Cuando me muera quiero que me toquen cumbia, solidaridad y traición

Cuando me muera quiero que me toquen cumbia, solidaridad y traición
17 abril, 2019 por Gilda

Por Manuel Allasino para La tinta

Cuando me muera quiero que me toquen cumbia es una novela del escritor chileno Cristián Alarcón publicada en el año 2003. Escrita como una crónica en primera persona, la historia gira alrededor de la figura de Víctor Manuel “El Frente” Vital, un delincuente juvenil de 17 años de las villas de San Fernando que murió por las balas de la policía.

Alarcón a través de una trama vertiginosa y atrapante genera la posibilidad de otra lectura de la cultura villera, a veces muy mal vista y poco comprendida por las demás clases sociales. Con la influencia simultánea de Rodolfo Walsh y Pedro Lemebel el escritor reconstruye la vida y la muerte de los jóvenes “lúmpenes” del conurbano bonaerense que transitan por caminos de violencia y traiciones pero también son atravesados por lazos de solidaridad y compañerismo.

“El hombre que escribía a máquina detallaba en lenguaje judicial los hechos que habían llevado a la muerte a Víctor Manuel Vita esa mañana de febrero. La historia tenía domicilio: el número 57 de la calle General Pinto, esquina French. Allí, en la puerta de su casa, Víctor le dejó en custodia a Gastón, el hermano mayor de Chaías, las cadenas, las pulseras, los anillos de oro, los fetiches de estatus que siempre llevaba puestos. Marchó, preparado para “trabajar”, a encontrarse con otros dos adolescentes con quienes solía compartir los golpes: Coqui y Luisito, dos ladrones también de diecisiete, y de otra villa con nombre católico: Santa Rita. Ellos dos y dos hermanos hijos de un ladrón conocido como el “Banana” se harían famosos tiempo después de la muerte de Víctor en una de las primeras tomas de rehenes televisadas. Habían querido robar a una familia y en lugar de escapar rápido se habían entusiasmado con la cantidad de objetos suntuosos que encontraron en el chalet de Villa Adelina. Algo parecido a lo que les ocurrió ese 6 de febrero cuando tardaron en robar una carpintería a sólo ocho cuadras de French y Pintos. Gastón intentó persuadirlo: que no fuera, que se quedara esta vez porque el lugar tenía un “mulo”, que en la jerga significa vigilador privado; que otros ya habían “perdido” intentando lo mismo. Víctor no quiso creerle. En menos de diez minutos estaba encañonando al dueño de la fábrica de muebles. En quince salían corriendo del lugar muy cerca de la mala suerte. Los dos patrulleros que rondaban la zona recibieron un alerta radial sobre el asalto. Tres NN masculino, de apariencia menores de edad, se dirigen con dirección a la villa 25”, escucharon. En el móvil 12179 iban el sargento Héctor Eusebio Sosa, alias el “Paraguayo”, y los cabos Gabriel Arroyo y Juan Gomez. Y en el 12129, el cabo Ricardo Rodríguez y Jorgelina Massoni, famosa, por sus modos, como la “Rambito”. Las sirenas policiales se escuchaban cada vez más cerca. Víctor corría en primer lugar, acostumbrado como ninguno a escabullirse: en el último tiempo ya no podía pararse en ninguna esquina. Su sola presencia significaba motivo suficiente para una detención. A sus espaldas pretendían volar Coqui y Luisito. -No puedo más! ¡No puedo más!-escucharon quejarse a Coqui, que quedó relegado en el fondo por culpa de sus pulmones comidos por la inhalación de pegamento. Riéndose del rezagado, el Frente y Luis entraron por el primer pasillo de la San Francisco. Alicia del Castillo, una vecina de generosas proporciones, caminaba por el sendero con su hija de dos años de un lado y la bolsa del pan en el otro.  El Frente la agarró de los hombros con las dos manos para correrla: ya no llevaba el arma encima. En seguida “colaron rancho”, como le dicen los chicos a refugiarse en la primera casilla amiga. La mujer que les dio paso para que se salvaran, doña Inés Vera, se paró en la puerta como esperando que pasara el tiempo y los chicos se metieron debajo de la mesa como si jugaran a las escondidas.  Los policías habían visto el movimiento. Ni siquiera le hablaron, la zamarrearon de los pelos y a los empujones liberaron la entrada. Los chicos esperaban sin pistolas: Luisito me contó que se las dieron a doña Inés, quien las tiró atrás de un ropero. Las descartaron para negociar sin el cargo de “tenencia” en caso de entregarse. Lo mismo que el dinero: lo guardó ella debajo de un colchón y lo encontró la policía, aunque nada de eso conste en las actas judiciales. En cuclillas bajo la mesa, el Frente se llevó el índice a los labios: “Shhh… callate que zafamos”…, murmuró, y vieron a una mujer policía y dos hombres entrar al rancho apuntando con sus reglamentarias. El sargento Héctor Eusebio Sosa, el Paraguayo, iba adelante con su pistola 9 milímetros. Pateó la mesa con la punta de fierro de su bota oficial; la dejó patas arriba en un rincón. Víctor alcanzó a gritar: -¡No tiren, nos entregamos!- Luis dice que murmuraron un “no” repetido: “No, no, no”, un “no” en el que no estaban pudiendo creer que los fusilaran: “Nos salió taparnos y decir no, no, como cuando te pegan de chico”, me contó Luisito en un pabellón de la cárcel de Ezeiza, condenado a siete años de cárcel por los robos que después de la muerte del Frente siguió cometiendo, exultante al recordar los viejos tiempos después de tanto, el día de su cumpleaños veintiuno. Y describió sin parar la escena final: en el aire estrecho de aquella miserable habitación de dos por dos, silbaron cinco disparos a quemarropa. Luis supo que los fusilaban, como impulsado por un resorte, saltó hacia la puerta. En el aire una bala le rozó el cráneo. Quedo con la mitad del cuerpo afuera del rancho, ganándole medio metro al pasillo. Se desmayó. El Frente intentó protegerse cruzando las manos sobre la cara como si con ellas tapara un molesto rayo de sol. Luisito recuperó la conciencia a los pocos minutos, pero se quedó petrificado tratando de parecer un cadáver. El Frente falleció casi en el momento en que el plomo policial le destruyó la cara. Las pericias dieron cuenta de cinco orificios de bala en Víctor Manuel Vita. Pero fueron sólo cuatro disparos. Uno de ellos le atravesó la mano con que intentaba cubrirse y entró en el pómulo. Otro más dio en la mejilla. Y los dos últimos, en el hombro. En la causa judicial, el Paraguayo Sosa declaró que Víctor murió parado y con un arma en la mano”.

A partir de la historia de Víctor “El Frente” Vital, el libro permite sumergirse en las profundidades de esas almas frágiles que muchas veces no pueden escapar de su destino y terminan siendo asesinadas por la policía como en el caso del Frente: bajo una mesa de un rancho villero fue fusilado mientras gritaba: “No disparen, me entrego”.

Con su muerte comenzó la construcción del mito que es el eje de Cuando me muera quiero que me toquen cumbia, un non-fiction que revela una trama donde aparece la violencia del aparato policial, la relación entre transas y ladrones, la traición, el desamparo y también la solidaridad en un territorio devastado, el de las villas San Francisco, 25 de Mayo y la Esperanza de San Fernando.

“Sabina camina hacia la casa de la mujer que fue la de su hijo y la madre de sus mejores y más cercanos compinches en el robo: Matilde. En el camino va saludando a quien se le cruza.  En las villas el saludo es signo de respeto, importante como el nombre. Y Sabina es importante como lo fue su hijo. No sólo es una mujer a la que se acude si se tiene un problema con la policía, porque ahora trabaja junto a los organismos defensores de  los derechos humanos y otros familiares de chicos fusilados, sino que es ella, su sonrisa, algo de lo que quedó tras la muerte de Víctor. Ella es ante el mundo “la mamá del Frente”.  Quizás por eso, a pesar de haber combatido tanto las malas juntas de su hijo menor, me muestra, disimulando y orgullosa a la vez, el histórico camión de La Serenísima. Es uno de esos refrigerantes que llevan por los comercios la distribución diaria de leche. Pues “los pibes”, el Frente junto a Manuel y Simón, los hijos de Matilde, lo secuestraron, lo vaciaron todo en esos carros tirados por caballos con que muchos en la villa juntan cartones por las noches y lo repartieron a la manera en que durante la década del setenta hicieron los militantes de las organizaciones armadas. El botín fue a parar también a las cárceles: los mejores quesos argentinos terminaron saciando el hambre de algunos presos de La Nueva, Devoto, Caseros, Sierra Chica, Olmos. “El Frente tenía la idea fija de que los chiquitos comieran yogur y no caramelos-cuenta Matilde en su casa llena de sillones enanos que ha levantado de la calle mientras recolecta papel y cartones para vivir- Cuando iba al quiosco se le paraban al lado, le pedían y él les compraba. Con el camión la villa se llenó de lácteos, de yogur, de leche cultivada, de cosas que nunca se habían podido tener”.

Uno de los personajes más importante de la novela es el de Sabina Sotello, madre de Víctor «El Frente» Vital, una mujer de barrio luchadora y atravesada por una realidad asfixiante.

“Sabina me lo contó por teléfono: “Un pibito de la villa me quiso robar anoche”. Ella volvía a su casa disfrutando del calor nocturno de enero. Caminaba tomada de la mano de Ricardo, el último hombre del que se enamoró en la madurez, después de esos matrimonios de los que tuvo que huir. El chico rubiecito los frenó en medio de la calle. Aferraba con las dos manos un revólver de caño largo. Le apuntó a ella pidiéndole que entregara la plata que llevaba encima: un robo de diez pesos, de veinte con muy buena racha.  -Hijo, ¿no me conoces? Soy Sabina, la mamá del Frente, quedate tranquilo -atinó a decirle, temiendo que se le disparara el arma sin querer. Era Brian. Tenía los ojos expandidos de tanto aspirar pegamento y consumir pastillas Rohipnol. La miró dos veces antes de darse cuenta a quién estaba apretando. Cuando distinguió su cara, a pesar de la locura, dejó caer las rodillas sobre el cemento y se puso a llorar. -Perdóneme doña, perdóneme- le rogó con las manos en posición de rezo cristiano, pero sin soltar el 32 cargado.  -Está bien, Brian, tranquilo, tranquilo, no pasa nada. Perdóneme por favor -dijo entre sollozos. Sabina lo convenció de que bajara el revólver. Y él marchó con la cabeza gacha balbuceando unas disculpas incomprensibles con el arma bamboleándose en la laxitud de su mano descontrolada. La sinrazón que provocan las pastillas lo había llevado a querer asaltar a la madre del santo de los chicos ladrones, pero ni en ese nivel de desborde pudo abstraerse del pecado que cometía. Sabina me lo contó preocupada por esos chicos de la edad que tenía su hijo al morir, atrapados por el consumo, queriendo ganarse a punta de pistola los pesos necesarios para repetir la dosis y no bajar jamás de ese estado de euforia que dan más de dos pastas con vino. Al entrar en villa San Francisco, conocí las pastillas de la mano de Chaías y de Tincho: una larguísima tarde me explicaron cómo te dejan las “rochi”, como les dicen. La pastilla en esa época salía un peso. “Si te tomás una, te pega. Con dos, andá y piloteala, loco. A la tercera que te tomás, ya no sos vos. Y cuando te quisiste acordar, por ahí te mataste a piñas y te das cuenta al otro día”.

Cuando me muera quiero que me toquen cumbia de Cristian Alarcón es una novela de non-fiction anclada en el territorio de la villa en donde se juegan muchos y diversos intereses. El autor reconstruye un hecho político, el asesinato de Víctor Manuel “El Frente” Vital, para reflejar que además de pobreza, violencia, miseria y traición, también hay lazos de solidaridad entre los habitantes de las villas del Gran Buenos Aires.   

Sobre el autor

Cristian Alarcón nació en Chile en 1970. Se licenció en la Facultad de Periodismo y Comunicación Social de la Universidad Nacional de La Plata, donde en la actualidad es docente. Estuvo a cargo de talleres y seminarios de crónica periodística y dirigió colecciones de libros de ese género. Escribió para los diarios Página/12 y Crítica de la Argentina, y las revistas TXT, Rolling Stone, Gatopardo, Soho y Debate. Es fundador de Cosecha Roja, la red de periodistas judiciales de Latinoamérica (Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano) y director de la revista Anfibia (Universidad de San Martín). Es autor de los libros Cuando me muera quiero que me toquen cumbia (premio Samuel Chavkin a la Integridad Periodística en América Latina, otorgado por North American Congress of Latin American Authors) y Si me querés, quereme transa. En 2012 fue elegido profesor visitante en el Instituto de Estudios de Latinoamericanos de la Universidad de Texas de Austin.

*Por Manuel Allasino para La tinta. Foto de portada: La tumba del Frente Vital por Alfredo Srur.

Palabras claves: Cristian Alarcón, Cuando me muera quiero que me toquen cumbia, literatura, Novelas para leer

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