío, ese dilema ético, ese chantaje emocional al que la ciega te estaba sometiendo. Se lo planteaban a su manera todos. Carmen corrigiendo exámenes con una mano mientras revolvía y probaba con otra su ají de gallina y se quejaba con la boca del infame padre de su hijo. Osvaldo planificando un festejo matrimonial al que nosotros no asistiríamos. Gaetán entrenando para su próximo ballet sin concentrarse en los pasos riéndose, nervioso, a los gritos ante el espejo. Julián en su casa se fumaba lentamente otro cigarro y cuchicheaba por la vía del teclado con Carmen, que demoraba en responder y copiarle a Osvaldo que ya le contaría a Gaetán, el novio. Laura contestaba sus correos electrónicos preparando, cansada o tal vez lateada, sus clases de verano. Mariana se pintaba los labios, atendía a sus pestañas enroscadas como arañas, y se sonreía, y luego fruncía la boca, hacía morisquetas, evaluando cuál sería la cara correcta ante el espejo, la manera correcta de pensar en ese asunto, ¿piadosamente?, ¿pérfidamente?, y le hablaba al espejo de tu mala suerte.  De tu mal ojo. De tu volverte mi lazarillo. Eso se decían ellos pero aún más Arcadio, que se atrevió a decírtelo sin escándalo en el café de la esquina. Sin agitarse ni estremecerse, sin despeinarse porque acababa de raparse; mordiendo una galleta de barquillo delgada como hostia y poniéndole una pizca de azúcar a su expresso y una gota de crema o quizá de leche descremada, haciendo una breve pausa, deslumbrado por el brillo de su propio cráneo. Ella, te dijo, haciendo una pausa calculada y dramática, ella no es tu novia sino tu soborno. Y le dio otro trago a su cortado. Escuchar eso te trastornó, te transformó en otro Ignacio y a ese se le encogieron los tímpanos, se le recogieron las encías, se le secó la lengua.  Se quedó un momento petrificado con el cigarrillo colgando de los labios, atacado por un súbito dolor de úlcera en la boca del estómago. Ese Ignacio pagó su parte de la cuenta y partió furibundo pero sobre todo mareado, supurando ácido, muerto de asco. Su cerebro se retorcía como una ostra viva bañada en limón. Pero a su manera, esa manera despiadada, esa manera desapegada y maltratadora, esa manera tan hija de puta de Arcadio, había algo de verdad en lo que decía, algo que yo también había visto en mi ceguera. Está en lo cierto, te dije después de oírte patear la puerta y luego oyéndote destapar el frasco de antiácido. En lo cierto, repetí sembrándote a conciencia el rencor hacia los tuyos. Todos pensaban eso pero no te lo decían, ¿o no te diste cuenta de cómo te hablan últimamente, de lo que te dicen cuando te llaman, de que yo no existo en sus conversaciones? Y continué separando con dificultad mis calcetines de las medias de lana destinadas a soportar el crudo invierno de Chile. Arcadio no te ha dicho nada que tú no sepas, agregué después para acompañar tu severo silencio, sin dejar ni por un instante de doblar mis camisetas de mangas largas y cortas y mi chaqueta. Negras todas, literalmente negras pero también negras como el odio que yo les profesaba a todos ellos, especialmente a Arcadio. Ese amigo tuyo, insistí con toda franqueza, sintiendo que te inflabas de gases, que casi no respirabas, ese Arcadio ha dado en el clavo. Y entonces agarrando a puntapiés mi maleta medio vacía, dijiste, desaforado, en el clavo o en el culo de su madre, me cago en Dios)”.

Sangre en el ojo de Lina Meruane es una novela que hurga en la herida de la vulnerabilidad del cuerpo humano y en las reacciones más descarnadas que eso provoca. En el resentimiento que crece día a día con la impotencia.

La escritora Lina Meruane autora de Contra los hijos Random House foto Mariana Garay

Sobre la autora

Lina Meruane nació en Santiago de Chile en 1970. Es escritora y ensayista.

Su obra de ficción incluye los relatos de Las infantas (1998, reeditado en 2010 por Eterna Cadencia) así como las novelas Póstuma (2000) traducida al portugués en 2001, Cercada (2000) y Fruta podrida (2007), además de numerosos cuentos publicados en diversas antologías y revistas en español, inglés, alemán y francés. Asimismo, ha recibido becas de escritura del Fondo de Desarrollo de las Artes de Chile, de la Fundación Guggenheim y de la National Endowment for the Arts.

En 2006, obtuvo el premio del Consejo Nacional de la Cultura de las Artes de Chile a la mejor novela inédita Fruta podrida. En 2011, ganó el premio Anna Seghers.

Actualmente, enseña Literatura y Cultura Latinoamericana en el Liberal Studies Program y da talleres en el Máster de Escritura Creativa en Español de la Universidad de Nueva York.

*Por Manuel Allasino para La tinta.

Palabras claves: Lina Meruane, literatura, Novelas para leer, Sangre en el ojo

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